La cocina del restaurante estaba viva, al manipular los alimentos se movían e intentaban escapar. Siempre tenía lista una cámara de fotos y varios carretes de repuesto, así quedaría constancia de aquella locura. Monté un laboratorio de fotografía en una habitación que usaba mi padre para descansar y que tenía un pequeño servicio, una pileta y un catre donde él echaba la siesta después de comer. Me encerraba horas allí, en aquel espacio ruborizado, revelando fotos. Era muy difícil que saliese alguna nítida y contrastada ya que, en el momento de apretar el obturador los alimentos se esparcían a gran velocidad por toda la cocina.
Los huevos fritos hablaban desde el fondo oscuro de las sartenes, giraban sobre sí mismos y se desplazaban en el aceite hirviendo dando saltos, les crecían ojos que se hinchaban y recorrían con la mirada el techo de la cocina y explotaban luego como pompas de jabón, las yemas redondas adquirían perfiles y se dibujaban bocas coloreadas de rosas y naranjas. Una vez uno se hinchó tanto que se transformó en una escafandra de astronauta, dentro de ella un rostro imploraba aterrado, como si se hubiese desprendido del cordón que le unía a la nave, alejándose sin remedio y para vagar en el abismo del espacio.
Los huevos se metamorfoseaban y parecían lo que no eran, rostros inquietantes que decían solamente una frase, recuerdo uno de perfil que dijo: se esperan fuertes lluvias en NY. También se convertían en peces que tenía que pescar en la sartén porque no paraban de dar vueltas, y todo tipo de animales, por ejemplo un elefante. Un día un huevo frito tomó la forma de una gallina con su cresta bordada y todo, le pregunté qué había sido antes…, pero no recibí respuesta, al contrario se fue cocinando impasible, en su sitio, como si estuviese clueca, hasta volverse de un color oscuro que más que gallina parecía cuervo.
Los huevos me daban consejos, me reñían e insultaban y algunos se burlaban directamente de mí. Lo que contaban lo he ido anotando en libretas que guardaba bien escondidas en el doble fondo del cajón de los cubiertos.
Los huevos, definitivamente, me daban pavor. Cada uno era irrepetible, nunca sabía qué pasaría con ellos. A veces, cuando los rompía, caían unos soles brillantes que si los miraba directamente por un tiempo, cegaban la retina. Otros, al abrirlos, liberaban vientos intensos que olfateaban la harina y el pan rallado, siempre los encontraban, aún estando dentro de sus cacharros, los volcaban y luego espolvoreaban todo por la cocina.
Un día, distraído, batí un huevo de dos yemas con la forma del símbolo infinito. Este formó un tornado que envolvió el tenedor y, al desprenderse de él, salió girando a través del mostrador, dejando a su paso un cerco pringoso y amarillo.
Algunos se resistían a salir de sus cáscaras y se adherían a ella emanando un olor nauseabundo, no tenía más remedio que tirarlos. Otros dejaban una masa espesa en el recipiente, negra, como la tinta de calamar.
A los huevos cocidos les quitaba la cáscara con mucho cuidado y después, con un cuchillo afilado cortaba por la mitad su superficie lisa y brillante. A veces no ocurría nada porque aparecía lo que tenía que aparecer, una simple yema de huevo, pero otras me descubría diseccionado un ser diminuto y dorado, en una postura semejante a las de los enterramientos en vasija de las civilizaciones antiguas.
Cuando cortaba la carne en forma de filetes y les echaba la sal, reían como si tuviesen cosquillas. Después, al caer sobre el aceite caliente de la sartén, se contraían y retorcían apareciendo formas humanas, emperadores romanos, generales de los ejércitos dando instrucciones tácticas de combate, animando a las tropas, a las patatas que estaban en las fuentes, con frases de sufrimientos, amenazas, martirios, escarnios, venganzas y torturas.
Una vez un trozo de carne que ardía como una pira sobre aceite hirviendo comenzó a hablar utilizando una gran oratoria. Me contó que era Calígula. Al principio lo que decía era bastante razonable pero enseguida se puso nervioso y subió el tono de voz volviéndose loco y con el aceite que le rodeaba empezó a salpicar por doquier. Con una espumadera lo apreté y le di la vuelta, obligándolo a callarse.
Otros tomaban la forma de guerreros o dioses nórdicos, Odín, Tor; también piratas con hachas y machetes.
Un día, cuando estaba friendo un trozo de pescado, se transformó en una cara de gato que se relamía de gusto sin parar.
Las habichuelas salían de las cacerolas y, saltando al suelo, escapaban rodando por la cocina, se metían por las rendijas de los muebles y los armarios.
Próxima entrega:
Capítulo 22. Mensaje en la lechuga