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Camino de abstracción

 

Autobiografía sin vida enlaza milagrosamente tres peripecias: la individual, la generacional y la occidental. Para ello, Félix de Azúa cabalga al trote por la Historia localizando los momentos decisivos de nuestra tradición artística que mejor se identifican con su propia memoria. Ahora bien, ¿qué es la memoria de un hombre? Según Azúa, imaginación, signos, imágenes. ¿Cuál es la memoria de una generación? Una sucesión de hitos simbólicos y cruces que arrastrar. Finalmente, ¿qué define a Occidente? Llegados a este punto, ya no podemos seguir disimulando: es imposible definir Occidente. Y lo mismo ocurre con la vida de un hombre o de un grupo de seres coetáneos. La verdad palpitante es ajena a cualquier abstracción. Pero, como es sabido, nosotros intentamos manipularla para alcanzar un relato que funcione -o una imagen que se sostenga-. Esto es lo que hace aquí Azúa, irónicamente consciente de la imposibilidad del empeño. Su relato, que en última instancia es elegíaco, incluye una moraleja: se ha acabado el tiempo en que la lectura del mundo que más gusta a Azúa gustaba también a la tribu. Ha caído el impecable edificio. Azúa y quienes son como él están de retirada. Y con ellos, una forma de leer el pasado. Con ellos, cierta significación de Goya o de Rembrandt. Con ellos, una tradición.

       Se ha discutido mucho a qué género pertenece el libro. ¿Son unas memorias? ¡Pero si apenas hay anécdota personal de ningún tipo! Azúa ha defendido ante la prensa que es una novela, lo cual me parece técnicamente admisible, pero confuso para el lector potencial. Sería fácil, en fin, concluir que es un ensayo. Por mi parte, tengo claro que la discusión es estéril, aunque añadiría aún otra propuesta: a saber, que el libro tiene su origen en una intuición poética -de estirpe plenamente novísima-. Trataré de explicarme: al hablar de milagro algo más arriba, yo pretendía aludir a esa extraña certeza de la que nace lo artístico, según afirma el mismo Azúa en su Diccionario de las Artes: “si la obra de arte se ha de producir, si ha de venir, ya vendrá”. En sintonía con ese fatalismo, Autobiografía sin vida se me antoja nacido de un relámpago. Es el Azúa de siempre, con las ideas de siempre, e incluso con los recursos de siempre, pero hay algo indomable en el texto, algo que no pertenece por completo al proceso más o menos racional de la escritura ensayística ni a la arquitectura narrativa. Semejante planteamiento no es tan extraño, si tenemos en cuenta que el autor defiende en las páginas finales de su libro la naturaleza poética de la mejor prosa del XX. Así pues, por momentos he sentido la tentación de considerar Autobiografía sin vida el mejor poema de Azúa -quizás, de hecho, su único poema perdurable-.  El asunto, visto así, tendría su miga: sólo cuando ha vehiculado su mirada de poeta bajo formas que controla técnicamente -sobre todo, el ensayo; también, la narrativa-, Azúa ha logrado obtener la plena gracia poética. Pero cerremos este capítulo. No creo que la propuesta responda a un género concreto, ni tampoco que el asunto deba preocuparnos en exceso.

       Vamos, pues, a lo valioso: ¿qué nos cuenta Autobiografía sin vida? Con gesto pícaro, el mismo Azúa facilita aquí y allá las claves para su interpretación. Cuando lean el libro, fíjense en los siguientes pasajes: primero, la declaración de intenciones en el capítulo inicial, según la cual esas páginas desean “dibujar una guía que a modo de mapa permita orientarse en una vida de imágenes, es decir, lo que las imágenes le han hecho a una vida”. Pero también este otro fragmento: “el sentido pertenece a la ficción que se engendra a partir de la creencia en el sentido. Y esa creencia no puede sino ser poética porque reconoce que el sentido se construye poéticamente y es tan sólo un sueño”. La historia del hombre se convierte en relato. Es decir, ficción. La verdad, y perdonen la ocurrencia, estará ahí fuera eternamente. Eso no resta interés a las deslumbrantes rimas que Azúa es capaz de establecer entre las cabezas equinas de la cueva de Chauvet y la infancia, o entre Rothko y la estancia en el vientre de un tomógrafo axial. 

       Concurren en Autobiografía sin vida las ideas que siempre han caracterizado al autor. Al respecto, permítanme una confesión. Me entusiasma Azúa, en sus artículos y columnas he aprendido a leer, lo considero el mejor articulista español. No obstante, creo que esas ideas de siempre están tomadas de aquí y allá, es decir, que Azúa es más original en la ejecución estilística que en su pensamiento. Ningún problema, en un país como España, contar con alguien que ha asimilado con tanta naturalidad y gracejo el mejor pensamiento contemporáneo es muy reconfortante. En todo caso, su nuevo libro no presenta ninguna sorpresa desde este punto de vista. Los lectores de Azúa ya conocemos su teoría de la muerte del Arte en mayúsculas, o del fin de la novela, o sus felices definiciones de la poesía, la arquitectura, la historia. Tampoco sorprenderán los bernhardianos -y frecuentes- ataques al crucifijo, o la convicción de que un perro puede ser un noble interlocutor -sabemos que Azúa siente pasión por el Argos homérico, y deseamos que tuviera en mente Señor y perro de Thomas Mann al escribir sobre su mascota-… No hay nada nuevo bajo el sol filosófico de Azúa, pero es verdad que aquí todo aparece con una fuerza, una convicción renovadas. De pronto, la obra anterior de Azúa parece la de un artesano. Esta es, sin duda, su prosa más artística.

 

 

       Cosa distinta es que carezca de errores. Aunque estos son pequeños, vale la pena consignarlos. Por ejemplo, me parece gratuita cierta alusión al mundo del toreo, un tic de articulista que no es grave pero propicia unas líneas innecesarias que hacen trastabillar -sólo unos segundos, es algo casi imperceptible- el exquisito hilo lector. También creo que, hacia el final del libro, se pierde algo de intensidad. Por así decirlo, de pronto su prosa vuelve a ser la de uno de sus magníficos artículos; es muy buena, claro, así que no hablo de una debacle. Pero cierta tensión poética parece perderse. Es entonces cuando, hacia el final del volumen, hablando por enésima vez de la muerte de la novela, se cita a Juan Benet. El autor de Volverás a Región es muy grande, y la relación de Azúa con su maestro ha propiciado en otras ocasiones páginas excelentes, emocionantes. Aquí, sin embargo, quienes somos sus lectores habituales tal vez hubiéramos agradecido que se nos evitara una reedición de las benetianas jaculatorias de Azúa. Si usted no ha leído mucho al escritor barcelonés, esto no le molestará en absoluto, porque el fragmento se sostiene. Ahora bien, el aroma a déjà vu es indudable para los parroquianos. Por suerte, el verdadero final es magnífico y olvidamos ese discretísimo socavón.

       En Autobiografía sin vida, el humor vuelve a ser una baza de primer orden: enumeraciones quebradas por el chascarrillo -esos «cuñados rijosos» son puro Azúa-, estilo irónicamente sublime… Precisamente, el estilo merece nuestra atención. Se da en el libro un uso de la retórica entre sacra y arquetípica (en el sentido jüngiano), asumida como un recurso válido para entender y explicar el fenómeno artístico. Que Azúa ofrezca una explicación del mundo basada en la invocación de dioses o demonios, y que esa invocación no tenga carácter de burla -aunque sí de recurso literario, evidentemente-, ha sido un acierto. No sólo porque eso acerca momentáneamente su prosa al registro antimoderno -en el sentido que le da Compagnon, lo que supone una furiosa modernidad-, sino porque, en efecto, esa imaginería permite explicar lo humano con tanta precisión como la científica. Que eso no nos lleve a confusión, Azúa escribe con una autoironía tan descarnada como paradójica, ya que considera inviable cualquier explicación significativa del mundo… al mismo tiempo que nos ofrece una.

       La sensación final es que el lector asiste a un funeral. Los ritos cuentan en ocasiones así. Por eso, Azúa organiza una exquisita puesta en escena. El arte ha ido abstrayendo el mundo, desde los caballos en cuevas prehistóricas al Estado en los cuadros de Rembrandt. Luego, se ha abstraído a sí mismo. Finalmente, ya no le ha quedado otra cosa que descomponerse, que es tanto como morir. Así, Azúa y otros como él pueden intentar explicar, convocando determinadas imágenes, qué fueron mientras fueron. Pero este mundo ya no les pertenece. Al menos, eso dice Autobiografía sin vida. Cabe preguntarse, claro, si hay otra generación empeñada en crear un nuevo relato, y en qué está consistiendo tal epifanía.

 


 

Autobiografía sin vida, Félix de Azúa

Mondadori, Barcelona, 2010

176 páginas, 17’90 euros

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