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Cantos de cosecha

   El tardío madurar de los tomates resonó en el valle como un suspiro entre animadas tertulias. Los rastreadores sólo recordaban verduras idílicas, nada que ver con los caprichosos cultivos de la temporada. Buscando por los rincones el tiempo perdido, los coros y danzas ensayaban todos los ritmos por si las hortalizas lograban encontrar el suyo. Los ingenieros, atentos a las señales inequívocas de la máquina, predecían la vanidad de toda tentativa y el ineludible fin del sembrado mientras la mano de Dios, confundida por las quejas y los nervios alterados, se aliviaba con el recuerdo de los tiempos en que andaba perdida.

Cerca, en el sembrado, vivían las semillas, los primeros brotes, los breves tallos y los frutos. Llegaba la noche y la tierra no quería sufrir los terrores nocturnos: No son cosa que allí se dé, que se siembre o se recoja. Convencida por sus razones, la mano de Dios decretó que la sempiterna penuria, la amargura profunda y la funesta insania abandonaran el sembrado de inmediato. Agitando sus volantes, los coros y danzas entonaron un nuevo canto para celebrar el cálido despertar del que duerme tranquilo en las noches de espera y, en la alegría de la cosecha, acalla su corazón para oír a los pájaros y sabe entonces que Dios también los oye.

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