Impares. La frontera. Aquel río de asfalto dividía Gamonal en dos países infantiles y enemigos. Enfrente estaba la acera prohibida. Sólo podíamos cruzar al otro lado de la carretera agarrados a la mano de un adulto. Allá habitaba lo peligroso, lo perturbador. Los de la otra orilla nos parecían siempre más libres, algo salvajes, muy desenvueltos, como si la tutela de sus padres fuera menos férrea (había quien decía que ni siquiera tenían padres y que vivían todos juntos, mezclados y libres, como gatos). Eran muchachas descaradas y risueñas, chicos con mirada de fuego, indolentes y ágiles como felinos. Nos parecían más sucios, más felices, y nos daban miedo. Su piel quemaba (decían) y la nuestra era fría. Su voz se parecía a un rugido y la nuestra a un siseo. Su cuerpo se sombreaba con vello y el nuestro era lampiño. Éramos veloces y ellos pacientes. Los veranos, cuando apretaba el calor y los adultos dormían la siesta, nos acercábamos hasta la linde para observarlos. A veces desaparecían todos a la vez, como si fueran animales migratorios que echaran el vuelo o corrieran hacia nuevos países, atenazados por la sed o por la intuición de un mal terrible. Su ausencia se sentía en las calles. El barrio se quedaba en silencio. Entonces nos atrevíamos a cruzar solos. Descubríamos que tras la aparatosa fachada de los edificios altos y destartalados, la ciudad se desmoronaba. No había nada construido. Parecía un truco de magia: detrás del telón pintado sólo se veían tierras de cereal, pastos, descampados, escombreras, chopos añosos que aquellos días del final del otoño se inmolaban como el ave fénix: sus frondas doradas parecían llamas y sus ramas eran brazos desesperados elevados al cielo. En la corteza de los álamos, negra y endurecida, estaban grabados torpemente sus nombres, los de los otros. No te conocía aún, pero sabía que vivías allí. Conocía tú nombre, pasaba mis dedos por los trazos escritos en el chopo como quien toca unos labios. Te había elegido.
* * *
Pares. Calle, carretera y camino. Parecía un lugar de paso, allí, en los bordes de la carretera, todos instalados como en un campamento nómada, en calles improvisadas, sin nombre y llenas de charcos, pero nuestros padres llegaron para quedarse. Muchos olvidaron sus pueblos natales, el habla de sus madres, las palabras que habían pronunciado de niños. Nosotros nacimos aquí, arracimados en torno a la calle Vitoria, igual que pajarillos que anidan en las paredes de un desfiladero. Desde niños estábamos acostumbrados a asomarnos al abismo, a vivir en un terraplén, en un agujero. La ciudad fue creciendo con nosotros. Igual que una herida, cicatrizaba y se iba cosiendo, poco a poco. Las tierras de Gamonal dejaron de cultivarse y se endurecieron. Menudearon las excavadoras, las grúas, las apisonadoras, se levantaron esqueletos de hormigón. Bajábamos a respirar el asfalto recién fundido sobre las campas, nos encantaba su olor, su calor casi animal. Dejábamos nuestra huella en el cemento a medio fraguar de las aceras. Los capataces nos alejaban de las obras a pedradas, como si fuéramos perros. La ciudad crecía a nuestro paso y, con todo, Burgos parecía resistirse a mezclarse con su barrio industrial, seguía habiendo una separación física entre nuestras casas y aquella ciudad gótica, lejana, hermosísima, con sus delicadas torres de aire y plata. Para llegar a ella había que caminar varios kilómetros, pasar junto a las tapias de los cuarteles (los soldados que hacían guardia en las garitas eran nuestros propios hermanos mayores, afeitados, severos y tristes como nunca los habíamos conocido). Nosotros éramos adolescentes medrosos pero envalentonados. Recorríamos al atardecer toda la calle Vitoria, de extremo a extremo, para bajar a Burgos, al lugar donde sonaba la música. Buscábamos sus calles más viejas y oscuras. Dejábamos nuestro rastro en las esquinas. Íbamos como rebaños y volvíamos en jauría, marcábamos nuestro paso con aullidos de guerra, excitados como bestias en celo, alcoholizados. A nuestro paso, un rosario de vidrios rotos, menos quebrados que nuestros corazones.
Óscar Esquivias (Burgos, 1972) ha publicado los libros de cuentos La marca de Creta (Premio Setenil, 2008), Pampanitos verdes (Premio Tormenta, 2010) y Andarás perdido por el mundo (2016). También es autor de las novelas El suelo bendito (Premio Ateneo Joven de Sevilla, 2000), Jerjes conquista el mar (Premio Arte Joven de la Comunidad de Madrid, 2009) y la trilogía compuesta por Inquietud en el Paraíso (Premio de la Crítica de Castilla y León, 2005), La ciudad del Gran Rey (2006) y Viene la noche (2007). Junto al fotógrafo Asís G. Ayerbe ha editado La ciudad de plata (2008), En el secreto Alcázar (2008), Secretos xxs (2008) y Calle Vitoria (2015). La editorial Edelvives ha publicado sus novelas para jóvenes Huye de mí, rubio (2002), Mi hermano Étienne (2007) y Étienne el Traidor (2008). Con el ilustrador Miguel Navia ha publicado Chueca (2014), libro dedicado a este barrio madrileño.
Asís G. Ayerbe nació en Valladolid en 1978, aunque pronto se trasladó a Burgos y actualmente reside en Madrid. Su carrera profesional se ha desarrollado en el ámbito de la fotografía, el diseño gráfico, los medios audiovisuales y la edición de libros, revistas y otras frivolidades editoriales. Fundó y dirigió la editorial Los Duelistas. Como fotógrafo ha colaborado con diversos periódicos y revistas, así como con decenas de editoriales y empresas de variada naturaleza. Una selección de su trabajo fotográfico se puede ver aquí.