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Mientras tantoCandaditos

Candaditos


Entro a Twitter casi siempre en interacciones: el clima es muy bronco los últimos años, supongo mejorará, y pocos chistes tienen gracia. O mejor, tienen gracia si militas en un partido extremo, cosa que, parafraseando a Santiago Carrillo, solo puede hacerse si uno “es loco o canalla”.

Las pocas veces que entro en mi línea de tiempo compruebo que casi todos tienen candados. Los más comprensibles, aquellos que tienden al tweet auto confesional y que con cualquier descuido serían objeto de las atenciones de algún troll aburrido. Otros, los menos, son hipersensibles y no podrían soportar cualquier arañazo de los pesados habitantes de las cavernas cibernéticas. Todos estos candados justificados, vean el tremendo corto A la cara radiografía limpia del insultador virtual medio, ocultan mis twiteros encadenados favoritos: aquellos que quieren insultar sin las consecuencias de la respuesta.

«Ha posteado Abascal / Echenique, ¡vamos a insultarlos!»

En los inicios de Twitter, digamos 2014, los tipos más abusivamente ofensores siempre acababan a los seis meses con un candado. En perfecta lógica de las borrascas que habían desatado con sus tweet, sufrían la tormenta de improperios de todos los insultados y acababan constipados en ese candadito protector. Daban pena, claro, pero todavía daban más pena los 200 tipos que seguían al insultador profesional. Estos muy pronto pasarían la fina frontera del amor al odio y provocarían la conocida y fatal divisa: “no existe esta cuenta que buscas…”

Conocí una tipa bien siniestra, tanto en físico como en mente (como sacada de una película de cojos de Azcona), que vivía de considerar a cualquier twitero medio subnormal. Tenía un mal expediente universitario, escasas perspectivas laborales…y un ego adamantino que pocas veces he visto. Era un perfil del DSM V andante, la biblia de nuestro tiempo, e incluso decía sin freno todas aquellas frases comodín: “qué malos fueron en mi cole inglés”, “me declaro la más inteligente, pero los profesores son tontos y no se dan cuenta…”, “soy la Ana Curra de mi generación” etc.

Intensidad creciente para ego decreciente

Todo ello protegida con un novio con cierta influencia, tan mezquino como ella, y que ejercía de parachoques de medio Internet para evitar otro de sus prolongados periodos de soltería (¡y odio twitero!). Lo más tristérrimo es que ella no dejó un buen texto, ni un tweet agudo, ni siquiera un aforismo capaz; solo nos regaló “sus penas”. Rememoro, así, que la susodicha me atacó una vez de manera muy infantil y respondí con la crueldad “un comentario a tu altura” (la chica era bastante bajita). No sé si leyó la respuesta, fue un poco desquite, pero hace poco busqué su nombre y el “no existe esta cuenta que buscas…” apareció ante mi sonrisa maliciosa.

Un suicidio virtual para una persona poco real: otro niño imaginario, esos locos bajitos (jajaja), al que se le rompió su único juguete.

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