Las violaciones de derechos asfaltan el camino de los migrantes latinoamericanos. A las penalidades del viaje se suman abusos y peligros como los crecientes secuestros, de los que 10.000 personas son víctimas cada año.
El primer intento para llegar a Estados Unidos de Edu Arturo, un hondureño de 17 años, le costó su brazo derecho. Lo perdió al caerse del tren de mercancías en el que se había colado. A pesar de ello, trató de cruzar la frontera en otras dos ocasiones sin éxito, y está decidido a intentarlo de nuevo. “Me hallo con valor para volver a irme porque aquí no puedo hacer nada”, explica.
La misma mezcla de esperanza y desesperación que empuja a este joven es la que lleva a cientos de miles de latinoamericanos a arriesgar la vida recorriendo miles de kilómetros para llegar a los Estados Unidos. La ONU estima que 25 millones de latinoamericanos emigraron a este país el año pasado, y calcula que el 20% son menores.
La mayoría de los migrantes procede de estados mesoamericanos y sus objetivos suelen coincidir: encontrar un trabajo, ayudar a la familia, una vida mejor, una oportunidad. Pero el viaje de muchos acaba en deportación, secuestro, extorsión y, en los peores casos, desaparición o muerte.
En 2010, el número de deportados por las autoridades estadounidenses superó los 340.000, según Human Rights Watch, y México, por su parte, expulsó en torno a 60.000 personas más que atravesaban su territorio. Los migrantes son tratados como criminales por la policía, que a veces también les extorsiona. En el estado estadounidense de Arizona, en el condado de Maricopa, son cazados y hacinados en campos de concentración en el desierto. Las condiciones son insalubres y tienen que soportar temperaturas de 43 grados mientras aguardan su repatriación.
El siniestro negocio de los secuestros cada vez va a más. Según la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México, unos 10.000 migrantes son raptados cada año en este país. Los captores, entre los que destaca la banda de los Zetas formada por ex militares, exigen a cambio de los rehenes entre 1.500 y 5.000 dólares dependiendo de dónde vive la familia (en Estados Unidos o en su país de origen). Si sus parientes no pueden pagar, los migrantes, casi siempre de origen humilde, son ejecutados y sus cuerpos abandonados.
“El dinero nos ha reducido a nivel de mercancías”, reflexiona el padre Alejandro Solalinde, un sacerdote hospedaba migrantes en un albergue que fue incendiado. Se sospecha que los autores eran miembros de bandas dedicadas al secuestro que no quieren que los migrantes encuentren refugio para tenerlos así a su merced. “Hoy cualquier persona nos puede secuestrar, puede ponernos un precio y pedir dinero por nosotros. No importa si es un funcionario alto, un magnate o si es un humilde campesino”, explica este cura.
El fenómeno migratorio tiene su reflejo más cruel, sin embargo, en los asesinatos. Uno de los episodios más crueles de violencia hacia los migrantes tuvo lugar en el estado mexicano de Tamaulipas el pasado agosto, cuando 72 hombres y mujeres procedentes de Honduras, El Salvador, Guatemala, Ecuador y Brasil fueron ejecutados a sangre fría por los Zetas. Casi todos los asesinados eran jóvenes cuyas familias no pudieron pagar el dinero exigido por sus verdugos.
Existen numerosos casos más de migrantes que acaban en tragedia pero que no llegan a conocerse. No se sabe cuánta gente ha muerto tratando de cruzar la frontera estadounidense a través del desierto de Arizona. Gran cantidad figuran como desaparecidos. Un informe del Instituto Nacional de Migración revela que entre 1998 y 2008, 60.000 personas desaparecieron en México durante su viaje al norte.
El desamparo de los migrantes sólo lo atenúan algunas iniciativas particulares como la del padre Solalinde y otros sacerdotes que siguen su ejemplo. También algunos grupos de mujeres que viven cerca de las vías de ferrocarril se han organizado para preparar comida y lanzársela a los migrantes cuando los trenes de mercancías pasan por sus localidades. Gestos desinteresados como éstos son sólo gotas de solidaridad en el océano hostil por el que navegan estas personas en pos de una vida mejor, aferrándose a su fe en Dios como única esperanza para cruzar esa frontera que parece alzarse a cada paso.