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Capítulo 14. Bolsas. Historias de la habitación 329

                                                 

Una orden judicial precintó el segundo piso. A los operarios de limpieza del ayuntamiento les llevó varios días vaciarlo de basura. Llenaron dos camiones con todas aquellas bolsas y desperdicios, lo limpiaron y fumigaron. Las ventanas se mantuvieron abiertas, el aire, el viento y los olores de la ciudad entraron durante aquel mes.

 

Cada vez que me oía, Soledad salía al descansillo y me preguntaba por Gang. También coincidía con ella subiendo las escaleras de peldaños de madera gruesos y redondeados pintados con patente de los barcos. O me la encontraba sacando brillo al gran pomo redondo de su puerta y viéndolo todo desde allí de oro puro. O entraba en el portal cargada de bolsas del mercado con contenidos optimistas, como las cajas de pastillas de doble caldo de carne y de gallina, llenas de grandes letras mayúsculas  sobre fondos vivos.

 

De aquellas bolsas de plástico de colores salían, relajados, por la abertura de las asas, hojas de acelgas y espinacas, plumeros verdes de zanahorias y perejil. Desde el interior se transparentaban y abultaban los colores naranjas y amarillos de las frutas, tomates colorados, botellas de aceite de oliva, pastas. Paquetes de colores cálidos y luminosos, de sopas Maravilla, de carne con estrellitas, de pollo con conchitas, y paquetes de arroz La fallera.

 

Las bolsas de los otros vecinos eran tristes, llenas de cebollas, ajos y patatas con tierra incrustada, jabones Lagarto, pinzas de madera, botes de lejía, botellas plateadas de ponche y coñac, rollos de papel higiénico, limpia muebles, paños, cajas de leche con caras de niños desaparecidos, botes de garbanzos, estropajos blancos y paquetes de café. Subían cargados, despacio pero sin pausa, silenciosos, y como camaleones, se confundían con el ambiente de las escaleras. Me percataba de su presencia por una leve brisa que llegaba desde atrás y rozaba mi nariz, dejando  olores de naftalina, medicamentos, cápsulas de hierro y tabaco.

 

Se alejaban sin más, olvidando algún cabello plateado sobre los leves surcos de los peldaños. Al llegar al segundo piso se paraban y, pegándose a la puerta de Soledad, les salía un suspiro inconsciente. Era  el olor a pollo que les llenaba de nostalgia y les abría una rendija en la memoria, para recordar un instante fugaz, una sensación positiva que desaparecía rauda como una flecha por la enorme garganta de un bosque lleno de niebla.

 

Después de aquella pausa seguían su marcha lenta e invisible. Solamente se distinguían nítidas las bolsas de la compra, que flotando en el aire subían las escaleras.  

 

Gang pasó una semana en el hospital en una habitación de tres camas, pálido, con el camisón blanco atado por detrás con unas débiles cintas que lo dejaban siempre desnudo. De día oía los frenos y bocinas de la calle y por la noche esos mismos sonidos le recordaban a los de la selva, elefantes y monos, rugidos de panteras y leones. Seguía el recorrido del camión de la basura que se iba acercando hasta su ventana para recoger los ruidos de los residuos del hospital de un gran contenedor. De vez en cuando las motos pasaban de largo acelerando.

 

Mientras tanto, en la habitación, las peras de las camas tosían secamente, ¡tac!, y se encendía una luz roja.

 

La boca se le había llenado de llagas que se le extendían hasta  la garganta. Gang segregaba continuamente saliva y la iba controlando con pañuelos de papel que caían al suelo como bolas de nieve. Sólo algunos iban a parar a la papelera.

 

El primer día tuvo mucha fiebre y la fiebre le obligaba a contar las pequeñas protuberancias blancas de paredes y techo. El gotelé le había trastornado por completo y pronto toda la habitación se volvió para él un recipiente de arroz con leche donde las camas eran cortezas de limón.      

 

No tenía fuerzas, ni olfato, ni ganas de volver a cocinar.

 

Uno de los enfermos de la habitación 329 tenía el don de la palabra, no dejaba de hablar ni un solo momento, de gallinas, de pollos, de cerdos, de ovejas y carneros, hasta de sus nueras. ¡Él sí que sabía tratarlas bien! En su casa tenía una gran despensa, siempre con algún jamón de bellota, ristras de chorizos y morcillas, latas grandes de jamón de york, barras de salami, grandes cantidades de sobrasada y hojas de bacalao. En los estantes de la alacena almacenaba quesos y torres de conservas, cajas de aceites de girasol, de oliva virgen, de 1º y de 0’4º, sacos de legumbres, botes grandes de melocotón y piña en almíbar, guindas en aguardiente y aceitunas, toda clase de turrones, mantecadas de Astorga, alfajores, melindres, mazapanes y dátiles, arroces largos, cortos e integrales. Presumía también de un baúl congelador con rodajas y colas de merluza, pez espada, fletán negro, rodaballos, salmones, langostas, gambas y langostinos, pulpos, sepias, rodajas de calamar, vieiras, almejas, zamburiñas,  bolsas de combinados de mariscos para paellas. Cabezas de cabrito, chuletas, lacones, croquetas, bolsas con guisantes, judías, coliflor y muchos paquetes de hielo triturado.

 

Allí llevaba él a sus nueras y se lo enseñaba todo con calma, como si fuesen tierras, interminables extensiones de terreno: todo lo que veis hasta el horizonte es mío. Al casaros con mis hijos nunca pasaréis hambre, siempre estará la casa de vuestro suegro para daros de comer. Gracias a Dios él tenía mucho apetito y comía de todo ¡A ver si de una vez en el hospital le traían comidas normales, porque todo lo que le daban era pura bazofia!

 

El otro enfermo, el de cama de la izquierda, recién operado de cadera, se había despertado una madrugada sobresaltado y desorientado y se había bajado de la cama haciéndose un lío con las sábanas y los tubos de la medicación. Gang lo sintió y abrió los ojos. Estaba de pie frente a él, como uno de los fantasmas de Navidad de Dickens, en medio de la penumbra rojiza que creaba el piloto de luz del suelo. Parecía un gran rollito de primavera. Gang apretó la pera para llamar a la enfermera y la puerta se abrió con una negra silueta recortada sobre el fondo encendido del pasillo. La enfermera le dio al interruptor de la luz y se echó las manos a la cabeza. ¡Pero qué ha hecho usted, alma de Dios…! Desorientado y balbuceando, el enfermo no dejaba de girar lentamente sobre sí mismo.

 

Cuando a Gang le quitaron el suero sólo le apetecían pescados hervidos, judías, acelgas con patatas, cremas de espinacas, consomés y agua de limón.

 

Uno de aquellos días llevé al hospital mi cámara. Me gustaba sacar fotos a las comidas para mi colección, tenía ya cientos de ellas durante el proceso de preparación de los platos. Algunas eran francamente buenas. Tomé un par de fotos de Gang comiendo en aquel hospital.

 

Mientras las hacía entró una enfermera diciendo: Está totalmente prohibido hacer fotos dentro de las habitaciones y en todo el recinto del hospital. Me quedé desconcertado y le contesté: le voy decir una cosa y que no le parezca mal. Un hospital no es un museo. Ella contestó que estaba escrito en el reglamento, pero que se le podía pedir permiso a la jefa de planta o a ella.

 

Entonces –le pregunté-, ¿me da usted permiso para seguir haciéndolas? ¡Rotundamente no! Nunca daba el permiso, lo que sí podía hacer era irse de la habitación como si no me hubiese visto y ¡allá usted…! Así lo hizo.  

 

El día que le dieron el alta, fui a buscar a Gang al hospital y le ayudé a recoger las cosas del armario. Salimos de la habitación alejándonos de aquellos pasillos llenos de puertas y reproducciones de Van Gogh, Monet, Manet, Degas, Cézanne en las paredes. En la calle, sin previo aviso, nos iluminó un rayo de sol.

 

 

                                                             

Próxima entrega:

 

Capítulo 15. Impaciencia y soledad

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