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Capítulo 19. Adiós Gang

 

Todavía era de día, aunque el cielo irremediablemente se iba tiñendo de añil. Furioso di varias vueltas a la manzana, también lo hizo mi memoria, que trajo a mi mente una comida en familia.

 

Era un domingo soleado del mes de agosto. Mi abuela, que se llamaba Deliciosa, había invitado a comer a una amiga de su infancia. Hacía por lo menos tres décadas que no se veían. En la mesa nos acompañaba un primo mío que casi siempre estaba en casa a la hora de comer. Aquella mujer se llamaba Jesusa, tenía el pelo rizado y blanco, igual que una coliflor, sus labios eran carnosos y por las mejillas le rondaban tonalidades de fresa. Había venido vestida igual que para un baile de salón con un traje de gasa estampado de flores que caía ondulante desde sus caderas anchas. Durante toda la comida se explayó hablando. Cuando llegó el postre, una bandeja de porcelana blanca repleta de bombas de nata y pasteles de hojaldre, Jesusa se dirigió a mi primo y aquellas palabras nos sonaron a todos como dichas desde un altavoz: Estuve toda la comida pensando, (no sé cómo pudo pensar porque estuvo hablando sin parar), ya sé a quien te pareces. ¡Porque mira que este muchacho es guapo! -dijo entonces mirando a toda la concurrencia. Es igual, exactamente igual, que el Maharajá de la India. Con esa mata de pelo negro que tiene, las cejas como dos congrios y esos ojos oscuros flotando en un mar anaranjado, seguramente tendrá a todas las mujeres tirándosele al cuello.


 En cambio éste… -me señaló,- no vale nada. ¡Mira que es feo! Es como mi hijo el mayor, que se hizo camionero. Ese no anda con mujeres, está todo el día dentro del camión, viajando, transportando productos congelados o no sé qué, fuera de España, por Francia, Holanda o algún sitio de esos. Nunca se casará, siempre lo verán por ahí perdido en sitios de mala muerte.


 La abuela Deliciosa se murió de madrugada en una noche desapacible de lluvia y viento. Caían las gotas tan fuertes que parecían fideos y ella, lamentándose, no dejaba de repetir una y otra vez: Dadme  un poco de sopa, dadme un poco de sopa…  Hasta 100 veces lo dijo.


 Sin dejar de caminar pasé por delante de un quiosco y me vino el olor a carne que hay dentro de las páginas de las revistas. Había gente de espaldas viendo las fotos. Algunos se agachaban en los montones de publicaciones que se apilaban en la tarima del quiosco para ojear las revistas y pasaban las páginas rápidamente,  animando las fotos que había dentro. Otros hacían que miraban lo que no estaban viendo a través de las paredes forradas de revistas sujetas por pinzas de la ropa con grandes titulares en negro y fotografías. Un hombre con movimientos propios de un gusano, chocó contra mi, y sin más se alejó por entre la multitud, pero abandonó una frase que decía así: hace ya veinte años que vivo en esta ciudad y todavía nadie me ha dado un sopapo.


 Seguí caminando con cierta desconfianza ya que tenía el presentimiento que visto y oído, el siniestro personaje de mi edificio podía cruzarse nuevamente en mi camino.


  De vez en cuando encontraba músicos que tocaban la guitarra. En las fundas de los instrumentos, tendidas en el suelo, brillaban pocas monedas. Alguien me pidió unos céntimos, o lo que fuese, a cambio de un paquete de pañuelos. Joven, me da una moneda por favor, -pasó también una mujer como una bala.


  Yo iba pensando que el chino tenía que largarse sin falta del piso. La ciudad se había iluminado, y miré hacia la noche. La luna se reía.


 Harto de dar vueltas llegué de nuevo a casa y monté un follón, o más bien una escena de celos, en la mismísima cocina. Esas palabras y reproches que lanzaba mi boca fueron saliendo por la ventana del patio de luces, incluidas aquellas con las que le dije a Gang que se largara. 


 Me costó dormir aunque, quizás llevado por un sueño de carnero, a través de la ventana oía los sonidos lejanos de la calle y pensaba que eran los pájaros que, cuando va terminando la noche, despiertan a la mañana. Supe después que era un grupo de gente que silbaba en la calle. Cuando vi en el reloj “las dos de la madrugada”  acto seguido me quedé dormido.


 Había poca luz en el dormitorio, pero descubría las formas y las construía de infinitos puntos que flotaban en el aire. Me incorporé en la cama y vi que en la ventana amanecía con un tímido azul y que una pequeña nube color plata empezaba a colorearse de naranjas lechosos. Cerré los ojos por un instante. Al abrirlos observé que la nube había aumentado de tamaño, pero en ese momento no me llamó la atención el cambio, simplemente las frías temperaturas allá arriba la habrían expandido un poco. A medida que la miraba, la nube crecía extendiéndose en el trozo de cielo que me dejaba ver la ventana. Lo que comenzó siendo una curiosidad empezaba a ser aterrador pues la nube se estaba acercando a toda velocidad a la ventana, hasta que colisionó con ella y presionó tanto el cristal que lo hizo estallar en multitud de trozos puntiagudos en todas las direcciones. La nube entró como si fuese un enorme suflé que crecía sin parar. Fui hacia la puerta de entrada pero no pude abrirla. Por más que lo intentaba era inútil, la nube me tenía acorralado. Y me engulló.



 

 

 

Próxima entrega:

 

Capítulo 20. Una caja de misteriosos frascos

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