Home Mientras tanto Canto de mí mismo 46, de Walt Whitman (1819-1892)

Canto de mí mismo 46, de Walt Whitman (1819-1892)

 

En tiempos de crisis, anegados de sinluz, la poesía es el periscopio. A ras de alma la realidad se pone al servicio del jardinero. No se mira desde, se mira hacia: en los ojos, no en los puños, reside el arsenal de la revolución.

 

Son horas de espesa niebla y es difícil saber quién nos guía. El mercader que nos llevó hasta el borde del precipicio asegura ahora que no es necesario poner barandillas, que la próxima vez nos conducirá hasta el valle, como prometió. También dice que para que muchos alcancen la prosperidad debemos renunciar a que todos la alcancen: no podemos permitir que cada persona disponga de una sanidad digna si queremos que la mayoría, o una numerosa minoría al menos, goce de un sistema sanitario bueno. Y va más allá: el mercader insiste en que es importante poner cepos en las fronteras porque sólo hay una cosa peor que la redistribución de la riqueza, y es la redistribución de la pobreza. Lo sobrecogedor es que los políticos del norte, incapaces y asustados, llenan las urnas en la calle pero las vacían en la lonja. Y sin embargo, para mí, que se refrene y castigue la codicia del ventajista, se cure la enfermedad del desfavorecido y se garantice el movimiento libre de las mujeres y los hombres sea cual sea su fortuna o procedencia, es la definición misma de civilización. Mientras ordenen los chalanes, mengüe lo común y se canden los países, podremos ser más ricos o más pobres, pero seguiremos siendo bárbaros. Bárbaros acomodados, pero bárbaros.

 

Hace siglo y medio Walt Whitman publicó el conjunto de poemas más necesario que se haya escrito desde que en Mesopotamia, mil años antes de Cristo, nuestros antepasados grabaran los primeros versos sobre tablillas de arcilla. El Canto de mí mismo es la expresión más alta jamás concebida de la grandeza del ser, de su inconmensurable valor como brizna y como prado, como gota y como estanque. Whitman nos lleva a empellones de palabras hasta nuestros confines: Whitman es la poesía. Cada uno de nosotros es el epicentro de la existencia, pero nuestros actos deben rendir vasallaje a nuestra génesis. Mi Constitución son los cincuenta y dos poemas del Canto de mí mismo: sobre ellos juro. Escucha,

 

 

CANTO DE MÍ MISMO

 

46

 

Sé que dispongo de lo mejor del tiempo y del espacio y que nunca he sido

medido y que nunca seré medido.

 

Vago al azar, viajando continuamente (¡venid todos y escuchadme!).

Me reconoceréis por mi abrigo impermeable, mis buenos zapatos

y por mi bastón, hecho de una rama del bosque.

Ningún amigo mío descansa cómodamente en mi silla,

no tengo silla, ni iglesia, ni filosofía,

no conduzco a nadie a la mesa servida para la cena, ni a la biblioteca,

ni a hacer negocios.

Pero a cada hombre y a cada mujer de entre vosotros

le llevo a lo alto de la loma

cogiéndole con fuerza de la cintura con mi mano izquierda

y mostrándole con la mano derecha paisajes de continentes

y el camino público.

 

Ni yo ni nadie puede recorrer ese camino por ti.

Habrás de recorrerlo tú mismo.

 

No está lejos. Está al alcance.

Tal vez has andado sobre él desde tu nacimiento, sin saberlo.

Tal vez está en todas partes, en el agua y en la tierra.

 

Echa al hombro tus bártulos, querido hijo, que yo cargaré los míos

y démonos prisa,

ciudades maravillosas y naciones libres visitaremos al andar.

 

Si te cansas dame las dos cargas y apoya tus manos en mi cadera,

y a su debido tiempo me devolverás el mismo servicio,

pues una vez que partamos ya nunca nos tenderemos a descansar juntos.

 

Hoy, antes del alba, subí a una colina y contemplé el abigarrado cielo,

y dije a mi espíritu, Cuando lleguemos a poseer aquellas órbitas

y el placer y el conocimiento de cuanto hay en ellas,

¿crees que nos sentiremos llenos y satisfechos?

Y mi espíritu dijo, No, habremos alcanzado y superado esas alturas

para continuar más allá.

 

Tú también me haces preguntas y te escucho.

Respondo que no puedo responder, habrás de buscar por tu cuenta.

 

Siéntate un poco, querido hijo,

aquí tienes bollos para comer y aquí leche para beber,

mas en cuanto duermas y te repongas del cansancio entre suaves ropas

te daré un beso de adiós y abriré el portal para que salgas de aquí.

 

Hace demasiado tiempo que sueñas despreciables sueños,

ahora te lavo la arena de los ojos,

debes acostumbrarte al relumbre de la luz y de cada momento de tu vida.

 

Hace ya tiempo que vadeas tímidamente el río, agarrado a una tabla

junto a la orilla,

ahora quiero que seas un arrojado nadador,

que saltes al corazón del mar, resurjas, me hagas una señal, grites,

y riendo golpees el agua con tus cabellos.

 

 

El 27 de junio, al dorso de los estruendos bursátiles y los lugares comunes, en la República de Guinea, donde nací con treinta años, se celebraron las primeras elecciones libres desde la Independencia. Llegar aquí no ha sido fácil: miles fueron los torturados y asesinados por oponerse a las dictaduras de Sékou Touré y Lansana Conté; cientos de miles los exiliados. Fueron unos comicios razonablemente transparentes. Los candidatos más votados, Cellou Dalein Diallo y Alpha Condé, tendrán que presentarse a una segunda vuelta el 18 de julio. Las amenazas son inmensas: el país carece de cualquier tradición democrática, no ha conocido más que la opresión primero bajo la colonia francesa y después bajo autócratas brutales; los militares siempre han impuesto sus armas y a cada paso sientes que el golpe de estado anda agazapado a tu espalda; las divisiones entre las distintas nacionalidades son profundas y pueden llegar a ser violentas; los partidos políticos se han fundado sobre esas islas étnicas y en ellas buscan fortaleza; las fabulosas riquezas mineras de Guinea atraen la codicia de las multinacionales, y la abundancia sin esfuerzo casi siempre procrea corruptores y corrompidos. Pero lo verderamente importante, lo esencial, es que en el momento en que ninguna potencia occidental ha protegido a su hijo de puta (la Unión Soviética respaldaba a Sékou Touré; Estados Unidos a Lansana Conté), los guineanos han acudido a las urnas para votar en paz. En los últimos años salieron a las calles y murieron frente a las balas del ejército; ahora han vuelto a salir a las calles a ejercer su libertad.

 

Rara vez la República de Guinea aparece en los medios de comunicación occidentales: únicamente cuando las matanzas empaparon de sangre las aceras de Conakry o N’Zérékoré. Aquellas noticias duraban veinte segundos en los telediarios. Jamás se mencionaba la historia o la geopolítica: no era más que otro vómito de barbarie que nuestros civilizados ojos contemplaban con conmiseración. Ni los periódicos ni las televisiones han dicho una sola palabra de las elecciones del 27 de junio.

 

En el año 2040 África dispondrá de una población en edad de trabajar superior a la de la India y China. El continente ya tiene cincuenta y dos ciudades de más de un millón de habitantes: tantas como Europa Occidental y como poemas tiene el Canto de mí mismo de Whitman. El 60% de las tierras arables no cultivadas del planeta se encuentran en África; en la última década el número de conflictos se ha reducido a la mitad y la inflación se ha dividido por tres; y antes que nada, la tasa de escolarización se ha doblado. Los occidentales seguimos catalogando el mundo según criterios apolillados: mientras echamos el alamud en las contraventanas, afuera amanece sin nosotros. No hay en mi voz postales rosas del futuro africano: conozco bien el drama diario que viven cientos de millones de personas al sur del Sahara y los áridos taludes que les esperan. Sí pienso que los pueblos que avanzan sin miedo hacia sus afanes darán con ellos; por el contrario los que se esconden tras sacos terreros custodiando el almacén morirán de viejos.

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