Este texto pertenece a la serie de remembranzas La Privada moderna
cap.25 Camouro
Camouro era un mundo. Don Guzmán era muy jaranero y querido por todos. Pero cuando sucedió lo que había de suceder y la familia se separó de él, comenzaron a silenciar su nombre que sustituían por «el canalla».
Pues de «canalla», nada. Lo que pasaba era que le gustaban mucho las señoras despampanantes y de las otras. Yo creo que le gustaban todas. Hoy, que han pasado los años, creo que todos fuimos injustos con él. Sobre todo yo, que lo adoraba. Ya sé que, por ser un niño, era lógico que me sometiese a la presión de los mayores de mi familia. Pero, en el fondo de mi alma, siempre sentí que no le había correspondido con arreglo a la admiración que por él sentía.
El era el prototipo de hombre que presidió mi niñez y mi adolescencia. Era mi referente masculino y de ahí nacería el sentimiento de «padre ausente», una vez que me habían muerto al que había creado en mi corazón.
Cuando se está formando la afectividad de un niño, las mujeres deben arroparle en sus años primeros pero, después, deben ir dejando el paso a la admiración por todo lo que de viril y fuerte, de arriesgado y duro comporta la figura del padre, o del que hace las veces de aquél.
No es justo defraudar a los niños. Sobre todo en su adolescencia. De la noche a la mañana no se puede hacer de un héroe un canalla. Y él había sido mi héroe y creo que jamás ha dejado de serlo. Las mujeres de mi familia me engatusaron con los idiomas, las carreras, la cultura, los deportes, los viajes etc. No reniego de todo lo que esto me ha aportado. Pero ¿qué trabajo hubiera costado dejarme al Rey en su sitio? Algunas mujeres, a veces, se comportan como la mantis religiosa. Admiran al macho por las cualidades que, después, censuran en él. Y el encanto de Don Guzmán estaba, precisamente, en su consecuencia vital. No era pequeña esa lección que me estaba dando y que me hubiera podido servir en cualquier otro orden de la vida. Ser consecuentes. Ahí era nada.
Por eso sufrí tanto cuando, años después, alejado por millares de kilómetros espaciales y eras de afectividad, supe que él estaba enfermo y que corría el peligro de morir solo. Aquel hombre tan animado y tan amigo de sus amigos. Protector nato de todos los necesitados y comprensivo hasta la inconsciencia con los débiles de toda suerte. Sí. Sé que llamé desde la universidad de Salamanca por teléfono a las hermanas que acudieron a su lado en los últimos momentos y que les dije que se gastaran lo que fuera pero que no le faltase nada. Que lo llevaran a un Sanatorio. Que me tuvieran al corriente… qué sé yo… oí, al otro lado del teléfono la voz entrecortada por sollozos de una de sus hermanas mientras repetía en voz alta mis palabras a mi padrino. El, me decía, tenía sus grandes ojos azules, mares de luz y de afecto, clavados en el teléfono al otro lado del cual tenía que imaginar al universitario en su segunda carrera, que no podía recordar más que como a un niño de unos diez años que fuera el último recuerdo que tenía de mí. (Me estoy emocionando, y no debo hacerlo)
¿O quizá, retrocedió en el tiempo y se vino a aquellos años felices que él llenó de sol en mi vida de la Privada Moderna, en Vigo? Cierto que él había sido el astro de aquel microcosmos y de sus alrededores. Yo lo volvía a ver en el boxeo y en el fútbol, en la playa y en los «curros» adonde se iban a escoger caballos durante «a rapa das bestas», cuando los marcaban en Mougás y en la Valga. Él habría sido un dios griego o, si acaso, un patricio romano en provincias del Imperio. Lo malo es que, tanto él como yo, nos equivocamos de Edad histórica. Eso, era lo que nos unía y nos mantiene vinculados en el afecto entrañable del recuerdo.
Lo que, durante años, no me he perdonado fue el no haberme escapado de donde estuviese y haber volado a su encuentro. Ya sé que eso no hubiera arreglado nada porque…, a las pocas horas de haber telefoneado yo, cerró los ojos para siempre. Cuando llamé de nuevo ya sólo pude escuchar sollozos que anegaron los míos y me sumieron en una tristeza inmensa como el azul de sus ojos, como el mar y como el cielo. Y aún ahora,a mis ochenta y tantos años y con una larga carrera… se me llenan los ojos de agua.
Por aquel entonces, él solía organizar, con otros matrimonios, excursiones a la playa de Samil. Recuerdo aquellas mesas inmensamente largas en el Bar Camouro de la playa de Samil, cuando aún tenía aquella especie de lago enfrente y cuando aún se podía ir en bote por la desembocadura del río y por aquella suerte de albufera con patos que salían disparados de entre los juncos.
Por la mañana, organizaba partidos de fútbol en la arena de la playa. Allí había futbolistas del Celta de Vigo, aficionados de todas las edades, y los hombres más variados y de procedencias diversas. Mi padrino dirigía, animaba, regateaba y decidía las cuestiones que surgían. El estaba en todo. Con su traje de baño de punto y con tirantes. Algunos llevaban trajes de baño a rayas.
Para bañarse, algunos se ponían gorros de tela y era frecuente que mi padrino llevase varias cámaras de camión para que jugase la gente que no sabía nadar. El sí que sabía. Y a mí me enseñó desde muy pequeño, un poco a lo burro, como se hacía entonces, pero era mejor aprender que no tener que pasar por la tortura de los baños de impresión. Qué ideas. Cuando comenzaban los baños, esto es, después de que la virgen del Carmen bendijese las aguas, ¡toma ya!, tenías que pegarte los catorce baños aunque diluviase y batieras diente contra diente. ¡Qué placer! ¡Qué masoquismo! o sadismo más bien, porque nos bañaban a la fuerza. Y había una especie de «bañistas o bañeros» que eran fauna aparte. Te agarraban mientras tú pataleabas y te llevaban hacia adentro. Tú berreabas mientras tu mamá, las tías y la abuela contemplaban desde la orilla, mojándose los pies, con la sombrilla quizá o con el paraguas según el caso, mientras las imaginabas. «¡Qué bien le vienen estos baños! ¡Qué bien le van a sentar!» ¡Qué dislate! Si nuestra generación debería de estar completamente traumatizada y no sólo por el problema del sexo y de la religión, que ésta era otra. Sino por aquellos baños. Menos mal que yo me libré porque mi padrino no era un bestia. El me decía «¿Tú te fías de mí? Pues bueno, no tengas miedo, yo te sujeto».
Y así me llevaba un poco adentro y me bañaba jugando con él. No faltaba, de cuando en vez, la señora oportuna. «La cabeza, que el niño se moje la cabeza para que sean los baños completos». Pero mi padrino me decía por lo bajo, «Si se tragara una raspa al revés y se estuviera callada». O cosas por el estilo que a mí me maravillaban. Luego, me acercaba a la orilla llevándome colgado de su cuello y jugando conmigo ilusionado, quizá por el hijo que mi madrina no le había podido dar.
Al acabar el baño, me llevaba a caballo, sobre los hombros, hasta donde se encontraba mi madrina preparada con una enorme toalla. Después, nos vestíamos y nos íbamos al merendero. Aunque lleváramos comida como para un regimiento de reclutas hambrientos, él se metía por las cocinas, todos lo saludaban, y escogía de esto y de lo otro, encargaba sardinas asadas, un pescado así o asao, unos pimientos de Padrón fritos, y todo lo que se le ocurría.
La comida era una fiesta. Con ellos podías levantarte de la mesa, ir y venir. Comer algo e irte a jugar. Regresar a los postres y hacer lo que querías. No como aquellos niños que los veías con un inmenso bocadillo de tortilla o de filete empanado, sentados sin moverse y las madres, arpías, repitiendo sin cesar mientras repartían tortilla o ensaladilla, o intercambiaban un trozo de empanada, que ellas decían cacho, o se reían a carcajadas, pero vueltas a las pobres criaturas les decían sin venir a cuento «¡Tú te comes todo eso y no te muevas de aquí!» Y los chicos estaban dándole al bocadillo sin decir esta boca es mía. Entre otras cosas, porque no podrían. Pues no se comía pan en aquellos tiempos, que digamos. Y luego, ah, luego a nadie le permitían ir a jugar a la playa, «No os vayáis a mojar los pies y se os vaya a cortar la digestión». A jugar al pinar y si podían reposar, mejor. A mí no me preocupaba mucho porque dona Margarita era más moderna y nunca insistió mucho en lo del reposo, la siesta, el corte de digestión y otras zarandajas. Pero como mis amigos tenían que purgar allí sentados pues yo me tenía que aguantar.
Eso si no me iba yo solo a pasear y a contemplar a la gente comiendo, hablando, riendo o retozando con el cuento de la siesta en los pinares y más allá. O en la playa desierta. No os vayáis a creer que a mí sólo me gustaban los entierros. No. Yo me iba de mesa en mesa y me sentaba. Si me interesaba lo que decían me quedaba, si no me marchaba a otra mesa.
Y cuando había acabado con todas las mesas y todos dormían como marmotas o como osos, porque algunas personas, echadas sobre las mantas marrones que recordaban las de los soldados, parecían osas pardas, me largaba a las cocinas a ver comer a los criados. También me sentaba con ellos y no por sentimientos democráticos, en aquellos tiempos, sino porque me hacían reír con sus burradas o con sus chistes de aviesa intención o con sus puyas a las maritornes.
Los domingos del verano eran una fiesta. Regresábamos a casa muertos de sueño. Por entonces, no había autobuses regulares ni frecuentes líneas de tranvías y mi padrino, como en el coche no cabíamos, fletaba un camión que conducía el señor Aureliano o el golfo de Narciso Capullo. Y todo los Gazules iba dentro con sus cestas, con sus mantas, sus garrafas y sus jaranas.
Para que os deis una idea de lo que aquellos camiones cubiertos significaban, no olvidéis la escasez de gasolina que entonces había. Y que, por otra parte, desde la parada del tranvía hasta los Gazules había un trecho muy largo y, además, el último tranvía regresaba a las siete, más o menos, y con el camión regresábamos a las doce o todavía más tarde. Yo volvía en el camión y cedía mi puesto en el coche a alguna señora. Aunque mi madrina insistía en que podía ir en sus brazos… pero comprendía que lo que a mí me gustaba era el jolgorio del camión. Además, allí iban Agueda, Beatriz, Enma…, que se comprometían a cuidar de mí.
Hoy la gente no se puede hacer una idea de lo que significaba, en aquel tiempo, un domingo entero en la playa. Otras veces, mi padrino organizaba una excursión al monte xxx ya no recuerdo bien y lo confundo con los de A rapa das bestas. Da igual, o a las fiestas de Redondela, o a cualquier otro sitio. Mucho se divertía la gente en aquellos camiones. Y yo sacaba la mayor tajada porque era el ahijado del organizador de todo aquello.
También es cierto que, a veces, aparecía dormido en mi cama porque algún alma caritativa me había traído en sus brazos. Y otra veces, por comer lo que no debía en todas las mesas, tenía vomitonas de abrigo. Pero valía la pena. Al día siguiente, dieta y ya estaba.
Un día en que nos preparábamos para salir para la fiesta de la XXX en Redondela, yo «hacía tiempo «mientras la gente de la Privada se acomodaba en el camión. Mi madrina me dijo que no me moviese de la calle y que fuera en el coche con ellos porque la fiesta de Redondela era un lugar de mucha gente y me podía perder. Pero los manes no estaban de mi parte aquella mañana. Pasó algo casi mejor que un entierro: ¡una boda que se celebraba al otro lado de la Privada Moderna! Yo, como siempre, seguí a la gente y, cuando me quise dar cuenta, ya estaba por el postre y gritando vivan los novios. Algo me debió sentar mal y me llevaron a casa. Mi madrina estaba desconsolada y muy preocupada.
«¿Pero cómo no habré caído en la cuenta de que tenías que estar de perejil en esa boda? Ya se ha marchado tu padrino. Todos se han marchado y yo he tenido que quedarme desconsolada buscándote con Manuela».
Yo ni me atrevía a responder porque se me acercaba una vomitona por haber bebido vino y licores. En el fondo, pensaba que a mi madrina no le habría importado mucho el no ir porque así podría quedarse leyendo y escuchando música, pero como si adivinase mi pensamiento me dijo, mientras me sujetaba la frente sobre la taza del water «Aureliano me está esperando con el coche. Tu padrino se ha ido con todos conduciendo él el camión».
Yo, entre náuseas, «¿Tú no te vas a quedar?» «Ni yo ni Manuela ni Victoria, que es su día de salida». Y yo venga a vomitar mientras preguntaba «¿Y yo?» «Te quedarás durmiendo esta mona ¡a tus años!, qué bonito, qué espectáculo, si te vieran tus padres… No, si un día a ti te raptan».
Mirad, eso me gustaba. Yo siempre he estado esperando que me raptasen. Pero nunca tuve suerte.
Me tuve que quedar durmiendo la mona en casa de doña Claudia y aquel año no fui a Redondela. Ahora estoy seguro de que si no fuera porque a «aquel hombre», mucho se decía eso antes, no se le podía dejar suelto, mi madrina se hubiera quedado encantada.
José Carlos Gª Fajardo. Prof Emérito U.C.M.