André Aciman solía llegar a la biblioteca de Lehman College, donde le gustaba compartir los avances de los libros que estaba por publicar. También solía aparecer en los pasillos del programa del Doctorado en Literatura Comparada de CUNY que él dirigía, en el cuarto piso de un edificio en Newyópolis.
Hoy, Aciman es profesor distinguido de la Universidad de la Ciudad de Nueva York y suele aparecer mucho más en las publicaciones que mencionan la película basada en su novela: Call Me By Your Name.
Pocas veces he ido a ver una película sin tener idea de lo que podía esperar. Sabía por el cartel del filme, en el que dos hombres abrillantados por el sol parecen rozarse las manos, que tendría que ser de amor. También que sería un filme de corte europeo: sin aspavientos, sin ampulosa banda sonora.
He visto cientos de historias. Si bien la mala memoria me ayuda a no prestarle tanta importancia a las repeticiones argumentales y a los lugares comunes de las películas románticas, no es raro que ante la experiencia de empezar a ver un nuevo filme, me atrape el desánimo. Lamento que abunden los filmes con situaciones ya vistas mucho, con desenlaces repetidos. Este no es el caso.
Es verdad que el ambiente idílico de una mansión de campo ligeramente en decadencia pertenece a la lista de lo que encontramos con frecuencia en este tipo de filmes europeos. Pienso tal vez en L’Heure d’été, de Assayas, en algunos filmes de Rohmer. Sin embargo, lo que llena la película es la presencia de Elio, el púber que con aires de príncipe de verano se pasea entre las paredes agitado por el descubrimiento de su sexualidad.
El estadounidense que llega, el padre que mira todo pero no invade, la madre que apoya y comprende, todas aquellas figuras han sido ya representadas. El personaje de Elio me hace pensar en los mejores cuentos caribeños de García Márquez, en esos hombres de pieles bronceadas, semidioses locales de familias respetadas: muy cultos, muy preparados, en la urgencia de resolver las pasiones adolescentes, atendiendo al fuego del cuerpo.
Luca Guadagnino establece la magia con el magnífico esfuerzo compositivo de su cámara. La bellísima escena de la nieve cayendo en el norte de Italia, de haber seguido, podría haberse convertido en la más hermosa de las películas interminables. El filme presenta un amor homosexual en 1983 y por eso la contención es parte de la trama y por eso el desenlace. Es verosímil que en ese año las relaciones entre dos amantes del mismo sexo se desenvolvieran aún con reserva, con presunción de pecado.
Sin embargo, pudo haber sido cualquier otro impedimento (adulterio, bigamia, incesto, etc) porque no es lo prohibido lo que hace a esta película memorable. Su singularidad resulta más bien de la combinación de un guión bien estructurado y la cinematografía muy cuidada, que persevera en el elemento poético, con la liviana maestría del joven actor norteamericano Timotheé Chalamet, el más joven de los nominados para un Oscar desde 1939.