El primer día que Gang se levantó de la cama, Soledad lo invitó a su casa a comer una paella. Después dijo que yo también podía ir. Temprano, así veríamos cómo la hacía.
Sería la una y media cuando llegamos. Soledad estaba arreglada como para salir, pero tenía puesto el mandil. Los labios se los había pintado de color cereza. Cuando hice ademán de besarla nos advirtió que se había echado demasiada crema y agua helada en la cara, y que estaba pringosa. Llevaba una camisa abierta y colgaba de su cuello una medalla que se movía con sus rápidos gestos. Su pelo color pajizo lo había peinado tirante hacia atrás sujetándolo con un moño en forma de caracola, dejando al descubierto sus orejas con perla.
La mesa estaba puesta. En una esquina una bandeja plateada con tres copas de vino. Invadida de una euforia juvenil nos dijo: coged las copas, tomaremos un vino mientras cocinamos. La seguimos hasta la cocina, y Gang se fijó en una foto sobre el estrecho mostrador de una alacena. La cogió, por un momento, se veía algo verdosa por la luz del sol. En la imagen estaba ella alrededor de la mesa con su familia, todos brindaban con las copas en alto.
La cocina estaba llena de muebles que salían de la pared. Había dos sillas y una pequeña mesa redonda con un hule estampado invadido de flores y, en el centro, un tapete casero con un cacharro lleno de nueces. La ventana que daba al patio se escondía tras unas cortinas.
Soledad había comenzado a preparar la comida. Olía a calamares que alborotaban bajo una tapadera en la sartén, aunque cada vez que ella cogía algo de aquellas puertas de la pared, salía el perfume a pollo para ver qué pasaba. Algunos ingredientes ya estaban listos y esperaban su turno: las gambas, las cigalas, la salsa de tomate, el limón, las ñoras, la sal, los dientes de ajo, el pimiento, el perejil, la medida de arroz en la taza, la tartera con el agua caliente del pescado y los sobres de azafrán.
Bueno, ¿cuál es el fuego de este hornillo? –dijo ella, llevándose la copa de vino a la boca-, nunca sé cuál es. Este no es, ¡ah! es éste, y subió un poco más el fuego. Ahora atentos –dijo, y echó las almejas-. ¿Veis cómo se alborotan? Comenzó a rehogarlas con los calamares utilizando una cuchara de madera y aquella mezcla empezó a burbujear. Aquí tengo el agua del pescado. Está hecha con rape que es el que le da más sabor. ¡Cómo lo cubre todo!, ¡Qué rico! A la pescantina de la plaza le dije que me lo limpiase bien… ¡Mirad lo bien que me salió! Vine con un montón de cosas y baratísimo. Un día le compré a la pescantina de al lado unas vieiras y cuando las preparé me sabían a petróleo. ¡No es por nada, pero tengo un paladar…! No sabían a mar limpio. Me vuelvo tan perezosa, es por estar tan sola. Ahora hay que medir el agua. Gang, mira el agua del pescado a ver qué tal, quizás no tenga sal.
Gang cogió una cuchara y la sumergió dentro de la paellera, luego la probó. Asintió, estaba de su agrado.
Las paellas tienen que estar hechas al momento y el agua tiene que hervir mucho, el arroz siempre hay que echarlo formando una cruz –siguió explicando mientras abría un paquete-. Qué pequeño es este grano, no echo más porque somos muy pocos, después todo me queda ahí, a mí me gusta más el arroz de Alicante…
Gang entonces le rogó: No, por favor, eche más arroz, quiero llevarme lo que sobre a casa, necesito coger fuerzas.
Ella lo hizo con mucho agrado.
Nunca echéis agua fría sobre el arroz porque puede que se abra. ¡Ay, ya me olvidaba de las ñoras! –las echó en un colador con ajo picado y lo sumergió en el mejunje con el arroz-. Cuanto más marrón mejor. Cuando vio que el color del agua estaba bien, explicó: Ahora le ponemos solamente tres gambas, no vaya a ser que después estén crudas, y también un par de langostinos… –el chino estaba muy comedido y no decía nada, sólo la escuchaba-. ¡Siempre sola haciendo la comida de cualquier manera!, mamá ya lo decía! ¡Ah!, tomad un poco de jamón mientras no se termina la comida –abrió la nevera y sacó una fuente-. Este recebo lo compré del mejor, es un poco más barato que el otro, pero está muy bien.
Gang le ayudó a hacer unas gambas a la plancha y ella le dijo: Me da la sensación de que eres un poco nervioso para hacer la comida.
De la sartén empezaba a subir un humo como de pelos de punta.
¡Esto ya parece un restaurante, huele a comida por toda la casa! Fijaos, la paella saldrá santa, mirad la corona resplandeciente que se le está formando en el medio –exclamó, levantando los brazos-. La paella ya casi está ¡que Dios nos coja confesados y, si no está bueno, que la gente no vuelva al restaurante…! –y probó la paella-. ¡Ah!, el arroz tiene como corazón, yo soy bastante quisquillosa para la dichosa paella, el socarrá por ejemplo, no me gusta porque me sabe a humo.
Creo que ya está en su punto. Podemos sentarnos a la mesa. ¿Gang, la llevas tú, por favor? Ten cuidado, no te quemes. Coged vuestras copas. ¡Ah, se me olvidaba, el solomillo de mi marido!, aunque al final siempre me lo tengo que comer yo.
Nos dijo que siempre cocinaba uno por si él aparecía a comer. Cuando vivía era muy puntual, a la una y media, dos menos cuarto, le pedía la comida y ella ya se lo tenía todo listo en la mesa.
Desde que se había quedado sola preparaba poca cosa de primero, una sopa, unas patatas cocidas, judías, porque así se entretenía antes pelándolas, o simplemente se conformaba con una ensalada. Después siempre tenía que comerse el solomillo, ya que él nunca venía.
Se acordaba de cuando en vida le llevaba a la mesa la comida. Primero él le preguntaba qué es lo que había en la fuente, y ella le contestaba: ¿es que no lo ves? Después, le decía, que le sirviese poco, algo de esto y de aquello pero de eso otro ¡no! y además que no le echase más, que tenía tiempo, pero ella insistía y le seguía sirviendo, porque sabía que se lo comería; era el juego entre ellos dos.
Gang le dijo que quería hervir agua en una tartera. ¡Por supuesto, que lo que él quisiera! –le contestó ella. Cuando llegamos al comedor, Gang dijo que había que poner más platos en la mesa. Tenía una sorpresa preparada. ¡Me encantan las sorpresas! –dijo Soledad. Sacó de una alacena unos cuantos servicios más y la ayudamos a ampliar la mesa.
Gang puso agua a hervir en la tartera más grande de la cocina, sacó del bolsillo un saquito que contenía un líquido espeso parecido a la miel y lo echó en el agua. Al momento llenó tres tazas y nos lo dio a beber. Ella se quedó con la boca abierta y preguntó: ¿Qué es, un reconstituyente o algo así para abrir el apetito? Nos sentamos a comer, el arroz tenía un aspecto fantástico. Era un sol dorado en el centro de la mesa. Ella le sirvió primero a Gang.
En la cocina el líquido de la tartera siguió hirviendo y aparecieron burbujas de luz. Un humo espeso que casi se masticaba, de color mandarina, comenzó a levitar formando un camino hasta el comedor. Lo vimos avanzar despacio hacia nosotros, cada vez se hacía más luminoso. Soledad y yo nos quedamos de piedra, aunque no se de qué me extrañaba yo conociendo a Gang. Ella comenzó a gritar y Gang la tranquilizó: espere, Soledad, ya verá… ¡Ave Maria Purísima, esta situación es tremenda de la muerte! –dijo ella. Y se santiguó.
El humo seguía avanzando hacia nosotros hasta que cercó la mesa. Cuando encontraba una silla vacía se abultaba y se iba desprendiendo del resto. Luego subía hasta posarse en cada uno de los asientos, formando una figura que por momentos adquiría matices. Cuando finalizó la transformación, los personajes eran los de aquella comida familiar de la foto. Debió de ser la infusión que nos dio porque estábamos encantados con los recién llegados.
Ella sirvió la paella y empezamos a comer, tuvimos la sensación de que también ellos lo hacían. El humo de la tartera no dejaba de brotar y daba vida a aquellos personajes a través de tres cordones umbilicales de niebla. Soledad les habló a los espectros y les contó lo sola que se encontraba y lo lentos que se le pasaban los días. Qué guapos estaban todos. Les preguntó cuándo se decidían a traerle un nieto y les advirtió que, si seguían así, se iba ha poner en huelga de hambre hasta que lo trajesen a este mundo, ¡y ya verían!
Bueno, su hermano había engordado un poco y echado barriga, era necesario que se cuidase por el colesterol, era muy malo para las arterias y el corazón. Si viniesen a menudo a comer sus lentejas, o los potajes de garbanzos, los calamares guisados con patatas… se sentirían mejor. Tenía tanto cariño para darles.
La paella estaba exquisita, dijimos a la vez. ¡Qué bien, yo creí que iba a estar horrible! Lo que noto es que está salada y sosa por zonas, como en las corrientes de los mares. Además –añadió- yo como muy poco, porque tengo un estómago infantil.
Debería haber pasado antes por la plancha los calamares, las gambas y los langostinos. Esto lo hacía cuando vivía en el campo con su marido y sus hijos, allí todo sabía mejor, tendría que volver a hacerlo así. Había un marinero que les avisaba cuando tenía un buen género. Éramos muy felices juntos. Luego miró a Gang y sus ojos se humedecieron. Le preguntó con titubeos si podía traer a comer a su difunto marido. Gang le dijo que era muy difícil invitar a comer a un muerto, pero que lo iba a intentar.
Soledad se levantó apresurada de la mesa diciendo: acompañadme muchachos. Y corrió hasta su dormitorio esquivando los caminos de humo del pasillo.
El dormitorio olía a bolas de alcanfor y a colonia fuerte. Una ventana permanecía abierta detrás de unos visillos transparentes. El aire que nadaba entre los edificios de la calle los movía suavemente. Tenía muebles de otro tiempo. La cama era grande, de dos plazas, su cabezal se trenzaba con una madera pesada y oscura, una colcha se dejaba caer desde la almohada como una duna de nieve y creaba una superficie lisa hasta los pies. Sobre la almohada descansaba una muñeca del pasado, de cabellos paralizados y ojos de ratón. Tenía una nariz diminuta y la boca perfilada, estaba vestida de ganchillo con hilos tejidos de color verde manzana y llena de cintas de raso. Encima de la cabecera había una cruz.
A ambos lados de la cama había dos mesillas de noche llenas de cajones con sus lámparas de flecos encima. Había también un espejo ovalado en una de las paredes y una cómoda de formas redondeadas con varios cepillos de plata para el pelo, un joyero abierto donde se revolvían pendientes, collares de bolas negras, perlas, anillos y piedras preciosas del Brasil. Solo, sobre una esquina de la cómoda, había un rosario que, sinuoso, dibujaba un alga perdida en la playa.
Soledad señaló la foto en blanco y negro de su marido que estaba en la pared. Era un rostro joven, con la frente despejada. Desde la cabeza asomaba un bucle de pelo oscuro que le caía hacia un lado hasta una de las cejas. La boca y los ojos sonreían. El cuello se desdibujaba sobre el blanco del papel.
Descolgó la foto y le dio un beso al cristal, dejando sobre la superficie una huella colorada. Luego se la dio a Gang.
Cuando llegamos de nuevo al comedor él le preguntó cuántos años hacía que se había muerto. Veinte, contestó. Gang puso una cara extraña y dijo que nos quedásemos todos en la mesa, que lo iba a intentar. Moviendo la cabeza hacia los lados se fue con parsimonia hasta la cocina. Yo no le hice caso y lo seguí. Los invitados de humo seguían sentados delante de sus platos de comida.
Del interior de la olla no dejaba de salir humo. Gang abrió una de las puertas de los armarios y sacó una botella de vinagre, echó su contenido en otra tartera más pequeña y la puso a calentar. Luego fue añadiéndole tazas de agua, una por cada año que faltaba el marido de Soledad de este mundo. De su bolsillo sacó unas piedras de color rojizo y las pasó por el cristal de la foto, como dibujando por encima de aquel rostro.
Al principio olía mucho a vinagre pero después, cuando la pócima empezó a hervir, ese olor cambió al de las flores secas por el sol. Comenzó a salir un humo gris de la tartera que se deslizó al suelo nadando como una anguila por encima de los azulejos del pasillo. Justo al llegar a la puerta del comedor subió formando una columna gris del tamaño de un hombre, aún sin definición alguna. Comenzaron a surgir las extremidades, primero un brazo, después una pierna, luego todo lo demás. Desde la mesa todo era borroso como una foto movida. La forma comenzó a andar. ¡Es él, mi marido! –exclamó Soledad.
Los visitantes que comían en la mesa no se inmutaron, eran como hologramas que hacían lo que debían hacer, comer.
Ella fue hacia él como una posesa y, cuando lo cubrió con sus brazos, el marido la traspasó y lo sintió por un instante. Él siguió su camino hasta la mesa y la fue atravesando. Pasó por entre las copas e hizo que el vidrio cantase, por el carmín de las botellas, por los panes. Atravesó cuchillos, tenedores, y por último, cuando llegó al solomillo, éste se elevó flotando hasta la pared. El marido de Soledad desapareció pero la carne quedó pegada al papel pintado y se fue escurriendo lentamente hasta quedarse apoyada en el suelo. Ella permaneció sin palabras, temblando, mirando el plato vacío.
De golpe, parecía que a todos los objetos de la habitación les pasaban los años, se achicaban, perdían interés, se volvían viejos. Después se fue a por el paquete de pasteles, desató el lazo con las uñas y el papel se abrió como el vientre de un pescado. Mis favoritos, dijo con tristeza.
Todos comimos pasteles hasta que llegó el momento en que los convidados llegados del interior de la tartera empezaron a desvanecerse. El recipiente de la cocina se quedaba sin líquido y ellos se esfumaban, perdían consistencia. Soledad, lentamente, les dijo adiós con la mano. Y se levantó apurada para recoger todo lo que había quedado. Había sobrado bastante arroz y unas almejas.
Mientras lo hacía, murmuró al aire: creo que desde mañana comeré todos los días marisco.
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