Había pasado una madrugada dantesca con la presencia del cuarteto perruno y su sangriento desenlace. Había dormido poco y mal, como de costumbre. Había entrado en la desorientación y en la compañera depresión, rasgo atávico de mi personalidad. Había arrojado la pila de libros de la mesilla, incluso el del autor santanderino que estaba leyendo, contra la pared en un ataque de histeria por los ruidos del vecindario. Había declinado la invitación de unos amigos a pasear por un parque solitario trasero a mi casa. Había olvidado quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Había extraviado el móvil con mi agenda de contactos incluido el teléfono de Jacques-Marie McFarlane, mi psicoanalista jamaicano, cuya ayuda necesitaba con urgencia.
¿Qué me quedaba?, me pregunté a mí mismo y al mar, fiel compañero que me saludaba desde allá abajo. Algo, sí, algo me quedaba: una migraña que me taladraba el arcosuperciliar derecho. Fui a mi pequeña farmacia privada, revolví en uno de los cajones buscando entre muchos remedios, unos cuantos ya caducados, y me tomé dos nolotiles a palo seco. Me debieron aliviar un poco, porque recuperé el sueño y con ello la fantasía, una mochila pequeña que llevo incorporada a la piel desde mis tiempos infantiles del precioso triciclo rojo. No sé si me la regaló mi padre o mi madre, los dos al alimón o ninguno de ellos, pero ahí está después de tantos años y tantas experiencias vividas.
Ignoro cuánto tiempo dormí cuando desperté sobresaltado como si el cabo furriel entrara en el barracón berreando ante la perezosa tropa: «¡¡Compañía en pie!! ¡¡El capitán ordena seguir por la tele el debate sobre la prórroga del estado de alarma!!». Confieso que en ese momento pensé que estábamos siendo víctimas de un tsunami o algo parecido, pero al medio minuto recordé que efectivamente mi gobernante se la jugaba (es un decir, pues tenía ya los votos suficientes) en el Congreso.
Vi los tres anteriores más por masoquismo que por otra cosa, con lo cual no había motivo para saltarme el cuarto, que, además, tenía algo de morbo. Dirigentes de todos los grupos se habían encargado de calentar el partido matinal en el palacio de la Carrera de San Jerónimo con declaraciones tremebundas, casi anunciándome que la llegada del Anticristo era no una cuestión de meses ni de semanas, sino de días. Si el decreto oficial no se prorrogaba, aseguraba el conducator, el bicho iba a volver a hacer de las suyas y las ayudas a parados y familias en situación extrema se evaporarían. Él había sentenciado que si decaía el decreto vendría el caos. Vaya, me sonaba a esa expresión política francesa, no sé si de Luis XV o Luis XVI, que se hizo universal: el Estado soy yo, y después de mí el diluvio. Yo o el caos. No le faltaba precisamente modestia a mi gobernante, tal vez influido por los consejos en la sombra del Rasputín vasco. La oposición lo había interpretado como un chantaje y sospechaba que le había cogido gusto a gobernar por decreto y marcar los tiempos a fin de alcanzar la «nueva realidad».
Yo pensaba, en mi ingenua estupidez, que mi gobernante se había excedido en su juicio dramático para así crear, como dicen en la jerga política los norteamericanos, momentum en la ciudadanía, o sea, azuzar el interés en una multitud que desde que se levantó el pie del acelerador con los paseos reglamentados ha relajado las costumbres pensando que ya hemos derrotado al monstruo. No pocos en mi ciudad accidental han sacado los bañadores y los bronceadores dispuestos a zambullirse en las aguas mediterráneas. Contaminadas o no, poco importa. Ahora es el momento de recuperar la libertad, insisten, que nos ha robado el virus asesino durante mes y medio de reclusión casera y la burocracia de franjas, tiempos, edades y distancias sociales, desconfinamientos y desescaladas cogobernadas. Los doctos miembros de la Real Academia trabajan día y noche para incorporar al diccionario nuevas palabras. ¿A quién se le habrá ocurrido desescalada? ¿O desconfinamiento? Yo agradecería muchísimo que me lo dijeran. Es por pura e inocente curiosidad.
Ignoro cuál fue el índice de audiencia del debate. Sinceramente espero que no muy elevado. Eso, de ser así, diría bien de la salud mental de mis semejantes puesto que estar clavado al televisor cuatro o cinco horas tomando notas -¿para quién?, me pregunto- sólo lo puede hacer un profesional de la comunicación por razones obvias de trabajo o desequilibrados como yo, que aún creen que el espectáculo puede resultar entretenido y hasta educativo. Retiro esto último.
Fui al salón todavía sonámbulo. La visión no era la de siempre. De nuevo el pasmo en mi rostro. En el tresillo frente al televisor se encontraban departiendo amigablemente las tres ratas de madrugada. Iban vestidas con unos monos anaranjados como los que llevan los presos en los carcelarios corredores de la muerte norteamericanos. Al oírme entrar se giraron y me saludaron con alegría: «Qué bien, Bosco, ya le estábamos echando de menos. Queremos ver el debate, pero no sabemos encender el aparato», dijo un@ de ell@s, que ya desde la primera noche destacó por sus hechuras de líder. Hablaba en un correcto castellano con leve acento cubano y alguna palabra de argot neoyorquino.
«Escuche, como vamos a ser inquilinos durante unas cuantas semanas, creo que es de educado roedor presentarse. Yo me llamo Freddy, ella es Abigail y el de la esquina Teby», afirmó. Encantado, contesté perplejo. «Ya ha descubierto entonces quién es quién en el trío. Quién es macho y quién es hembra, que usted preguntó la otra noche. El sexo para nosotros es secundario. Formamos un matrimonio sin fisuras, tres amantes sin orientación sexual definida, nada celosos ni posesivos. Y nos funciona de maravilla desde que nos largamos de Cuba para disfrutar de las emociones de la Gran Manzana. Debería aprender, amigo. Le iría bien. Los pequeños cantarines han preferido quedarse en la cocina. Están agotados de tanto canturreo y tanto resistiré. Les hemos instalado unas camitas en el lavadero, junto a la lavadora, si no le causa molestia».
Apenas pude interrumpir el discurso. Sus otr@s compañer@s asentían moviendo su gruesa cabeza. L@s tres tenían las ideas muy claras. Habían ocupado con elegancia discreta mi cocina, mi salón, el sofá e incluso estaban bebiendo leche con pajita en unos vasos de plástico anaranjados (debían de ser de ellos) y lamiendo azúcar que habían encontrado en algún cajón del mobiliario y colocado en dos platillos míos. Todo estaba tan limpio como lo había dejado mi asistenta la mañana anterior. Ni una mancha en el suelo ni en la gran mesa de madera oscura. Me gustaba que fueran limpios y ordenados. Desdecía de esa mala leyenda que persigue a los roedores. «¡Ah, querido, hemos desinfectado todo y nos duchamos a diario en el lavadero. Una buena costumbre aprendida en la sociedad yanqui», me quiso tranquilizar Teby, el otro macho.
Creo que fue ella, Abigail, la hembra, quien con un saltito aterrizó en el parqué y se dirigió a la cocina cuando ya llevábamos más de la mitad de un soporífero y poco educativo debate. Me impresionó que lo siguieran con atención y en silencio. Estarían locos como yo, barrunté. Regresó al poco llevando entre sus diminutas patas delanteras un minúsculo libro cuyo título atisbé a leer: Brief Spanish-English Political Dictionary for Rats. Era una edición del Collins. Ignoraba que la casa editora hubiese elaborado un diccionario político español-inglés para roedores. Ver para creer, pero en la era de la globalización tenía su lógica.
«Ya perdonará», se disculpó Abigail, es decir, la rata hembra. «Hay muchas palabras que no entendemos y a lo mejor ni siquiera están en el diccionario».
«No se preocupe. No es un problema de roedores, sino de humanos», concluí y entonces regresó el dolor de cabeza. No sé si por culpa de lo que escuchaba de los representantes elegidos democráticamente por el pueblo o porque mi cabeza está llena de demonios que me mordisquean las meninges con saña desde los últimos años.