Una fotografía de Alfonso. La multitud congregada en La Puerta del Sol festeja la llegada del nuevo año. La República es el presente. La guerra civil… un lejano fantasma
En el reverso de esta copia fotográfica puede leerse, de puño y letra de Alfonso, junto al sello de su estudio y a su firma autógrafa: “¡¡Salud 1.933!! Imponente aspecto en la Puerta del Sol, al sonar las 12 en el reloj de Gobernación, con que se despedía al viejo año”.
No me sorprende nada el saludo republicano. Nuestra IIª República, proclamada el 14 de abril del año anterior, parecía reforzada después de haber abortado la intentona golpista del pasado mes de agosto, promovida por el general Sanjurjo, a la sazón director general de Carabineros, que, amén de la detención de los implicados y de algunos que no lo estaban, acarreó también la suspensión de 128 diarios y el anuncio de que se estudiaba la incautación de los periódicos El Debate y ABC.
En el juicio contra Sanjurjo, que sucedió a aquel episodio, se le condenó a muerte. El general se negó a pedir clemencia y la opinión pública se dividió entre los que abogaban por aplicarle la sentencia y los que solicitaban su conmutación. Finalmente, el jefe del gobierno, don Manuel Azaña, se inclinó por la segunda opción, sin imaginar, lo que no resta un ápice a la grandeza de su decisión, que sólo cuatro años después el militar participaría en una nueva sublevación que daría lugar a la terrible guerra civil española.
En este 31 de diciembre de 1932, las gentes que se apretaban en la Puerta del Sol para celebrar la llegada de un nuevo año, alguno de ellos alzando el puño, parecían deseosas de dejar atrás las tensiones que se habían vivido durante los doce meses precedentes, y que habían empezado a desatarse con los sucesos de Castilblanco: un pueblo alzado contra la guardia civil, lo que había dado lugar al asesinato de cuatro números de ese cuerpo, y al que el periódico Mundo Obrero, órgano del Partido Comunista, se refirió con el titular de “Las masas han tomado la ofensiva”.
Un poco más tarde, se viviría la deportación de 104 izquierdistas, Durruti y su compañero Ascaso entre ellos. Pero, sobre todo, lo que más había agitado y dividido al país fueron tres cuestiones. Por un lado, el enfrentamiento con la Iglesia, fruto del intento del gobierno republicano por hacer de España un estado laico, con episodios como la disolución de la compañía de Jesús, la orden de retirar los crucifijos de las escuelas (dada por el Director General de Primera Enseñanza, el socialista Rodolfo Llopis), la secularización de los cementerios, y el estudio para sustituir al profesorado religioso por maestros laicos (hay algún artículo de César González Ruano, al respecto). Por otro, las tensiones con Cataluña, a cuenta de la aprobación o no de un Estatuto que algunos consideraban anticonstitucional, lo que propició discusiones en las que se les echaban las culpas de todo ese rancio malestar a los Reyes Católicos y a su unidad nacional, un estatuto que finalmente el Jefe de Estado sancionaría en San Sebastián. Y por último, como no, la pelea por una reforma agraria eternamente aplazada en un país que se veía en aquellos instantes azotado por el paro (ese mismo 31 de diciembre, una Comisión de las Directivas o de Sociedades Obreras y de la administración de la casa del Pueblo de Madrid se había entrevistado con Azaña para pedirle, entre otras cosas, el subsidio a los parados forzosos como una forma de contribuir a paliar los efectos de la crisis económica).
Por unos segundos, sin embargo, y mientras caía la bola del reloj de Gobernación, la multitud que ocupaba la Puerta del Sol hizo sonar aquellos grandes panderos y las trompetillas, a veces improvisadas con periódicos doblados, para aferrarse a la idea de que 1933 vendría, tal vez, cargado de venturas y exento de zozobras.