Suena Spirits, de Gil Scott-Heron
Hace unas semanas, de nuevo, se repitió la historia, aquella en la que un arresto de un ciudadano afroamericano por parte de la policía deriva en una tragedia. De nuevo, otra víctima del ejercicio de una violencia que deviene en tortura; y las mismas palabras, “I can’t breathe”, progresivamente ahogadas hasta hacerse el silencio de la muerte. Y una vez más, llegó el clamor de una sociedad, y se desencadenó esa explosiva mezcla de rabia y dolor que por momentos lleva a la barbarie. Efectivamente, la historia se repetía y así nos lo recordaba el cineasta Spike Lee con una breve pieza audiovisual titulada 3 Brothers- Radio Raheem, Eric Garner and Andrew Floyd- y que encabeza un explícito: “Will History Stop Repeating Itself?”. En ella, mediante un montaje en paralelo, vemos tres detenciones que acaban con la muerte por asfixia de tres afroamericanos a manos de la policía; las de Eric Garner y George Floyd fueron reales, y la de Radio Raheem ocurre en la ficción. Las dos primeras retransmitidas en directo, conocidas al instante; la otra, puesta en escena por el propio Spike Lee en su película Haz lo que debas (Do the right thing, 1989) y que ahora el tiempo nos revela como una premonición lanzada por alguien que siempre se ha erigido en altavoz para protestar sobre el conflicto racial en Estados Unidos y el contexto de marginalidad sufrido por la mayoría de la población afroamericana.
Spike Lee es, sin duda, la personalidad que dentro del panorama cinematográfico más hemos oído, más se ha hecho escuchar, porque también es quien más fuerte y con mayor virulencia se ha expresado –como hace dos años en el Festival de Cannes-; también a través de su cine. Ya sea en Malcolm X (ídem, 1992), biografía del controvertido orador, ministro religioso y activista estadounidense, que defendió los derechos de los afroamericanos, ya sea a través de una curiosa adaptación de “Lisístrata”, comedia de Aristófanes, y en la que explora la creciente violencia de la ciudad de Chicago a raíz de los conflictos raciales, su filmografía apunta siempre en la misma dirección, con mayor o menor acierto. Mientras unos no pueden respirar, sus imágenes gritan con rabia, mucha, y a veces, algo de compasión.
Seguramente nunca se le haya escuchado de forma tan clara y contundente como en Haz lo que debas, cuyo estreno supuso una especie de shock por cómo ponía de manifiesto los conflictos raciales inherentes a la sociedad de los Estados Unidos, y no tan solo de cara a los afroamericanos, sino de cara a cualquier minoría étnica o racial. Imborrable resulta ese momento en que entre representantes de afroamericanos, latinos, asiáticos, latinoamericanos… se intercambian comentarios racistas e insultos de todo tipo. Spike Lee coartaba, inicialmente, cualquier opción de maniqueísmo, apuntando y disparando en todas direcciones una retórica plagada de odio. Hasta llegar al clímax final, la explosión de violencia descontrolada, los habituales disturbios, y la misma historia, que el futuro nos enseñaría que ocurre siempre, en la que alguien no puede respirar.
El mismo año en que se estrenaba la explosiva película de Spike Lee, también lo hacía un agradable y bienintencionado drama, que nos contaba la peculiar relación que se establecía a lo largo de más de dos décadas entre Daisy Werthan, una viejecita algo cascarrabias, y su chófer, Hoke Colburn, un señor afroamericano, al que rechazaba inicialmente, pero a través del cual descubría una realidad que desconocía. Paseando a Miss Daisy (Driving miss Daisy, 1989), dirigida por Bruce Beresford, bajo su actitud conciliadora, un acertado control de la sensiblería, y un calculado equilibrio entre el drama y la comedia, se erigió en la ganadora del Oscar a Mejor Película. Mientras Spike Lee lanzaba un grito, beligerante, pero de advertencia, el resto del cine lavaba su conciencia con discursos de manual y ajenos a la polémica.
Spike Lee volvió a alzar la voz, volvió a protestar, denunciar y arremeter, pese a que en sus últimos años sus propuestas apenas hayan tenido alcance y, pues, repercusión. Con el estreno de Infiltrado en KKKlan (BlacKkKlansman, 2018) recuperábamos a ese cineasta siempre dispuesto a reivindicar injusticias y desigualdades sociales, y consecuentes conflictos raciales, cuyo epicentro es la comunidad afroamericana. Teníamos, pues, a ese cineasta provocador, ahora algo socarrón, hiriente y comprometido a la vez, que a partir de la insólita historia real de Ron Stallworth, policía negro que en 1978 consiguió infiltrarse en el Ku Klux Klan, volvía a las andadas, aunque bien pudiera parecer que hubiera atemperado su tono. Ciertamente, nada de crispación en las imágenes, ajenas al odio o al dolor. Hasta llegar al momento del epílogo, elaborado con imágenes reales, actuales por entonces, sobre los enfrentamientos ocurridos en Charlottesville entre fascistas y antifascistas y que acabaron con la muerte de Heather D. Heyer, asistente jurídica y defensora de los derechos de los más desfavorecidos. Ese epílogo suponía un tortazo, no un grito, que nos hacía ver como lo gracioso se volvía patético, como lo cómico transmutaba en trágico.
Pero ya saben que la historia se repite y ese mismo año se estrenó una película que contaba la historia de Miss Daisy y Hoke Colburn pero con los roles invertidos y los prejuicios raciales algo acentuados; algo lógico si el que manda en este caso es el afroamericano. De nuevo, la misma hábil combinación de comedia y drama, el mismo equilibrio en el tono para no herir sensibilidades, para no entrar en polémicas y, así, una vez más una película bienintencionada, afable, e infalible de cara a conseguir de nuevo un Oscar a la Mejor Película. ¿Su título? Green Book (ídem, 2018), dirigida por Peter Farrelly, quien atemperaba su anterior comicidad irreverente, basada en la escatología y la idiotez, para ofrecernos una película conciliadora, predecible pero efectiva, y que superaba el riesgo de jugar con los clichés. De nuevo, la conciencia impoluta, el discurso reconfortante, mientras Spike Lee, en el patio de butacas, aplaudía por cortesía, a la espera, inevitable, de tener que volver a gritar.
Si el lector ha llegado hasta aquí es bastante probable que haga la reflexión sobre si el poder del cine puede tener un mayor alcance social. Puede plantearse si los hechos podrían haber sido distintos, aunque fuera solo ligeramente, en el caso de que el reconocimiento oficial hubiese sido hacia Haz lo que debas o Infiltrado en el KKKlan. Si pudiera ser un indicio de cambio. Nos podemos cuestionar si mientras el cine, la cultura, transmita y sentencie un determinado discurso y legitime un único mensaje, se reproduzcan los mismos síntomas del mismo problema; y sigan sin remediarse. Y Spike Lee continúe repitiendo la misma pregunta de 3 Brothers- Radio Raheem, Eric Garner and Andrew Floyd porque haya, de nuevo, alguien que pronuncie las palabras “I can’t breathe” hasta morir.