De aquí a unos años, el mundo entero girará en torno al código binario. Y no porque internet tenga la intención de seguir creciendo hasta cotas insospechadas, que también; sino porque al ser humano le gusta la simplicidad, y el hecho de poder comunicarse -y de poder armar un complejo entramado de datos y herramientas digitales- con tan solo un par de números acabará por imponerse. No en balde, si nuestras computadoras funcionan gracias a un sistema de dos dígitos numéricos -el uno y el cero- que, combinados, son capaces de armar un sinfín de resultados y posibilidades, nosotros, los mortales que vivimos enganchados a la tecnología y a las redes sociales, no vamos a ser la excepción.
Supongo que habrá matemáticos, físicos, estadistas, economistas y contables que entiendan el mundo a través de la numeración, pero creo que lo más común es entender el mundo a partir de otros conceptos, de otras divisiones y binomios, como, por ejemplo, aquellos que tengan que ver con el color. Así, en vez de limitar nuestra experiencia a la concepción del uno y el cero, y a los valores que buenamente les hayamos querido otorgar, nos ceñimos a otras clases de diferenciación: las que distinguen entre blancos y negros, rojos y azules, morados y verdes; o las que, por el contrario, sólo son capaces de distinguir una única combinación: la del rojo con el amarillo que tanto estamos viendo estos días, ondeando a media asta o colgada a nuestra espalda como la capa de un superhéroe nacional, dependiendo de la hora a la que nos asomemos al balcón; la del blanco con el amarillo, si acudimos a la terraza de algún bar y pedimos una caña, que es de lo poco que parece importarle a determinados ciudadanos; o la combinación del negro con el gris, si nos da por pensar en el futuro.
Desde luego, todos los colores dicen algo, al igual que todas las mezclas de color, y eso es un concepto irrefutable. Se lo oirás decir a cualquier publicista, a cualquier político o a cualquiera pintor expresionista americano, como Clyford Still o Mark Rothko. Ellos, concretamente, fueron los padres de la técnica del campo de color dentro del movimiento expresionista abstracto del siglo XX y le dieron a la variedad cromática un nuevo significado. Tal y como el propio Rothko sostenía, «no soy un abstraccionista, no estoy interesado en las relaciones de color, o forma, o cualquier otra cosa. Sólo me interesa expresar las emociones humanas básicas: tragedia, éxtasis, fatalidad, etc. (…) Si, como dices, solo te conmueven las relaciones de color, entonces es que no lo comprendes del todo».
Gracias a esta definición y a algunos ejemplos plásticos de su obra, como ‘Yellow band’ (1956) u ‘Orange, Red and Yellow’ (1961), he conseguido dejar de ver tantas banderas de España en comunión cada día a las nueve de la noche para empezar a ver homenajes imaginarios hacia Rothko o hacia el pintor germano Günther Förg. En realidad, casi lo prefiero; porque quedarse en los colores, como decía Rothko, es quedarse en la superficie, y lo importante es percibir la emoción.
Con los dos colores de la bandera de España, evidentemente, la emociones humanas básicas estarán siempre aseguradas. Desde la pasión a la repulsa, pasando por el patriotismo, el orgullo o la vergüenza. Es una bandera, como apuntaba el diplomático y ensayista español Juan Claudio de Ramón en una columna para The Objective, que por un lado divide y por el otro lado agrupa, pero que últimamente no cesa en su empeño de polemizar; y cómo polemizan siempre dos colores enfrentados.
El mismo Rothko, sin ir más lejos, tenía una advertencia para quienes pensaban que sus obras eran simplemente llamativas: «me gustaría decirles a quienes piensan que mis imágenes son serenas (…) que he encarcelado a la violencia más absoluta en cada centímetro de su superficie», y así es como se siente uno -o eso parece- cuando la bandera es alzada por el otro, bien sea para defender una causa particular o para defender una causa totalmente distinta. En este sistema binario de tonalidades y pigmentos, de todos modos, también cabe la división entre españoles que Miguel de Unamuno anticipó a finales de 1936. En su caso, en vez de hablar de unos y ceros, como suelen hacer los programadores informáticos, el escritor vasco habló de «los ‘hunos’ -rojos- y los ‘hotros’ -blancos (color de pus)-», y de cómo conjuntamente estaban «desangrando, ensangrentando, arruinando, envenenando y -lo que para mí es peor- entonteciendo a España».
Esto es lo que ocurre siempre cuando reducimos nuestra experiencia a un código más simple de lo que nosotros mismos somos en realidad. Nos ha sucedido con la tecnología, que ya nos atontó bastante en su momento y lo sigue haciendo en los momentos de tensión; y ahora nos está sucediendo con los colores de la bandera nacional. Esto nos ocurre, efectivamente, porque somos vehementes y no nos conformamos con nadar en la superficie, sino que profundizamos demasiado en el significado y nos dejamos arrastrar por la corriente. A grandes rasgos, el que lleva la bandera española colgada del cuello es un facha; el que no, un antisistema revolucionario. Y ese es, me temo, el código binario de nuestra época. Ojalá volver a Rothko y a Förg; y a los museos de arte contemporáneo, en vez de a las barricadas callejeras. Qué quieren que les diga, para la próxima manifestación robaré un cuadro del MoMA. Tal y como están las cosas, el arte será la única enseña que podamos ondear.