A Soqui y Marila
Después de una noche fría y estrellada de infinita distancia, amanecí bajo un cielo blanco como una tinaja de leche.
Nada se movía, sólo el mar en el acantilado. Oía chillidos lejanos de gaviotas en el cielo, tenían hambre, los bigotes de chef volaban muy alto.
El océano, espuma, humo de agua, un vientre de formas redondeadas que va cambiando. Su piel viaja hacia el sur o rola hacia el norte diciendo adiós con pañuelos blancos, y cubre las rocas, color de la noche, de clara batida. El animal se estira hasta el horizonte, se eriza y enfurece, se matiza por las nubes, es coloreado por el luminoso limón del cielo y, cuando ha avanzado la tarde y llega el ocaso, se vuelve zumo, zumo de naranja.
Más tarde saldré a beber.
Algunas noches, no muy lejos, en el mar insomne navegan luces de verbena. Otras, luces que solamente son guiños en la caja de la noche, rojos y amarillos, fogonazos blancos. No se ve a nadie por estos parajes cubiertos de arbustos duros que hacen daño, pinos recortados en cartulinas negras.
Los primeros días, a mitad de la mañana venía mi casera en su coche levantando una estela de polvo, una humareda, que, agachada, se deslizaba por el camino. Luego paraba el coche en la puerta de la casa haciendo que el suelo hablase y, asomada a la ventanilla, me llamaba. ¿Oiga, está usted ahí…? ¿Se encuentra bien? ¿Quiere que le traiga algo del pueblo? Yo, desde una de las ventanas, le contestaba: ¡No, no, tengo lo que necesito muchas gracias! Ella insistía ¡Abríguese que aquí el viento corta la ropa! Y después esperaba un rato mirando hacia arriba sin hablar, agarrada al volante, hasta que con gesto de extrañeza ponía de nuevo en marcha el coche y se alejaba hasta convertirse en una simple cucaracha. Yo estiraba el brazo y con dos dedos la cogía arrojándola por el aire para que se la comiese el mar.
Ella dejó de venir –conseguí lo que quería- y ahora vivo en una casa apartada en un lugar al final del mundo donde nadie puede encontrarme.
Mi pelo ya no se mueve con el viento, es una piedra más. Me miro borroso en el espejo gastado del baño y observo que en uno de los bistecs de la cara me ha salido una franja de pelo blanco. Parece que me he manchado de harina. Sé por qué la tengo.
Mi cuello se ha estrechado y cuando sonrío las facciones parecen hinchadas, rojas como tomates. Estoy más delgado, mi pantalón tiende a deslizarse en la cadera y luego se arrastra por el suelo.
Hay arañas por toda la casa. Esperan cerca del techo formando nubes detrás de los cristales, sobre los rayos que agrietan las ventanas. Son pequeñas, diminutos soles alargados y oscuros. Sus patas finas, como los bigotes de un gato, se estiran y pliegan de vez en cuando para formar rectángulos.
El aire no trae olor a comida, pasa de largo con bandejas vacías.
No cocino, no me hace falta.
Próxima entrega: