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Mientras tantoCantorales

Cantorales

De libros raros, perdidos y olvidados   el blog de Carlos G. Santa Cecilia

 

Arrumbados, polvorientos, descoloridos, desvencijados sobre sus enormes facistoles, los cantorales presiden el coro de monasterios, catedrales y conventos, testigos de tiempos de gloria cuando el canto llano –con las campanas– marcaba el decurso de los días. No había otra forma de alabar a Dios que a través del canto, que resonaba en las bóvedas sin parar. El papa Gregorio, en el siglo VI, trató de unificar el ritual de la iglesia, con una finalidad tan política como religiosa, y el canto gregoriano se extendió en sustitución de otros repertorios. Las obligaciones de un eclesiástico ‘obligado a coro’ consumían su tiempo. Sabemos la liberación que supuso para Góngora, en 1611, el reparto entre sus sobrinos de algunos de sus deberes como racionero de la catedral de Córdoba: a ello debemos una de las obras cumbres de la literatura española, las Soledades.

 

Podía medirse la importancia de un templo por la riqueza y ornamentación de sus libros corales. La nueva liturgia que surge del concilio de Trento a mediados del siglo XVI provocó una gran demanda y la eclosión del comercio de los cantorales. Felipe II defendió ante el papa el canto propio de las iglesias de España, y logró así salvar la tradición mozárabe, aunque se entusiasmó con los libros del nuevo rezo. Según cuenta Fray José de Sigüenza en su historia del monasterio de El Escorial, en una ocasión el rey tuvo conocimiento de la llegada de un nuevo cantoral, que había sido colocado en el facistol para maitines. Sin poder esperar al día siguiente, el rey se coló al coro por una ventana desde sus aposentos, hasta que fue descubierto por el prior, que comprobaba como todas las noches que los frailes estuvieran recogidos. Era tal la devoción del rey que gustaba subir al coro para escuchar los oficios desde allí, y se señala el asiento que ocupaba, en el ángulo izquierdo, junto a una puerta hoy tapiada que le facilitaba un acceso discreto.

 

La magnífica exposición De El Bosco a Tiziano. Arte y maravilla en El Escorial (abierta hasta el 14 de septiembre) permite recorrer algunos lugares del monasterio habitualmente vedados al público, por ejemplo el coro, en el que se exhiben algunos cantorales, pero sobre todo su entorno: el enorme facistol, diseñado por Juan de Herrera y de cuatro metros de altura, y las librerías en que se guardan, con el lomo hacia dentro, como los libros de la biblioteca. De proporciones descomunales y un peso que podía alcanzar los 70 kilos, algunos ejemplares tienen ruedas y eran transportados entre dos frailes, a los que se exigía tener las manos limpias, hasta colocarlos en su lugar para la liturgia.

 

El Escorial gozó del favor real y conserva una colección única –más de 200– de cantorales confeccionados la mayor parte durante la construcción del monasterio y ricamente adornados. Felipe II quería que cada hoja de pergamino fuera siempre de una sola pieza, además de blanca por ambas caras, lo que obligó a buscar y a apalabrar el ganado antes incluso de ser sacrificado. Hacía falta un rebaño para la confección de un solo libro, que era minuciosamente preparado, raspado y por fin iluminado. Pero fuera de las grandes catedrales o de los monasterios con beneficios reales, la mayoría eran de uso cotidiano y sin adornos, donde se repetían las mismas melodías para la misa y el oficio. Por sus especiales características, el invento de la imprenta apenas afectó a la confección de los cantorales, que siguieron siendo de pergamino y manuscritos, desgastados por el paso de los años y llenos de retoques y añadidos para cumplir su función.

 

La historia registra un curioso y heroico intento, a finales del siglo XVIII, de modernizar una industria que permanecía inalterada desde la Edad Media. El impresor madrileño José Doblado fabricó los enormes tipos móviles necesarios y preparó un papel de marquilla en algodón que imitaba la resistencia del pergamino, todo ello para ser estampado con un tórculo de grabado calcográfico. Sabedor de las dificultades de las iglesias para afrontar un gasto semejante, ofreció una especie de suscripción, lo que le garantizaba por otra parte la financiación de su proyecto. Hay huella de su oferta en catedrales americanas, pero Doblado chocó con la Administración. Felipe II había otorgado al monasterio de El Escorial el privilegio de la fabricación y venta de los libros del llamado Nuevo Rezado, que a su vez encargaba la impresión a Plantino en Amberes, lo que reportaba al flamenco enormes beneficios. Doblado tardó más de diez años en conseguir el permiso, y aunque se conserva algún ejemplar de su proyecto, data de 1805 y todo hace pensar que le sobrevino poco después la muerte.

 

La unificación que no consiguió Trento en el siglo XVI habría de llegar en el siglo XX, emprendida por los monjes benedictinos de Solesmes y bendecida poco después por los papas. De nuevo un editor (la editorial franco-belga Desclée) obtuvo réditos de la imposición de una versión única del canto católico, en 1908 y 1912. El Concilio Vaticano II, en los años sesenta, propició la lengua vernácula y los libros de facistol perdieron definitivamente su utilidad. Muchos fueron mutilados y reciclados en tulipas de lámparas o carpetas para los archivos. Los más quedaron abandonados y no era raro encontrarlos en el Rastro madrileño.

 

La Biblioteca Nacional cuenta con una colección de cantorales, que estaba inventariada pero sin catalogar, cuyo origen se remonta a las primeras desamortizaciones. En noviembre de 2012 se anunció que entre los 84 libros que dormían en un depósito desde hacía en algunos casos cerca de dos siglos, se habían descubierto en dos de ellos notables, aunque muy desleídas, iluminaciones. Después de un laborioso proceso de estudio, catalogación y restauración, algunos de ellos se exhiben en la Biblioteca, en una exposición que se abrirá al público el próximo día 19, junto a una selección de los mejores fondos que contienen música.

 

Los cantorales de la Biblioteca Nacional son en su mayoría libros de uso cotidiano, facticios, con tachados y añadidos para aprovechar el soporte, a veces muy mutilados, la otra cara de la cuidada e impoluta colección de El Escorial que mandó hacer Felipe II. Ha podido determinarse que los dos iluminados pertenecieron al monasterio toledano de San Juan de los Reyes, erigido por los Reyes Católicos para celebrar el nacimiento del malogrado príncipe Juan. Los escudos reales son anteriores a lo toma de Granada y algunas de las páginas arrancadas se encuentran desperdigadas por instituciones españolas y británicas. Son el comienzo de una apasionante investigación –ya se avanza algún hallazgo sorprendente– que nos permitirá sumergirnos en los usos de las iglesias (en alguna ocasión el cantoral es lo único que ha quedado del monasterio) y sus sufridos feligreses a través de los siglos. Además de una oportunidad de contemplar la belleza de lo inútil, que reivindicara Eliot.

 

 

Uno de los cantorales (MPCANT/23) de la Biblioteca Nacional.

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