Una noche acompañamos una cena exquisita con unas cuantas botellas de vino. Gang lo había cocinado todo. Le alabé tanto aquellos platos que, de golpe, me miró a los ojos con intensidad, y me preguntó si quería cocinar como él. Me dijo que él podía hacer que consiguiese resultados nunca vistos, que yo tenía aptitudes, y que por mucho que fuese al comedor ese a hacer prácticas no lograría nunca ser un gran chef. Sólo él podía abrirme las puertas a esos sueños que yo tenía en mi cabeza.
Brindamos una y otra vez entre risas y, sin pensarlo, dije que sí. Gang se levantó y fue a su habitación… tardó su tiempo en regresar.
Me quedé pensativo, observando el desorden de platos, utensilios y cubiertos por toda la cocina. El horno estaba abierto, y con una de sus bandejas a la vista. El cubo de la basura, los vasos y las fuentes con restos de comida.
Gang apareció en la puerta con un recipiente de cristal en forma de cono y dos vasos llenos de signos. Los puso sobre la mesa y, señalándolos con el dedo, dijo: ¿Estás seguro de que es esto lo que deseas? Entonces vamos a brindar de verdad. Pero te advierto de una cosa: hay un aspecto que quizás no te guste de todo esto y que vendrá con el tiempo.
La ambición y los vapores del alcohol me hicieron decir que sí aquella noche. Gang abrió el cono y llenó los dos vasos, marcados con símbolos y líneas con un líquido de color violáceo, parecido a un ponche. Luego me ofreció uno de ellos y yo bebí.
El líquido entró por mi garganta y prendió una hoguera en mi estómago. Gang me miró a los ojos con un gesto de complicidad y comencé a notar en mi intestino los sonidos de la sirena de un faro lejano en medio de la niebla. Respiraba aceleradamente y sentí que mi corazón latía de miedo. Él se me acercó lentamente y caímos al suelo.
Cerré los ojos y, cuando los abrí, estábamos dentro del horno. Me alcanzó un vaho espeso, una ráfaga de calor como la que desfigura las imágenes en una carretera asfaltada. Se oía un ruido de motor constante y profundo, nos iluminaba una luz amarilla, en el techo las resistencias se iban hinchando de un rojo fucsia incandescente, mi cuerpo se quedaba sin agua y de mi piel surgían ampollas. Olí a quemado, ese olor característico de cuando se queman las plumas de los pollos con alcohol.
Me tostaba, los dos nos abrasábamos, la grasa de nuestros cuerpos se diluía, me agarré a su espalda, pero su piel se deshacía quedándose entre mis dedos. De repente me entró un hambre desconocida. Aquella sensación no la había tenido nunca y dentro de mi boca brotaba saliva, que comenzó a hervir. Me entraron ganas de morder aquella piel tostada de Gang, hundir los dientes en la carne de su espalda, pero sentí un dolor intenso y aquel deseo se fue al instante. Chillé con todas mis fuerzas, hasta que no pude más. Me inundó la oscuridad y todo se tiñó de rojo.
Recuerdo que salimos flotando en forma de humo por una cavidad estrecha a través de la campana de la cocina, rozando el negro túnel aterciopelado. El viento que merodeaba en la noche me alivió. Nos llevaba dejando atrás los tejados y los ojos luminosos de los gatos, nos hizo volar entre las antenas de televisión, nos dio un fuerte empujón y nos lanzó muy alto perdiéndonos como dos globos.
Más tarde oí murmullos a mi alrededor. Había algo en la oscuridad que ascendía con nosotros. Parecía una inmensa y estrecha tela de araña que se perdía en la lejanía y supe, al momento, con toda seguridad, que eran los muertos que viajaban.
El cielo estaba estrellado, lleno de hormigas y arañas de luz que movían sus patas. A partir de ahí empecé a ver el pasado de Gang.
Era julio de 1976 en la ciudad de Tianjin. Ese día había amanecido extremadamente caluroso. Todo estaba envuelto en el silencio, parecía que el bullicio de los coches y de la gente se hubiese sumergido en el fondo del mar. El cielo estaba libre, casi sin azul, vacío. Nada flotaba o volaba allá arriba.
Al llegar la noche subieron más las temperaturas. Una anciana cocinaba echando verduras en un recipiente. Vi a Gang asomado a la ventana, de espaldas a ella, observando la profunda negrura. No veía la luna y tampoco, por más que lo intentaba, ninguno de los millones de insectos que estiraban y encogían sus patas luminosas. Se dio media vuelta y observó cómo la anciana echaba unas gotas brillantes en la tartera. Al instante emanó del recipiente una luz violácea. Después ella guardó el frasco de aquel líquido en una caja, se subió a un taburete y colocó la caja dentro de una pesada alacena.
También vi a una niña correr por un pasillo oscuro. Más tarde Gang salió de la cocina y se acostó en un catre. Después de un tiempo bajó con los pies la marea blanca de la sábana. No podía dormir por el calor, daba interminables vueltas sobre el colchón. Desde el dormitorio sintió cómo la anciana se acostaba en otro lugar de la casa.
A las cuatro de la madrugada cayó un rayo iluminándolo todo de un blanco cegador. Luego la oscuridad total, a la espera de un enorme trueno. Gang corrió hacia la ventana. Silencio.
Llegó el rugido de un monstruo y cayeron infinitas flechas y lanzas de agua que se clavaban en los tejados y arañaban los cristales. Después, un mugido sin final y todo tembló. Las ventanas y los muebles comenzaron a vibrar. Primero todo se iba hacia los lados y luego de arriba abajo.
Aterrado, Gang cogió a la niña y, al pasar con ella en brazos por el inestable pasillo, vio a la anciana en la cocina, aferrada a la caja. El techo se derrumbaba, desde las paredes las tarteras y utensilios de faena caían al suelo. El mugir seguía constante y lo que caía carecía de sonido. La alacena se vino abajo y arrastró con ella a la anciana aprisionándole las piernas. ¡Corred, corred, Salvaos! ¡Gang, coge la caja, la caja! –les gritó.
Gang entró en la cocina mientras la niña lloraba.
Miles de rayos blancos subían al cielo. En la ciudad borrada por la noche, los edificios, uno a uno, iban cayendo silenciosos.
Seguimos nuestro viaje de humo y por un momento tapamos la luna. Era un enorme plato de sopa.
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