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AcordeónCaminando hacia el país invisible: sufismo y erotismo

Caminando hacia el país invisible: sufismo y erotismo

 

El dominio del mundo de confín a confín,

vale menos que una gota de sangre sobre la tierra

Saadi de Shiraz (Siglo XIII)

 

 

No todos los caminos llevan a Roma, algunos nos conducen a Nueva York, otros  a la Meca, otros a Jerusalén, pero si miramos bien adonde sí nos llevan todos los caminos es a un conocimiento más profundo de nosotros mismos. El camino sufí es uno más entre todos esos caminos que, recorriéndolo sinceramente y con mucha paciencia, nos puede llevar a una forma de ser y de comportarse que excede cualquier dogma religioso. Nuestros miedos no pueden reducirse a un infierno del cual nadie ha visto sus llamas. Nuestro reto más urgente es el de superar el miedo a explorar el abismo que llevamos dentro; un abismo que está lleno de luces y de sombras.

 

Esta es la historia de un camino tortuoso y hermoso que ha recorrido, parcialmente, un caminante en búsqueda de sí mismo, de un yo más auténtico y verdadero. Aunque en el horizonte se percibe una débil claridad todavía queda mucha distancia por cubrir antes de ver las primeras luces del País Invisible, un país que no está solo en nuestra imaginación sino que se encuentra velado en nuestra vida interior. En este primer tramo del viaje que vamos a describir el viajero solo lleva por equipaje algunas experiencias personales y unos cuantos libros.

 

 

Una gota de sangre sobre la tierra

 

Los libros religiosos no convierten a nadie automáticamente en un creyente o un fanático, del mismo modo que los lectores y las lectoras de novela negra no se transforman en criminales o en policías por el mero hecho de leer las aventuras de detectives y delincuentes. 

 

Tanto los libros religiosos como la novela negra lo que te enseñan es a mirar con atención la realidad más inmediata, a detectar lo que hay de fundamental en lo aparentemente banal, a conocer y a cuestionar el alma humana, a discernir entre el bien y el mal y, en última instancia, a descubrir una causa y un efecto que confieran una unidad al misterio de la vida y de la muerte. Si miramos bien, una gota de sangre sobre la tierra puede ayudarnos a descifrar el enigma cuya clave ha estado siempre dentro de nosotros mismos. 

 

Cuando hace más de cinco años empecé a estudiar la lengua árabe y el sufismo más de una persona me comentó que tuviera cuidado, que podía terminar convirtiéndome al islam. Yo solía responder que a pesar de haber leído, desde muy joven, los libros de la mística cristiana y la Biblia a mis más de sesenta años seguía siendo un agnóstico, un buscador, eso sí, pero no un convencido creyente de ninguna religión.

 

 

¿Qué es el sufismo?

 

“¿En qué consiste el sufismo?”

 A lo que Abu Saïd Ibn Abi’l Khair respondió:

“Aquello que te ronda en la cabeza, abandónalo; lo que tienes entre manos, dalo; lo que te ha de suceder, no lo esquives”.

En El sufismo, corazón del Islam, Shaij Khaled Bentounès

 

Existe en Occidente un prejuicio, respecto a las culturas islámicas y a la religión musulmana, según el cual cualquier hombre o mujer que se interesa por aquéllas termina convirtiéndose en un o una islamista radical. En mi caso fue todo lo contrario: me di cuenta de que en el seno de la religión musulmana se encuentra una corriente de paz, de deseo de diálogo con otras religiones y con otras culturas, que frecuentemente se ve frustrado por la incomprensión y el rechazo por parte de la sociedad occidental. El sufismo en general, precisamente, lo que predica es el amor y el respeto hacia los otros, ya sean judíos, cristianos o ateos.

 

No obstante, no se puede generalizar en cuanto a la islamofobia occidental. De hecho, a través de la historia, en Occidente nos encontramos con una corriente paralela de islamofilia desde el mismísimo origen de la religión musulmana en el siglo VII. “El sufismo es heredero de la sabiduría universal […], se puede definir como la tradición interior y espiritual de la tradición islámica, pero existe desde los tiempos adánicos” ( Soufisme. L’héritage commun, Shaij Khaled Bentounès).

 

En uno de los volúmenes más completos sobre el sufismo, El camino del sufí, de Idries Shah, escribe lo siguiente: “En un libro reciente [The Sufis] mencioné entre otras cosas que las ideas Sufís y aun los textos literarios fueron tomados por, o se apoyaron en teorías, organizaciones y enseñanzas de aspectos tan dispares como la Caballería, el místico San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila, Roger Bacon, Geber, el padre de la alquimia occidental, apodado el Sufí, Raimundo Lulio…, así como ideas y procesos psicológicos legítimos que a veces se cree que son descubrimientos recientes”.

 

Cuando se publicó la edición española del libro que menciona Idries Shah, Los Sufís, Robert Graves escribiría en la introducción: “Los sufís forman una antigua masonería espiritual cuyos orígenes nunca han podido ser averiguados ni fechados. Tampoco ellos, por su parte, han demostrado excesivo interés en tales averiguaciones, contentándose con señalar la localización de sus ideas en distintos lugares y épocas. Aunque por lo común se les confunde con una secta musulmana, lo cierto es que los sufís se acomodan a cualquier religión […] consideran al sufismo como la enseñanza secreta contenida en todas las religiones”. Y, más adelante, en el mismo prólogo, Robert Graves insiste en esa apertura que significa el ser o sentirse sufí: “quien está dotado de compresión, ése es un sufí”.

 

Idries Shah partía de una perspectiva de la cultura occidental de los años 60 y 70 del siglo pasado, pero la postura actual en Occidente ha cambiado sustancialmente: se podría decir que desde entonces el sufismo ha penetrado con fuerza en el pensamiento occidental en general, y ya no solo entre eruditos y especialistas de los estudios religiosos y culturales, sino también entre grupos de personas que buscan un cierto sosiego en la esfera de la meditación y de la espiritualidad. Esto no va en detrimento, claro está, de que estas mismas personas sean conscientes de que el yihadismo internacional, y en la actualidad el Estado Islámico en particular, es una amenaza brutal muy real y que, tanto musulmanes como no musulmanes, debemos condenar y combatir.   

 

Aunque a partir del siglo XVIII aparecen traducciones de poetas sufís en Inglaterra, Francia y Alemania, limitándonos al siglo XX, el impacto en el mundo anglosajón del sufismo en general, y de los libros de Idries Shah en particular, llegó a contar con seguidores tan célebres como Robert Graves, el poeta Ted Hughes y Doris Lessing, quien recibió el premio Nobel en 2007. No obstante, Idries Shah ha sido muy criticado por autores como Francisco Miñarro (El neosufismo de Idries Shah), quien desmonta sus pretensiones de ser un heredero del sufismo y denuncia el que haya convertido sus conocimientos en pura mercancía para Occident, especialmente a través la fundación SUFI (Society for Understanding Fundamental Ideas), la cual tendría su propia editorial en España bajo el sello de Barath, luego con el nombre de Editorial SUFI.

 

En España, desde 1933 hasta 1978 se publicó Al-Andalus, revista de las escuelas de Estudios Árabes de Madrid y Granada, una tarea que luego continuó la revista Al-Qantara, que ahora se puede consultar en su versión digital. Del mismo modo, otras revistas como Escorial y Revista de Occidente publicarían de vez en cuando artículos de arabistas.

 

Durante los últimos cuarenta años se ha editado una buena cantidad de libros traducidos de la poesía y el pensamiento sufís. Por ejemplo, Halil Bárcena fundó en 1998 L’Institu d’Estudis Sufís de Barcelona, y en el 2008 publicó en catalán su libro El sufisme. La editorial Hiperión viene publicando desde hace mucho tiempo obras relacionadas con el mundo árabe y con la mística islámica. Más recientemente, en pequeñas editoriales como José J. de Olañeta, Trotta o la ya mencionada Editorial SUFI, entre otras, han difundido traducciones fundamentales de la literatura y el pensamiento sufíes. Ediciones Siruela publicó en el año 2007 un hermoso libro con el título de El sentido de la Unidad. La tradición Sufí en la arquitectura persa. Desde el 2001, el centro sufí Nematollahi de Madrid viene publicando regularmente la revista Sufí. La Editorial Nur, de esta misma orden sufí, divulgó en 2003 un libro esencial en ocho tomos, Simbolismo Sufí, de Javad Nurbakhsh. En el año 2009 se publica Historia del sufismo en al-Andalus. Maestros sufíes de al-Andalus y el Magreb (edición de Aminá González Costa y Gracia López Anguita).  

 

Aunque tratar el tema de las traducciones de la poesía sufí al español, la poesía árabe y persa en general, alargaría demasiado este escrito, son imprescindibles las versiones de Emilio García Gómez (Árabe en endecasílabo, 1940, 1976) y sus biografías y estudios. Justo a finales del año 1972, cuando yo llegué a Nueva York, y sin sospechar que el mundo de la poesía árabe iba a ser fundamental para mí más de cuatro décadas después, me compré la edición de Emilio García Gómez de Todo Ben Quzman (el poeta andalusí de los siglo XI y XII) en tres volúmenes. Debo señalar que en España, además de la ya mencionada Hiperión, editoriales tan poco dadas a imprimir ningún libro que tenga que ver con el mundo islámico, como es Visor, sacaría en 1981 Los Gazales, de Hafiz, con un prólogo de Luis Antonio de Villena. Más recientemente ha editado El diván de la poesía árabe oriental y andalusí (2012), de Mahmud Sobh. La revista Litoral, en su nueva época, dedicó tres tomos a la poesía árabe, el último en 1988 bajo el título de Poesía árabe clásica oriental. Y, por último, para conocer la poesía sufí son fundamentales las traducciones de Clara Janés y la labor de Ediciones del Oriente y del Mediterráneo.

 

También en España existen centros de las diferentes escuelas sufís muy activos: la Naqshbandi, la Mevlevi y la Nematulaji (entre otras), y más recientemente se ha instalado en nuestro país la orden Alawiyya. En la página web de la Orden     Naqshbandi podemos leer la siguiente definición del sufismo de Rafa Millán: “El Sufismo (tasawwuf) es la tradición mística universal. Desarrollada a lo largo de los siglos en el judaísmo, el cristianismo y luego en la matriz cultural islámica. Si bien, para algunos autores hunde sus raíces en el zoroastrismo persa e incluso en doctrinas anteriores y ancestrales. Pero, y aún en ese caso, el sufismo está profundamente arraigado en las tradiciones persas y árabes y ha sido sustancialmente enriquecido por el universo musulmán. Podría decirse que en el sufismo se sintetizan las prácticas espirituales más antiguas y las más modernas” (se puede consultar este artículo en su totalidad aquí).

 

El sufismo es mucho más que una filosofía. Es una forma de ser y de comportarse en la vida cotidiana, porque toda espiritualidad parte de algo muy concreto: un cuerpo pensante, un cuerpo que ama y odia, un cuerpo que desea y tiene sed de otros cuerpos,  igual que todos los hombres y mujeres que no buscan respuestas espirituales o metafísicas para sus necesidades más perentorias, como puede ser la de una vida sexual plena. Entonces, para los sufís, ¿es el deseo y la sensualidad solo un jardín de donde extraer símbolos e imágenes de la Unidad divina sin consecuencias en la vida real?  ¿Qué hay detrás de sus poemas, de sus metáforas, del efebo que escancia el vino espiritual en la taberna del Amado? Más allá de la mirada de Dios, ¿no es la escritura el velo que oculta otra mirada?

 

 

Todo velo revela una mirada

 

Después de haber leído algunos libros de y sobre sufismo, uno de los aspectos que más me ha interesado del pensamiento sufí es que este nos enseña “el arte de bien mirar”. La mirada sufí penetra no solo en la realidad más inmediata, que es imprescindible para nuestra supervivencia, sino también en lo invisible que hay en toda realidad, que para los sufíes es un adelanto y una promesa de ese País Invisible que no está al alcance de todos. Llámesele a este fenómeno espiritualidad o simplemente atención, ver más allá de la realidad visible es una manera de meditar sin hacer demasiado esfuerzo.

 

De hecho, todos estamos diariamente en contacto con el lado invisible de la realidad. Cuando, por ejemplo, miramos una naranja lo único que vemos es una parte de su cáscara rugosa, pero en verdad, gracias a la experiencia personal de toda una vida, nuestro cerebro percibe simultáneamente los gajos que hay dentro de la naranja, su pulpa, su jugo y todo aquello que no nos deja ver la corteza de dicho fruto. Lo mismo podríamos decir de los árboles, de las casas, de los edificios, de las personas: cuando miramos no solo vemos la superficie o envoltura de las cosas sino que estamos percibiendo todo lo que sabemos, o lo que suponemos que sabemos, que hay dentro. Desde que por la mañana nos despertamos, vivimos, pues, tanto en los territorios de lo visible como de lo invisible; de ahí que el escritor italiano Italo Calvino escribiera su novela Las ciudades invisibles.

 

El mundo sufí, por supuesto, va más allá de una simple constatación de que todo velo revela una mirada: según los textos sufís, la percepción de la Verdad oculta en la verdad visible nos eleva a otro nivel de realidades que transforma nuestra vida cotidiana en un rico laberinto de símbolos y señales del País Invisible. Las palabras no solamente son signos que representan las cosas y los conceptos a los que aluden, sino que también son portadoras de mensajes cifrados, esotéricos. En este sentido, el pensamiento sufí se aparta de las limitaciones que pueden significar los textos de la ortodoxia religiosa.

 

Si bien el sufismo está estrechamente ligado a la religión musulmana, su idea básica de la Unidad de todo lo creado por Dios, sin distinguir entre lo transcendental y lo banal, hace que el mundo y la condición humana en general (más allá de cualquier religión) se conviertan en un texto, una escritura que debemos descifrar sin prejuicios ni valoraciones moralistas; hasta los actos más abyectos, propios y ajenos, son una oportunidad para aprender a descubrir la verdadera realidad que nos facilitará el camino hacia el País Invisible, hacia la Verdad última.

 

Con la mirada de los ojos, del corazón y de la conciencia siempre alerta, de lo que se trata es de lograr un despertar de nuestro auténtico yo, por conflictivo y desagradable que nos pueda parecer a veces. En este sentido, la mirada interior y la exterior son procesos paralelos que nos llevan a un mismo destino: al descubrimiento de la Verdad última, invisible e indivisible, luminosa y oscura a la vez y, con frecuencia, imposible de expresar con el lenguaje humano. En la “presentación” de La ciudad ideal, de Abu Nasr al-Farabi, escribe Miguel Cruz Hernández: “Nuestro saber arranca de la percepción, pues sin ésta la mente sería una tabla rasa, y sobre lo percibido se construye el doble armazón, psicológico y lógico, de los conceptos, juicios y raciocinios que estructuran el humano pensar”.  

 

Pero más allá de la mirada y del lenguaje humano, es después de haber leído mucho, de haber escuchado y hablado mucho cuando se puede llegar al Silencio sanador y salvador; un despertar que pocos pueden alcanzar pero al que todos tenemos el derecho de aspirar, seamos religiosos o no.

 

 

La voz del Silencio

 

Pablo d’Ors, en su Biografía del silencio, escribe: “La verdadera vida está detrás de lo que nosotros llamamos vida. No viajar, no leer, no hablar…: todo eso es casi siempre mejor que su contrario para el descubrimiento de la luz y de la paz”. Las afinidades de Pablo d’Ors con el pensamiento y el comportamiento sufís son frecuentes en el libro mencionado, aunque este autor ha llegado a sus propias conclusiones por otros caminos como el cristianismo y el budismo. Un estudio comparativo entre las ideas expresadas en su libro por parte de Pablo d’Ors y el pensamiento sufí sería muy enriquecedor, pero por ahora me voy a limitar a citar una de las reglas de oro de su Biografía del silencio que bien podía haberla escrito un sufí: “Tanto más se piensa, tanto más se debe meditar: esa es la regla. ¿Que por qué? Pues porque cuanto más llenamos la cabeza de palabras, mayor es la necesidad que tenemos de vaciarla para volver a dejarla limpia”.    

 

El mundo contemporáneo se ha caracterizado precisamente por todo lo contrario: el palabreo vacío y superficial ha contaminado gran parte de nuestra vida cotidiana; la fragmentación y el ruidoso relativismo éticos y estéticos han invadido la cultura y las relaciones sociales. Vivimos ebrios del resplandor de la fama, del éxito, del dinero, del consumo, del brillo de las joyas y de las pantallas. La única luz que buscamos es la del cajero automático de algún banco cercano…

 

Pero volviendo al pensamiento sufí, este es atemporal y puede aunar, religar, dar sentido a los pedazos dispersos de nuestra troceada mirada existencial. El sentimiento sufí de Unidad supera cualquier fragmentación de la existencia o del pensamiento. El centro y la periferia no existen para los sufís, todo está estrechamente conectado por una red invisible que une lo pequeño con lo grande, la adversidad con la felicidad, lo artificial con lo natural, el grano de arena con el Universo. “El cuerpo celeste participa de la materia como también la participa el hombre” (Abu Nasr al-Farabí, La ciudad ideal).

 

Esta idea de la Unidad no es una simple creencia, un acto ciego de fe en Dios, sino una realidad que se demuestra con la acción, un aspecto fundamental de la mirada sufí. Aunque con frecuencia se asocia el misticismo con el ascetismo, el retiro del mundanal ruido, de la vida en sociedad, para el sufí estos son solo etapas en el camino hacia la Verdad última, hacia el País Invisible, pero es en la acción donde el sufismo enriquece y hace posible su ascenso dentro de los diferentes niveles que hay que recorrer para llegar a la iluminación definitiva.

 

El derviche o alumno de sufí se caracteriza por ser una especie de peregrino, de vagabundo que recorre los caminos y las poblaciones en búsqueda de sí mismo y de un maestro, el cheik o shaij. Si en algún momento encuentra ese maestro ideal lo primero que le preguntará el maestro al alumno es por sus acciones en la vida cotidiana, no por los libros que ha leído o por los conocimientos espirituales que pueda poseer ya. El alumno a su vez tiene que interpretar no solo lo que dice el maestro sino también sus silencios y su forma de comportarse en la vida. La voz del silencio es a veces más poderosa que las palabras.

 

El maestro no le exigirá al alumno ningún sacrificio especial, sino que le ayudará a que inicie ese largo viaje desde su yo exterior hacia su yo interior, desde la verdad aparente hacia la Verdad verdadera, desde el imperio de lo visible hacia el País Invisible. La principal herramienta que le ofrecerá el maestro al alumno será la de la mirada, la de la observación atenta, sin prejuicios de ningún tipo porque, como escribe Halil Bárcena en el libro más arriba consignado: “no veiem les coses tal com són, sinó tal com som” (no vemos las cosas tal como son, sino tal como somos).

 

 

La mirada sufí y la mirada poética     

 

“La poesía es una mentira en la que se descubre la verdad de la vida”, dije en la presentación que se hizo en El Cairo de dos libros míos traducidos al árabe. Mucho antes de que empezara a estudiar la lengua árabe y la poesía sufí, la mayoría de mis textos poéticos y de mis ensayos literarios estaban ya relacionados con lo que llamaba la mirada poética.

 

Desde mi tesis doctoral, que luego se publicaría bajo el título de Poesía y percepción, pasando por mis libros de ensayos, El poeta y la ciudad. Los poetas hispanos en Nueva York (donde definía lo que era la tradición de la mirada poética urbana) y Memorias de un mirón (Voyeurismo y sociedad), se puede decir que todo mi trabajo está relacionado con dos temas principales: la mirada y el concepto de lugar.

 

Para mí la mirada poética era un “caer en la cuenta” sobre la realidad oculta que hay detrás de toda realidad a través de las imágenes y de las metáforas de la poesía. Del mismo modo que para los sufís el mundo aparente es solo una página en blanco detrás de la cual se descubre la Verdad no escrita, la letra sagrada de la música de Dios, el País Invisible.

 

Aunque todavía estoy muy lejos de comprender mínimamente la compleja trama de la sabiduría sufí, su conocimiento esotérico, sí puedo decir que he tardo más de tres décadas en encontrarle una cierta unidad a toda mi obra en prosa y en verso y, parcialmente, a mi propia vida; esto se lo debo en buena parte a mis lecturas de la poesía y de los textos sufís y sobre sufismo en general. Estoy en el camino, no sé si bien orientado. La intuición es mi única brújula. El corazón humano es un mapa difícil de descifrar. A lo lejos en el horizonte la leve claridad de una ventana parece anunciar un lugar donde reposar.   

 

Gracias a mi profesor de árabe, que forma parte de la orden sufí Alawiya, empecé a leer las obras del shaij (maestro sufí) Khaled Bentounès, nacido en Mostaganem (Mostagán), Argelia, el mismo año que yo, en 1949. El primer libro suyo que leí fue El Sufismo, corazón del Islam. Escrito en francés y publicado en París en 1996 (traducido al español y publicado en el año 2001 por Ediciones Obelisco, Barcelona/Buenos Aires). El hecho de que leyera en francés este libro para mí significaba que, a través de la lengua francesa, volvía a mi infancia y a mi adolescencia, porque precisamente fue en Francia donde viví esos años fundamentales en la formación de una persona. Esto no tendría mayor importancia si no fuera porque a la vez que leía este libro de Khaled Bentounès repasaba esa década de mi vida que iba más o menos desde 1960 hasta 1970, año en el que mi familia y yo volvimos a España.

 

Desaprender lo aprendido es parte de las recomendaciones sufís o, para ponerlo de una forma más poética: “Hay que desaprender lo aprendido para empezar a aprender”. Pero ¿qué es lo que tenía que desaprender? Tenía que ir olvidándome de todos mis rencores, de mis odios y mis fobias, de mis prejuicios y de una actitud crítica ante los demás que me impedía ir al encuentro de mi vida interior; principalmente tenía que perdonar a mi padre, quien en mi mente era el responsable de todos mis males y de mi comportamiento errático en la vida.

 

Khaled Bentounès es un hombre de paz y leer su libro me dio a mí cierta paz personal. El sufismo, corazón del Islam, es una doble biografía: la del propio autor y la del sufismo entendido dentro del marco de la religión musulmana. Además de conocer mejor, a través de esta obra, lo que es la religión musulmana tradicional y moderna, es decir, totalmente integrada en la sociedad occidental actual, sin por eso abandonar sus costumbres y prácticas más ancestrales, lo que aprende uno leyendo el libro de Khaled Bentounès es que solo aceptando nuestro yo, con su complejo entramado de luces y de sombras, podemos iniciar nuestro camino hacia la paz interior.

 

Otro libro esencial de Khaled Bentounès es Terapia del alma (A la luz del sufismo). Se publicó en español en el 2012, un año después de que apareciera en francés, la edición que yo leí. Este libro es mucho más didáctico que el antes comentado y, de nuevo, parte de una total tolerancia ante cualquier forma de ser y de comportarse de hombres y mujeres (estas están completamente integradas y con los mismos derechos dentro de la orden sufí que encabeza Khaled Bentounès). En él ser recoge una frase del califa Ali Ibn Abi Talib, el yerno del Profeta, que es muy significativa del proyecto modernizador de la religión musulmana por parte de Khaled Bentounès: “Educar a los niños para su época y no para la vuestra”.

 

Volviendo al título de este apartado, nos preguntamos ¿qué tienen, pues, en común la mirada sufí y la mirada poética? En ambos casos se podría decir que tanto el sufí como el poeta exploran a través de sus textos y de su experiencia el yo interior y las revelaciones que se encuentran en nuestro entorno exterior, ya sea humano, natural o artificial. No es por casualidad que gran parte de las enseñanzas del sufismo se hayan transmitido de generación en generación en forma de poemas.

 

Para resumir lo que hasta aquí hemos dicho, citaré a otro gran maestro sufí que está a caballo entre el siglo XIX y el XX, Hazrat Inayat Khan (1882-1927): “No tiene fin la lista de las diferentes variedades externas que pueden adoptar las almas espirituales en la vida, pero al mismo tiempo no hay mejor manera de vivir en este mundo y, sin embargo, estar involucrado en la vida interior, que ser uno mismo, tanto interior como exteriormente. Cualquiera que sea la profesión de uno, el trabajo, realizado sincera y honestamente, el cumplir la propia misión enteramente en la vida exterior manteniendo al mismo tiempo la realización interior, debiera reflejar la interna comprensión de la verdad” (La vida interior. Una introducción al sufismo).

 

Precisamente de eso tratan los apartados siguientes, de cómo ser uno mismo sin desatender la vida interior. Parte de esa vida, exterior e interior, es nuestro deseo, nuestra sexualidad. Ya sea que deseemos a Dios o al vecino o la vecina de enfrente, negarlo es suprimir una parte fundamental de nuestra humanidad, tanto en su forma carnal como espiritual.

 

 

Sufismo y erotismo

 

En los textos sobre sufismo se habla muy poco de sexualidad. No obstante, la poesía sufí es muy sensual, aunque la intencionalidad sea espiritual. De hecho, cuando se han traducido algunos poemas místicos donde se habla del “escanciador” en las tabernas de la espiritualidad, de la ebriedad, del vino, se da cierta ambivalencia al traducir del persa el vocablo escanciador/escanciadora. En la edición 101 poemas de Hafez Shirazí, poeta persa del siglo XIV, escribe Clara Janés: “La escanciadora [del vino] cobra en Hafez un colorido muy singular. Dado que en la lengua persa no existen los géneros, la palabra que se ha traducido por ‘escanciadora’, sagi, puede referirse a un ser femenino o masculino, ambigüedad que, evidentemente, en español no se puede conservar”. Por lo tanto, el último poema incluido en esta antología de Hafez, ‘Canto de la escanciadora’, bien podía ser un canto del escanciador. Puntualiza Clara Janés: “La figura de la escanciadora ofrece distintos aspectos: por una parte es equivalente al hijo del mago (vendedor de vino), que está al servicio de los enamorados, por otra, se identifica con el amador, que, por lo mismo, hace también de escanciador, o gracias a ser escanciador llega al grado de ser amado, y, finalmente, cobra un significado sólo místico, es decir, el del amado eterno”.  

 

Pero más allá de la posible ambigüedad poética que se da en los poemas persas entre el joven escanciador o la joven escanciadora, por simbólicos que puedan ser desde el punto de vista sufí, está claro que en una religión en la que está prohibida la representación con rostro humano, tanto del Profeta como de Dios, gran parte de la ebriedad espiritual está ligada a la figura de jóvenes efebos que, una vez que se analiza la tradición islámica (tanto en la poesía escrita en persa como en árabe), constatamos que no era todo tan simbólico como aparentaba ser y que, de hecho, los adolescentes imberbes y los jóvenes eran usados como objetos sexuales entre los hombre maduros.

 

Volviendo al estricto ámbito de lo religioso, veremos cómo la figura del joven efebo, de una hermosura extrema, no solo la encontramos ya en relatos poéticos de orden místico, sino que es casi una norma en las descripciones mismas de las visiones de los miembros más destacados del islam.

 

Terry Graham, en El rumor de las alas del Ángel Gabriel. El simbolismo angélico en los relatos visionarios de Sohrawardi, recoge el aserto siguiente de Henry Corbin: “El ángel debió aparecerse más frecuentemente al Profeta del Islam bajo el aspecto de un joven adolescente árabe, Dahya l-Kalbi, sin que los compañeros del profeta percibiesen dicha aparición”. Y más adelante, siguiendo fuentes no occidentales, dice que “Ruzbahan nos proporciona varias descripciones visionarias de Gabriel, algunas veces como ‘el más bello de los ángeles con el cabello como el de una mujer’ […] También, Gabriel se aparece a Ruzbahan como un turco, como una rosa, como una paloma, como un novio, como ‘la luna entre las estrellas’, con ‘dos trenzas largas como las de una mujer’, ‘vestido con ropas rojas con adorno de seda verde, llorando por mi causa y deseándome’, como un joven aguador […] en un grupo de ángeles, como una novia o una gacela, entre las que ninguno de ellos era más bello que Gabriel, como un muchacho ‘cantando y tocando instrumentos musicales’”.

 

El Profeta en sí parece haber sido mucho más tolerante respecto a cierto tipo de admiración por los jóvenes hermosos que por parte de sus compañeros y de la sociedad islámica en general: “se supone que al Profeta le divertía en particular la agudeza de un invertido llamado Hayth. También se ha informado que permitió a invertidos estar en la misma habitación que sus mujeres cuando estas se habían quitado el velo”. Por otro lado, escribe Jim Wafer en este mismo ensayo, que en el Corán “el Paraíso no solo está poblado con sirvientas (houri) sino también con jóvenes inmortales que sirven como escanciadores a los fieles”.

 

El mismo Profeta no era indiferente ante el atractivo de los jóvenes efebos, hasta el punto que previene de que se les mire porque lo más posible es que los que caigan en esa tentación, de una sola mirada, terminarán deseando a esos hermosos jóvenes. Ibn al-Farid asume que el Profeta llegó a decir: “Oh Mu’adh, verdaderamente te amo”, aunque, claro está, el mismo Ibn al-Farid considera que este es un paradigma de un casto amor entre dos hombres (Jim Wafer, ‘Muhammad and Male Homosexuality’, en Islamic Homosexualities, Stephen O. Murray y Will Roscoe).

 

En el libro mencionado, el propio Jim Wafer, nos ofrece un ensayo más penetrante y documentado sobre la presencia del amor entre hombres (real y simbólico) en el ámbito del sufismo: ‘Vision and Passion. The Symbolism o Male Love in Islamic Mystical Literature’. Según este autor, son frecuentes en el imaginario de la mística islámica las relaciones románticas entre hombres y divide estas imágenes en dos tipos o clases que él llama: “el complejo visionario” y “el complejo apasionado o de la pasión”.  

 

Para los sufís el simbolismo del amor es fundamental. Tan es así que en sus prácticas espirituales ellos mismos se autodenominan como “los amantes”. En algunos de los comentarios recogidos por el círculo más cercano de los compañeros del Profeta éste vio a Dios en la forma de un bello joven imberbe. Tanto Jim Wafer como otros eruditos han relacionado esta primera visión del Profeta con el culto a la contemplación mística del efebo, al cual los sufís también se refieren como “el testigo”. A muchos sufís se les ha considerado como herejes por sugerir que Dios podía encarnarse en la belleza de un joven efebo o “testigo”. De aquí que algunos sufís fueran un tanto indulgentes respecto a aquellos que no solo miraban a los jóvenes hermosos, sino también que los tocaran y que realizaran “el acto”.

 

En la poesía sufí predomina la ambigüedad al referirse al amante: puede ser un joven o una joven. Más allá de las connotaciones eróticas que pueda tener en la vida real lo que aparentemente es solo una simbología espiritual, lo cierto es que abundan en la poesía sufí las descripciones de la belleza de los jóvenes efebos. Esta tradición de adoración al cuerpo joven se puede trazar desde sus orígenes grecorromanos hasta nuestros días sin que por eso podamos concluir que siempre ha tenido unas connotaciones sexuales. De hecho, en pleno siglo XX hay poetas nada sospechosos de ser homosexuales, ni de escribir poesía mística, como es el caso del poeta norteamericano Wallace Stevens, para quien la figura del efebo representa simplemente la sed de belleza y espiritualidad que cualquier ser humano puede tener frente a un mundo cada día más áspero y materialista.

 

 

Ibn Arabí y Rumi

 

Varios de los grandes poetas de la mística islámica tuvieron en su juventud una relación intensa, carnal o platónica, con alguna mujer o con algún amigo. El libro de poemas más influyente de los sufíes de al-Andalus, Ibn Arabí, Intérprete de amores (Tarjuman al-Ashwaq), es el producto de su enamoramiento de una joven; así la describe el mismo poeta en sus Revelaciones de la Meca (Futuhat al-Makkiyya): “Se llamaba Nizam (Armonía) y tenía por sobrenombres ‘Ainu l-Shams’ (Pupila del sol) y ‘Baha’ (Espledor) […] soberana y sin tacha, de encantadora apariencia, de una elegancia iraquí […] Y si no fuera por los espíritus débiles, dados a la sospecha y al mal pensar, yo hubiera detallado la belleza que Dios excelso había otorgado a su figura […] Así, todo nombre que yo menciono en este opúsculo a ella alude, y con toda morada por la que lloro a la suya me refiero. Pero a la vez en nada de cuanto he compuesto en este librito dejo de aludir a divinas inspiraciones, revelaciones espirituales y relaciones sublimes…”.

 

La culminación de la poesía sufí la representa el poeta del siglo XIII, quien escribió en persa, conocido simplemente como Rumi (Yalal al-Din Rumi). Si bien Rumi parece haber sido bastante crítico con cualquier práctica sexual entre dos hombres, su vida y su poesía muestran una cierta tendencia a aceptar por los menos una relación platónica entre dos personas del mismo género.

 

Jim Wafer (en el artículo que hemos citado en el apartado anterior) dice que su “vida emocional estuvo centrada en sus relaciones con otros hombres”. Las relaciones íntimas entre Rumi y otro místico como Shams provocaron la ira de la familia de Rumi y de sus alumnos. Al parecer Shams fue asesinado con la complicidad del propio hijo de Rumi, Ala al-Din. Como consecuencia de esta trágica pérdida, Rumi empezaría a escribir poesía en la que Shams aparece como un representante de la Belleza Divina. A esta relación amorosa, ya sea real o platónica, le seguiría la de un orfebre conocido como Salah al-Din Zarkub, y la de su alumno y sucesor en la orden fundada por Rumi, la de los Mevlevis (los famosos derviches danzantes), Husam al-Din Chalabi.    

 

Alberto Manzano, en su edición de los Poemas sufíes, de Rumi (Hiperión, 1988), nos ofrece otra versión de esta importante relación entre los dos amigos (Rumi y Shams): “Se cuenta que cuando Shams al-Din y Rumi se encontraron, éste quedó transformado como el cobre impuro que entra en contacto con la piedra filosofal, en el mágico proceso de la alquimia. Aquél, un andrajoso y suelto derviche errante, nativo de Tabriz y de origen artesano, es identificado felizmente por Rumi como la imagen perfecta del Divino Amado, y el gozoso amor que infunde y atrae hacia él, el símbolo único de la anhelante e intensa unión mística con Dios. La intrigante aventura ‘amorosa’ que, durante más de dos años, ambos viven en retiro, totalmente ausente del mundo exterior, desencadena en Rumi un incontrolable torrente de poesía, que fluye desde él, fresco y atrevido, como la copiosa nevada da origen a una nueva fuente. Shams al-Din es revelado en los brillantes textos de Rumi, como el resplandeciente  Sol que eclipsa al sol y a la luna, en cuya luz todos los átomos bailan, cuya estela todas la nubes persiguen. Él es la generosa Primavera que hace brotar los frutos, él es el Rey piadoso que encadena y asesina a sus esclavos […] Sin embargo, las exclusivas atenciones que Rumi muestra hacia tan excéntrico extranjero, avivan el fuego de los celos en sus abandonados discípulos, que ahora amenazan e intrigan alrededor de Shams al-Din, hasta que huye a Damasco […] Rumi envió a su hijo en busca de Shams al-Din; pero las lenguas de sus calumniadores pronto volvieron a dispararse como chasqueantes látigos en el aire y, tras una nueva huida y regreso, quizá en 1247, el extranjero desapareció sin dejar rastro. No del todo cierto, pues serpenteantes rumores nos llevan a sostener la ligera sospecha de que Shams al-Din fuera asesinado, no sin el conocimiento de los hijos de Rumi”.

 

 

Rompamos el techo del cielo

 

En mi experiencia personal no concibo la posibilidad de ningún tipo de espiritualidad sin que no se tenga en cuenta el erotismo. En mí el deseo puramente carnal deriva con frecuencia en una fraternidad espiritual con la persona amada; el amado se convierte en el amigo. Algo semejante ocurre en el ámbito de la poesía mística sufí, que el amante o la amante se convierten en el Amado, que es como llaman a Dios los sufís más destacados. Esa transfiguración a la Divino de lo puramente físico y carnal todavía no se ha dado en mi caso.

 

Hasta hace muy poco me avergonzaba de esta doble sentimentalidad, la física y la espiritual: descartaba cualquier posibilidad espiritual y me centraba en el sexo puro y duro. Con el tiempo, y gracias a mis lecturas sufís, he descubierto que entre los muchos caminos que la espiritualidad nos ofrece uno de ellos puede pasar por el erotismo; no como una finalidad última, sino como una etapa que nos lleva potencialmente a la pura espiritualidad inmaterial, al País Invisible.

 

A partir de la segunda mitad del siglo XX ya no era necesario justificar ningún tipo de deseo carnal con inspiraciones espirituales, sino que en muchos casos era precisamente la sexualidad no reprimida la que podía llevar a un hombre o a una mujer a conectarse espiritualmente con otra esfera menos visible de la realidad.

 

Juan Goytisolo, en su libro sobre Genet en el Raval, me convenció de que era siendo auténtico, diciendo la verdad de mis sentimientos y emociones, esa mezcla de erotismo y espiritualidad de la que yo era inconsciente, como no sólo me hermanaba con el grupo sufí que más me fascina, los malamatiyas, sino también con un escritor francés que admiraba mucho, tanto por su vida como por su obra, Jean Genet.

 

Esto es lo que escribió Goytisolo respecto a Genet y sus afinidades con el mundo sufí: “El desdén y rechazo de la simpatía o admiración ajenas, la indiferencia a la opinión del ‘solitario en la multitud’, como definía Ibn Arabi al malamatí, nos da una de las claves primordiales de la vida de Genet durante sus últimas décadas. Los adeptos a la malamía –término derivado de malama o censura– evitaban cualquier manifestación de piedad y exhibían al contrario una conducta reprensible a ojos del prójimo, a fin de disimular al mundo su estado místico y su piedad recóndita […] Ibn Arabí situaba a los malamatís en la esfera más alta de la santidad […] Las convergencias del bardo del robo, traición y homosexualidad con los sufís adictos a la malama son misteriosas pero innegables [… respecto a] la fe y misticismo de los malamatís, hallamos entre uno y otros demasiados puntos de contacto como para que podamos ignorarlos. [… a Genet] pudimos descubrirle, cuando se descuidaba y bajaba la guardia, algunos momentos  exquisitos de santidad: santo por distracción, como varios malamatís célebres, cuando soportaba heroicamente el cansancio y el dolor físico al servicio de los débiles y perseguidos”.

 

Y se preguntaba Juan Goytisolo: “¿Se convertirá Genet con los años en uno de esos santos populares a quienes los romeros, tras anudar las cintas de sus exvotos en los árboles cercanos a su tumba, colman de humildes presentes y solicitan favores? El hecho no tendría nada de extraordinario si la imantación de la imagen definitiva creada por su muerte se concreta y mantiene. Si uno de los santos de la región de Marraquech fue un soldado francés de la tropa de Lyautey que, enamorado del carbonero de un pueblo, permaneció con él hasta la muerte tras abrazar el islam y su sepulcro recibe actualmente la visita de algunas mujeres, a las que concede la fertilidad, ¿no brinda acaso la figura del ex poeta maldito méritos y virtudes, no por recortados y ocultos menos atractivos y concluyentes? La fascinación ejercida por ese solitario del mundo ha escapado a sus manos y puede adoptar formas imprevistas en el campo de la leyenda. ¿Quién sabe si su deseo de alcanzar el dominio de lo ‘fabuloso, en grande o pequeña escala’, no se cumple ya?: ‘Llegar a ser un héroe epónimo, proyectado en el mundo, esto es, ejemplar y, por consiguiente, único, porque procede de la evidencia y no del poder’”. 

 

En La Mancha existe una vieja tradición que está en vías de extinción: los almuerzos en los cuales solo participan los hombres. En estos almuerzos la costumbre es que el vino,  en una botella con una caña que hace vez de pitorro, se pase de un hombre a otro de manera circular. Yo asistí a muchos de estos almuerzos y en más de uno acabé completamente borracho. No había nada de espiritual en esa ebriedad colectiva, lo que nunca pude sospechar es que este acto, el de pasar la botella con vino de un comensal a otro, lo que se conoce como una ronda, fuera algo semejante a una práctica sufí, real o simbólica.

 

Clara Janés escribe lo siguiente al respecto: “Es interesante la relación de los místicos sufíes con el vino: tiene un matiz especial, en cuanto al modo de beberlo; con frecuencia se hace de forma colectiva. Se trata de una ronda, un círculo, y la copa gira y es ya como una danza, un adelantarse al sama. Así, en el primer poema de Hafez, toda una invitación, leemos: ¡Oh, escanciadora, haz que la copa siga la rueda y llegue a mis manos!.

 

El sama, según Javad Nurbakhsh  (que literalmente significa audición, escuchar), “es un estado espiritual que surge en el sufí a la hora de escuchar un bello canto o una armoniosa melodía. En este estado es posible que nazcan de él ciertos movimientos involuntarios que pueden ser interpretados por los presentes como una danza”.

 

Pero volviendo al asunto de los escanciadores y las escanciadoras del vino, Reynold A. Nicholson publicaría en 1914 un libro sencillo aunque revelador, Los místicos del Islam. En este libro se podía leer lo siguiente: “En algunos casos, quizá, la ambigüedad está al servicio de un objetivo artístico, como en las odas de Hafiz, pero, incluso cuando el poeta no mantiene deliberadamente a sus lectores suspendidos entre la tierra y el cielo, es muy fácil confundir un himno místico con una canción báquica o una serenata […] Este simbolismo erótico y báquico [el del vino entre otros] no es, por supuesto, particular de la poesía mística del Islam, pero en ninguna otra parte se despliega de forma tan opulenta y con tal perfección. A menudo ha sido malinterpretado por los críticos europeos, uno de los cuales todavía hoy en día pude describir los éxtasis de los sufíes diciendo que están ‘inspirados en parte por el vino y fuertemente teñidos de sensualidad’. Por lo que respecta al conjunto de los sufíes, esta acusación es completamente falsa”. Y más adelante cita unos versos de Rumi que dicen: “Dios es el Copero (Sagi) y el Vino: / Él sabe qué clase de amor es el mío”.

 

Sin duda para los sufís la Taberna, el Copero o Copera y el Vino son símbolos que los acercan a Dios, pero para la mayoría de los mortales la taberna es un lugar donde relajarse con sus amigos y quizás ligar con alguien, el copero puede ser un joven hermoso, la copera también, y el vino es una deliciosa bebida embriagadora. Habría que preguntarse por qué los sufís escogieron los símbolos del vino y sus escanciadores o escanciadoras para poder viajar con la imaginación al País Invisible: ¿Era una tradición pagana que se transformó en el ámbito de las religiones monoteístas? ¿Algunos de estos sufís llegaron a gozar en la vida real lo que después convertirían en una realidad simbólica? En verdad no importa demasiado, en el siglo XXI podemos disfrutar de sus escritos en ambos niveles: el real y el simbólico.

 

Durante mi juventud y madurez primera, en Nueva York y en otros lugares del mundo, estuve en muchas tabernas y en muchos bares, amé a muchos camareros y tuve muchas amigas camareras, algunas eran prostitutas, otras simplemente se ganaban la vida en estas labores tan dignas como cualquier otro trabajo. Si Dios existe también ellos y ellas estaban hechos “a su imagen y semejanza”. Algunos de estos camareros y camareras ya estarán en el País Invisible, esperándome para seguir la juerga conmigo, un país donde no hay paraíso ni infierno sino almas que habían sido desterradas y que después volvieron a su lugar de origen. Por ahora me limito a seguir buscando en la tierra una iluminadora gota de sangre que me indique la senda que debo seguir. A mis sesenta y cinco años, estoy en el lugar y en el momento en el que el camino se bifurca, ojalá sepa escoger el que me lleve al País Invisible. En esta estación tardía de mi edad, solo escucho la voz de Hafez que me dice: “Ven, y esparzamos las flores y echemos vino en la copa, propongamos un mapa nuevo, rompamos el techo del cielo”.

 

 

 

 

Apéndice

 

 ‘El gorro de la invisibilidad’ (en El camino del sufi, de Idries Shah)

 

En el País Invisible para nosotros, pero que en verdad es más verdadero que el real, vivía un niño cuyo nombre era Kasjan. Su hermano mayor, Jankas, era muy trabajador e inteligente. Pero Kasjan no era ni trabajador ni perezoso. No era ni inteligente ni tonto, pero acostumbraba aplicarse a cualquier problema del mejor modo posible.

 

Los dos hermanos, ninguno de los cuales parecía estar progresando mucho en el País Invisible, decidieron salir juntos a buscar fortuna. Una tarde salieron caminando de su hogar y no pasó mucho tiempo antes de que la oscuridad los separara. Respecto de Jankas no tendremos noticias por ahora. Kasjan se encontró de repente en medio de una riña. Había tres hombres que aparentemente discutían sobre tres cosas que estaban tiradas en el suelo. Le explicaron cuál era el problema. Su padre había muerto y les había dejado un sombrero cónico, que era el Kulah de la Invisibilidad, una alfombra voladora, y una vara que hacía que la alfombra volara al golpearla con ella. Cada hermano quería todos los objetos o, por lo menos, ser el primero en escoger. Aducían que el hijo mayor, el del medio y el menor, y así todos reclamaban la prioridad.

 

“Ninguno los merece”, pensó Kasjan, pero ofreció actuar como juez. Les dijo a los tres que se alejaran cuarenta pasos y que entonces se dieran la vuelta. Antes de que pudieran terminar de cumplir con sus instrucciones, se puso el Kulah sobre la cabeza, montó en la alfombra y la azotó con la vara.“Alfombra”, ordenó, “llévame adonde se encuentra mi hermano Jankas”.

 

Poco tiempo antes, su hermano Jankas había sido raptado por un poderoso pájaro Anqa, que lo había depositado sobre el minarete de una mezquita en Jorasán. Sin embargo, como Kasjan estaba pensando en ese momento que Jankas cuando menos se habría convertido en príncipe, la alfombra oyó este pensamiento y, volando a una enorme velocidad, descendió suavemente sobre las almenas del palacio del rey de la ciudad de Balkh, en Jorasán.

 

El rey, que lo había visto descender, salió inmediatamente diciendo: “Quizá sea éste el joven del que se predice que ayudará a mi hija y que, sin embargo, no la deseará”.

 

Kasjan saludó al rey y le dijo que buscaba a su hermano Jankas. “Antes”, dijo el rey, “quiero que me ayudes con tu especial equipo y tu mente astuta”. Sucedía que la princesa solía desaparecer todas las noches y regresaba a la mañana, sin que nadie supiera cómo. Este hecho se había vaticinado y así había sucedido. Kasjan aceptó ayudar a la princesa y sugirió vigilar junto a su lecho.

 

Esa noche, con los ojos entrecerrados, vio que la princesa lo miraba para comprobar si estaba dormido. Entonces tomó una aguja y se la clavó en el pie, pero Kasjan no se movió, porque esperaba que sucediera algo parecido. “Estoy lista”, dijo la princesa y entonces apareció un terrible espíritu que la puso sobre sus hombros y juntos volaron a través del techo, sin dejar ninguna marca.

 

Frotándose los ojos, Kasjan inmediatamente se puso el Kulah de la Invisibilidad, se sentó sobre alfombra mágica y pegándole con la vara, gritó: “Llévame adonde se haya ido la princesa”.

 

Se produjo una tromba y un gran rugido, y Kasjan se encontró en el País Invisible que está más allá del País Invisible. Ahí estaba la princesa acompañada del espíritu. Caminaba a través de bosques de árboles de piedras preciosas y Kasjan cortó un pedazo del árbol de jade que tenía frutas de diamantes. Después caminaron por un jardín de plantas desconocidas, de increíble belleza. Kasjan puso unas cuantas semillas en sus bolsillos. Finalmente se detuvieron junto a un lago cuyos juncos eran espadas resplandecientes. “Estas son las espadas que pueden matar a espíritus como yo”, le dijo el espíritu a la princesa; “pero, según se ha predicho, sólo lo puede hacer un hombre llamado Kasjan”.

 

En cuanto oyó estas palabras, Kasjan se adelantó, tomó una de las espadas del lago y le cortó al espíritu la horrible cabeza. Sujetó a la princesa y la arrastró hasta la alfombra. Poco después viajaban rápidamente rumbo al palacio del rey de Balkh, en Jorasán.

 

Kasjan llevó a la princesa ante el rey despertándolo sin miramientos. “Majestad”, dijo, “aquí está tu hija a quien he liberado de las garras de un demonio”. Y relató todo lo que había pasado, mostrando las joyas y las semillas como prueba. La princesa, libre al fin, ofreció casarse con Kasjan. Pero Kasjan pidió que lo dejara salir un momento y voló en su alfombra mágica para encontrar a su hermano Jankas.

 

Jankas estaba durmiendo en un albergue de caravanas, pues sólo había podido obtener trabajo como maestro en un seminario, y la paga era muy baja. Cuando regresaron a la corte, la princesa inmediatamente se enamoró de las facciones varoniles de Jankas, y decidió que quería casarse con él y no con Kasjan.

 

“Eso es exactamente lo que yo iba a sugerir”, dijeron al mismo tiempo Kasjan y el rey.

 

Vivieron felices de ahí en adelante, pues el reino pasó a manos de Jankas y su esposa, mientras que el rey de Balkh y Kasjan se trasladaron juntos, en la alfombra mágica, hasta el País Invisible que está más allá del País Invisible, que desde entonces se convirtió en su reino compartido. 

 

 

 

Dionisio Cañas es poeta y catedrático de CUNY (The City University of New York). En fronterad ha publicado, entre otros artículos, Los límites de libertad. (La religión debería ser como la masturbación, un asunto privado)Crónica de un viaje espiritual a Irán (Nueva York-Mashad-Jerusalén) y En las afueras del arte. Outsider art.

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