Contemplaba las montañas nevadas en su enormidad mientras comía un bocadillo de panceta, y unos extranjeros me hablaron de una pista verde más al otro lado de las cumbres. Aquella que yo había bajado, me dijeron en el dialecto de la nieve, era una «pista roja». Lo que hice fue levantarme sin apenas dolor, coger los ropajes y dirigirme con cierta pesadez veterana, como de yeti informado, hacia aquel maná verde que me esperaba en la otra punta. Para ello había que coger una percha, bajar unas pistas azules y subirse a un telesilla, que es como decirle a alguien que para aprender a andar antes hay que ganar el campeonato mundial de triatlón.
Llegué al pie de telesilla con el cuerpo macerado por otra pequeña serie catastrófica de caídas, pero contento, porque ninguna hostia que hubiese ese fin de semana en ninguna estación de nieve de España podría ser mayor que la mía en la pista roja, y como no me había pasado nada, en cierto modo yo había sido la salvación del personal, una especie de Jesucristo redentor que libra los pecados del mundo. Pero el telesilla me inspiraba un terror tan grande que, en la cola, para mantenerme en pie sobre los esquís, mis amigos me tenían sujeto como una marioneta. Aquello iba a ser como subirse a las cadenas de las fiestas de Sanxenxo en marcha y sin gitano que te levantase. O sea, el terror. Lo que hizo mi bendita mujer fue tranquilizarme diciéndome que ella se pondría a mi lado a esperar el telesilla, y que cuando éste se acercase, yo lo que tenía que hacer era saltar sobre él.
En mala hora se ofreció a nada. Lo que hice fue ponerme supernervioso, como cualquiera que lleva dos horas sin pies, y vi llegar el telesilla como quien ve llegar un ferrocarril. Salté fuera de tiempo: toqué con el culo algo de asiento, pero me caí y en mi caída tropecé con mi chica, a la que desequilibré, y cuando aún parecía que ella podía subirse yo me precipité hacia la gravilla y la agarré por los pantalones tirándola conmigo en un gesto bastante miserable que dijo mucho de mi respuesta en situaciones límite. Del circo que se montó el controlador del telesilla pensó que le estábamos tomando el pelo. Mandó parar la máquina y la cabecera de la cola se deshizo para atendernos, pues a mi pareja le sangraban las palmas de las manos y amaneció al día siguiente cubierta de moratones. Yo me senté con posición indiferente, y pedía perdón a todo al que se acercaba a mí, sobre todo a ella, porque yo vi que en ese momento, no antes, empezó a despegar su corazón del mío, como cuando el héroe de la película empieza a descubrir, al mismo tiempo que el espectador, que el malo está más cerca de lo que piensa.
“Ahora vas a subir tú solo”, me dijo allí el chico de la estación. Y me subió, efectivamente, al telesilla, que estaba parado unos metros más adelante. Y detrás se subió mi mujer; y aún más atrás el mundo entero. Se puso de nuevo la máquina a andar, la cosa fue cogiendo altura y yo eché rápidamente los brazos atrás, agarrándome al asiento. Me sudaban las manos y las piernas, y empecé a lloriquear gritando el nombre de ella, que venía detrás y no escuchaba. Estaba entrando en pánico, pero no mucho, porque yo había visto niños de once años ahí subidos, así que un poco alucinado sí que andaba. También tranquilo: de joderme yo, nos joderíamos todos, y eso siempre genera paz interior. No había nada entre el abismo y yo. Hasta que escuché la voz de ella a grito pelado, que me recorrió la espina dorsal un terror de ultratumba porque me decía en mitad del trayecto, al borde de la desesperación, que bajase la barra de seguridad: que la llevaba arriba, que si estaba loco, que si me quería morir, que si quería acabar con ella. Y si ahí no me precipité telesilla abajo de la impresión fue ya porque dios no quiso.