Me aferro a mi rutina, que ahora también me sirve para no pensar, o para pensar menos de la cuenta. A veces es importante saber comportarse como un autómata, y fingir que las ambulancias siguen pasando desapercibidas.
Estoy seguro de que el confinamiento nubla el juicio, por eso vuelvo a las certezas de antes. «Un buen desayuno da por bueno un día», escribí hace meses, y con esa tesis afronto cada mañana. Aunque las noticias enlacen el Día del Padre con una hilera de camiones repletos de ataúdes.
El despertador estalla a la misma hora de siempre, y mi programación diaria se mantiene intacta. «La rutina disminuye el esfuerzo de la voluntad, la rutina es un martillo», me digo, e incluso me reto a ser aún más productivo. Aunque la mujer que juega cada mañana en la azotea con sus hijas me despiste.
También intento hacer deporte dos o tres días a la semana, como cuando íbamos a los gimnasios. Las clases online no me fascinan, pero consigo cansarme, que es una cosa fabulosa durante una cuarentena. Y todavía no he roto ninguna lámpara.
Al final del día, una luz anaranjada parpadea en mitad de la noche. Se enciende y se apaga manteniendo una cadencia calmada, y su brillo se intensifica progresivamente hasta apagarse de golpe. Es el porro que mi vecino sigue fumándose cada noche antes de acostarse. Es un faro improvisado. Ojalá tenga provisiones suficientes como para mantener el hábito durante un tiempo. A mí también me relaja. Aunque han prorrogado quince días más el estado de alarma.
Hay rutinas más importantes que otras, eso también es verdad. Mi hermana me dijo que le gustaba leerme cada miércoles, que se sentía en casa a pesar de estar en Madrid. El lunes se incorporó al hospital, y está hasta arriba de trabajo, así que no sé si podrá leerme esta semana. Espero que todo esto termine pronto, porque me he sorprendido pensando que igual estos textos tienen alguna utilidad, y siempre me he sentido más cómodo en lo intrascendente.