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Campos baldíos

Los que tenemos cierta edad nos acordamos de cuando no íbamos a clase, o no podíamos ir al río a lavar nuestras ropas un sábado porque Batho Obama Nsue Mangue y su hermano Liberato nos llevaba al Cine Marfil para repetir como loros las condenas. Iba a ese sitio gente que no tenía una opinión formada de nada, ni de sus padres, pero que sabía que la persona más importante de Guinea era su papá: Papá Masié Nguema Biyogo Ñengue Ndong, Gran Maestro en Arte y Cultura Tradicional. (Entre paréntesis van los títulos que no citamos)

 

Nos premiaban por repetir estas tonterías en tiempo de clase, y en las fechas señaladas por la “revolución” macista, Teodoro Obiang dirigía una manifestación popular que terminaba en la plaza de Ela Nguema, donde un niño previamente seleccionado se ponía en medio y soltaba la sarta de tonterías que había memorizado a la luz de una lámpara de petróleo agresiva con el órgano de la vista, toda vez que la revolución de Macías no traía nada. Había que condenar el neocolonialismo sin titubear, y por esto, desear bienes que llegaban del extranjero era casi un delito. Cierto, en aquel tiempo había gente con millones bajo la cama que no osaba adquirir nada para que no se la acusara de… Era fácil inventar el cargo contra esa gente.

 

El que esto escribe nunca fue seleccionado para poner fin al mitin, pues inició su andadura escolar en una provincia en que el fervor revolucionario de Masié era visto con mucho recelo. De hecho, fue una provincia que, aleccionada por un agente de la colonia, y también por lo desconocido que era el postulante, no cedió su voto al primer presidente de Guinea Ecuatorial. Claro que este ejercicio democrático del sufragio lo pagó con creces, pues recibió la vindicta pública del tal Macías y del que lo sucedió, el ahora Presidente rotativo de la Africana Unión. Claro que algunos saben que decía que aquella provincia no valía nada.

 

Pues como resultado de aquel abandonar la ciencia para levantar los brazos en condena firme de personajes desconocidos, como el “fantoche Ruiz González”, o de hechos históricos ignotos como el apartheid, hoy en Guinea no hay, hablando en símil, piedra sobre piedra. No hay nada en pie, dicho en romance más llevadero, y sorprende de un país en cuyas capitales principales se ven indicios de un mínimo de evolución social. Se ven edificios con rótulos informativos sobre un mínimo de organización humana. Se ven por estas principales calles utilitarios motorizados, muestra rodante de que los que los adquieren son personas de nuestro tiempo, hombres y mujeres que podrían reaccionar a los desafíos de nuestro tiempo con racionalidad. Pero es un puro espejismo. Y es que cuando se adentra en los cimientos de estos edificios llamativos, o cuando se conoce a los que aparecen tras los cristales ahumados de estos utilitarios deslumbrantes, se descubre la gran vaciedad mental de los elementos firmes y humanos de la actual Guinea Ecuatorial.

 

Claro, ha pasado factura el hecho de haber pasado 11 años diciendo tonterías en nombre de una revolución que no lo era. Pero no sólo fue esto, pues durante la imposición de aquella falsa revolución se aparcaron a las personas que la hubieran denostado. La dureza de aquel aparcamiento fue de tal magnitud que nunca podremos ponderar sus consecuencias. Miles de personas vivieron el fin de sus días porque se atrevieron a quejar, simple queja, por los golpes recibidos. Otros no llegaron a quejarse, bastaba atestiguar las atrocidades para que fueran acusados de cualquier cosa que suponía su encarcelamiento o eliminación. Pero en toda orgía del mal alguien sobrevive, alguien capaz de atestiguar el resultado actual de la no-República de Guinea Ecuatorial. Un campo baldío. Nadie tiene voz, nadie quiere señalar nada, nadie se atreve a decir que ya fueron suficientes los 11 años que no vimos ninguna luz. O el que se atreve es, otra vez, merecedor de la vindicta de los que ganaron en la orgía del mal. Estos que hacían gestos de aprobación durante las condenas al neocolonialismo. Y llegados aquí, hemos de reconocer que el colonialismo y lo que representa siempre ha estado presente en el día a día de los países africanos. En el caso de Guinea, es constante. Primero fue la configuración del territorio para satisfacer las apetencias imperialistas de las potencias europeas. Luego siguió la materialización del reparto en forma de aprovechamiento económico en beneficio de las castas dominantes de las metrópolis, tras la adecuación de la estructura política de los nuevos territorios a los intereses crematísticos ya citados. En todos los sitios de África el extranjero poderoso, de raza blanca, siempre ha estado presente.

 

Pero en el caso de Guinea la presencia adquiere un matiz dramático no solo por los latigazos recibidos por los alumnos en sus esfuerzos por memorizar los denuestos públicos contra el “invasor”, sino por la descarada evidencia de la intromisión del extranjero blanco y poderoso en la configuración de la experiencia dolorosa del pueblo. Y es que, habiendo sido testigo de los puños en alto en contra del colonialismo, choca ahora que el general Obiang siga lanzando soflamas anticoloniales pese a la descarada connivencia de las antiguas potencias en el estado de cosas del país cuyos destinos dirige con mano de hierro enriquecido. Es una aparente contradicción. Es decir, ¿tiene motivos rigurosos para quejarse un presidente cuyos resortes materiales están sostenidos por el extranjero? Sea cual fuere la respuesta, el descarado apoyo de las potencias coloniales a un régimen carente del más mínimo de los sentimientos humanos exige la asignación de la culpa sobre lo que es actualmente Guinea Ecuatorial, un campo baldío, donde todo se mueve por resortes de la maldad. Los testimonios son apabullantes.

 

No buscaremos la causa de esta terrible complicidad en la abundante riqueza petrolífera de nuestro país, pues no hay discurso racional que la sostenga. ¿Qué gobierno, en su sano juicio, negaría la explotación de los recursos guineanos a los únicos que atesoran medios de producción para ello? La razón probable de esta incuria es la incapacidad del llamado mundo occidental de reconocer los malos pasos dados en el pasado, y de asumir que la consecuencia de la prolongada inacción impidió ver el perfil humanicida de las políticas mundiales.  Agobiada por sus propios errores y excesos, la clase política mundial no ha obtenido el receso necesario para enjuiciar sus acciones y devolver la deseada paz a los países de los que se sirvió para afianzar su hegemonía. Lo de África ya no debe ser una mendicante sumisión. Debe estar cerca la fecha en que las naciones occidentales reconocerán su falta y establecerán con Guinea, en nuestro particular caso, unas relaciones en los que no primen la exaltación de la maldad ni la protección de egoístas que encuentran a sus pares en el seno de estas naciones occidentales, aunque acaben luego abandonados como si no hubieran prestado servicio alguno a los que se beneficiaron de sus fechorías. Dice muy mal del mundo desarrollado el que sólo haya podido establecer relaciones con africanos de tan bajo perfil humano.

 

Barcelona, 30 de mayo de 2011

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