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Caminar sobre las nieves (I)

 

Hace dos años pisé la nieve por primera vez con botas reglamentarias con la misma dimensión histórica con la que Armstrong pisó la Luna. Fue en la estación de San Isidro y me llevó allí un grupo experto, que después de calzarme y subirme a los esquís me aparcó en una especie de guardería a la que llamaban pista verde. Mi estampa allí, rodeado de niños, era quijotesca y me daba ese punto Ignatius tan frecuente cuando salgo de casa. Tenía una instrucción muy simple: torcer los pies hacia dentro como Lina Morgan haciendo lo que se llama, en el argot, la casita, que es el triángulo que queda dibujado con los esquís. Bajé así por primera vez, agarrotado y tieso, con los esquís tan hacia dentro que se subían el uno al otro. Los críos lo hacían maravillosamente, zas, zas, con armomía y velocidad; yo lo hacía muy de pie, casi de puntillas, agarrando los palos como si fuesen muletas. Llevaba conmigo una mochila con los bocadillos, un casco y un pantalón de hip-hopero. Parecía un borderline. Me debí de caer una docena de veces, y en una de ellas me saqué las botas del demonio, que me estaban erosionando la tibia, y me fui para el coche cagándome en el frío, en la nieve, en las montañas y en la puta de Heidi.

 

Volví ya sin lágrimas, porque cinco horas dentro de un coche viajando pueden ser difíciles, pero aparcado es para hacérselo mirar. Y curiosamente, con la casita bien interiorizada, bajé sin caerme la primera vez. Y la segunda. Y a la quinta supe que había llegado el momento de quemar etapas. Entonces cometí un error de principiante: pensé que las pistas estaban ordenadas en niveles de manera geográfica: que después de una suave, vendría otra un poco menos suave. Miré hacia arriba y vi una rampa que debía de llevar al infierno, pero no había otro camino. O avanzaba hacia ella, o me iba al aparcamiento, que era lo que tenía detrás. Así que hice cola y me subí a la percha sin incidentes, algo que sobrecogió mucho a mis amigos cuando se lo conté. Al llegar a la cima miré para abajo y vi el punto en el que se había convertido mi vida anterior. Supuse que si aquello era lo siguiente que había que bajar después de la pista verde, la pista negra debía de ser tirarse desde un helicóptero a un barranco con los esquís puestos. Y aunque yo confiaba en mi casita, cuando me asomé al precipicio se me empezó a llenar el estómago de gases y me aparté un poco haciendo que leía un mensaje en el móvil. El pollo que podía montarse allí si empezaba literalmente a cagar podía ser considerable, y la cosa no pasó de un miserable petardeo.

 

No podía bajar en telesilla, porque como bien saben los grandes palilleros, en aquella estación no dejan bajar en otra cosa que no sean tus esquís. Asi que empecé a hacer mi casita en el llano y avancé unos metros, tres o cuatro, como impelido por la divinidad. Me dejé caer de culo ya al principio de la bajada. Del acojone severo que tenía me quité los esquís como pude y quise subir aquellos pocos metros. Imposible: a pesar de ser cinco zancadas, resbalaba y me caía. Estaba ya en capilla, y cualquier camino que emprendiera sólo podía llevarme para abajo. Aquella pista era la metáfora exacta de mi vida. Lo que hice fue ponerme en pie, meter los esquís para dentro en una postura propia de un retrasado y dejarme llevar; supuse que bajaría con el freno de mano puesto, y jamás en mi vida hubo equivocación más grave.

 

En cuanto cogí velocidad me desequilibré, alcé los brazos violentamente y levanté un esquí, que sólo volví a posar para dejarlo paralelo al otro. Era la señal que media estación estaba esperando. Alcancé tal velocidad de crucero que casi se me saltan los ojos. Fui repasando uno a uno a los que iban delante, que estuvieron flipándolo y alguno hasta se paró llevándose las manos a la cabeza porque me habían visto una hora antes bajando a rolos la pista de los niños. Tenía el corazón a tantas pulsaciones que cerré los ojos y puse la mente en blanco: aquella hostia iba a ser infinita, y de tanto que la estaba viendo venir temí morir antes de un infarto, como los que se precipitan ventana abajo. Fui dejando una estela de terror durante doscientos metros, y cuando empecé a transparentar de lo blanco que iba saltó un esquí por los aires, luego el otro, finalmente la mochila y empecé a rodar con los brazos en alto en posición de aleluya, trasteado en una carrera imparable. Acabé de bruces rodeado de esquiadores experimentados que me preguntaban unos si estaba bien y otros si estaba loco, y al rato aparecieron allí dos amigos angustiados porque habían visto la mochila sola tirada en la nieve mientras bajaban, como esos montañeros desgraciados que contabilizan la ropa suelta como cadáveres.

 

Más tarde, ya delante de un colacao caliente y una toalla encima de los hombros, como un boxeador sonado, alguna gente me señalaba o hablaba de mí como si fuese el espectáculo de la estación, y los sentía cuchicheando a mis espaldas. No les quedaba nada por ver a los hijos de puta.

 

Continuará

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