Hace tres semanas que regresé de Líbano después de pasar unos días allí filmando para un reportaje de tv. Como la primera vez que estuve en Beirut en septiembre de 2006, también este viaje me gustó pero me dejó exhausta, con la sensación de haber estado en el país más denso en complicaciones (ecuación resultante de dividir su complejidad entre sus pocos kilómetros cuadrados y sus cuatro millones de habitantes).
Todo indica que allí el futuro es rehén de conflictos forjados hace siglos. La libertad, la dignidad de cada individuo depende demasiado de lo bien o mal que se hayan portado sus ancestros, según la evaluación que haga el grupo dominante.
Visitando el campo de refugiados de Shatila, el periodista Gaby Jammal nos contaba su vida. Jammal es hijo de una libanesa que un buen día se enamoró y sin consentimiento de sus padres se casó en su propio país con un hombre de origen palestino. Los hijos de este matrimonio no tienen ningún derecho. No son considerados libaneses, sino palestinos, o sea apátridas. No les está permitido adquirir una vivienda ni heredar ni nada.
El matrimonio civil no existe en Líbano. Las parejas entre seres de dos religiones diversas no están bien vistas ni son posibles por ley. A veces sin embargo son inevitables. Entonces uno de los dos tiene que asumir la religión y la identidad étnica de su cónyuge, o si acaso recurrir al matrimonio civil en Chipre, que es la forma de zafar a este montaje destinado a preservar las separaciones según arraigos ancestrales.
Para la ley libanesa eres lo que es tu padre. Así se define tu identidad tribal, que va a determinar tu vida. «Soy periodista pero no me es permitido serlo, no me puedo registrar como tal , por lo que no tengo jubilación ni seguro médico. Por ser palestino en Líbano te prohíben el ejercicio de 75 profesiones, desde abogado o ingeniero hasta algo tan simple como portero de un edificio, porque suponen que vas a aprovechar ese empleo para espiar.»
La mitad de los 400.000 palestinos de Líbano viven en asentamientos precarios que recuerdan a favelas miserables, los así llamados «campos de refugiados». Allí mantienen la ilusión de un día poder regresar a Palestina, que para los jóvenes es un lugar desconocido y ni siguiera anhelado. Ya van tres y hasta cuatro generaciones de personas que nacen así condenadas a la marginación, apuntando a Israel como único enemigo. «El gobierno libanés tiene que poner fin a este caldo de cultivo de terrorismo. Hay que romper este círculo vicioso dándole a la gente al menos los mínimos derechos para que puedan vivir en dignidad», dice Jammal.
Pero la marginación de los descendientes de refugiados palestinos ocurre por voluntad de todas las fracciones de la población, sin excepción. Ni los maronitas de ni los chiítas ni los drusos ni los cristianos ortodoxos quieren otorgarles la nacionalidad por temor a que se desequilibre el frágil y ya obsoleto balance establecido entre los grupos religiosos que se reparten el poder de forma proporcional.
Hasta los propios líderes palestinos y los mandatarios extranjeros que siempre dijeron apoyar la causa palestina -desde Sadam hasta Bashar al Assad- fomentaron esta marginación que contribuye a aumentar la miseria y a mantener el ardor de la ira palestina para presionar a Israel. Ningún mentor de los palestinos ha enarbolado la bandera de la equidad, ninguno se arriesga a pedir los más simples derechos cívicos en Líbano, y no parece ser que ocurra en los próximos tiempos.