El termómetro oscilaba entre los 41 y 43 grados, el gran limón brillaba rabioso. Un aire espeso y húmedo lo inundaba todo, se posaba sobre nuestras cabezas pegándose en la frente, lo que hacía que caminásemos lentamente con la cabeza inclinada hacia el suelo, y que viésemos la realidad de la ciudad, los distintos pavimentos y parches negros de alquitrán, las pequeñas vidas que surgen del asfalto, las rayas anchas de color blanco, las caras de las bolsas aplastadas, los papeles chiquitos de colores llenos de diminutas letras.
También el calor interfería en las carrocerías de los coches. Brillaban haciendo guiños a las ventanas y balcones. Además la luz del sol hacía que algunos edificios llenos de ventanas fuesen grandes espejos que desprendían destellos cegadores, blancos y platas. Esto calentaba aun más la calle.
Olía a carburantes, a tabaco y cerca de los contenedores de basura, a cabezas de pescados, a patatas y un poco a cerveza.
Los letreros de las tiendas se veían en exceso, las emes y las aes, las erres y las pes. Mucha gente aliviaba el calor comprando polos de colores intensos, que se iban derritiendo, pegajosos, en sus manos. Al atardecer, el sol utilizaba de espejo las señales de la calle.
Una tarde una gran nube oscura y negra con la forma de un pollo asado cubrió una parte del cielo tapando el sol durante una hora, y todo el mundo creyó que aquel tiempo de calor se había terminado. Pero la nube se deshizo cayendo al suelo en forma de una lluvia gris que manchaba como la ceniza.
A las cinco de la tarde en un edificio cerca del restaurante hubo un incendio. De la oscuridad de un tercer piso, entre las pequeñas uniones de las persianas, salía una cortina de humo espeso. Dentro una mujer gritaba: ¡Me quemo viva, me estoy cocinando, socorro, sáquenme de aquí…! Supe después que ella se había salvado porque estaba comiendo y todos los días a esa hora dormía la siesta.
Los bomberos llegaron con sus sirenas, y también la ambulancia, e hicieron que correteasen unas nécoras por la encimera de mi cocina.
Dentro del restaurante costaba tener las cosas en su sitio. El calor hacía que pareciese todo más desordenado y los alimentos se sentían incómodos. Algunos se contraían y otros, en cambio, se extendían o derretían a lo largo de las mesas. Aparecieron moscas en la cocina que no acababan de firmar en el aire.
Una noche que la luna era un hornillo encendido sobre un cielo vitrocerámico, alguien entró en mi restaurante y lo dejó patas arriba. Todo estaba en el suelo hecho añicos. Los platos pintados se esparcían por debajo de las mesas y sus restos llegaban hasta el interior de los aseos. También me quedé sin las copas de colores, que se habían transformado en simples trozos cortantes. Los armarios de la cocina estaban abiertos y por las baldosas había un caos de cacerolas, sartenes y cubiertos de metal. Habían vaciado los estantes donde guardaba los aceites y las latas de conservas, la harina, las especias y la sal. Estaba claro, habían venido en busca de algo y no lo habían encontrado.
Ese día no abrí al público, ocupado en poner orden a semejante caos. Salí de allí cuando en el cielo aparecían las últimas bandas naranjas.
Estaba agotado, desanimado por lo que había sucedido y caminé lentamente, con la mirada atenta a los zapatos de cordones, al tamaño de los tacones de las mujeres, a las correas que llevan los perros, a las bocas alargadas de las alcantarillas. Pero aquellas sensaciones se cortaron de cuajo. Choqué con alguien.
Un olor muy fuerte a cebolla me envolvió, y subí la mirada. Me encontré con el vecino del segundo, aquellos ojos me atraparon y al instante estaba dentro de sus pupilas en el bosque oscuro de árboles gigantescos. En aquel lugar hacía frío y se oía un ruido ensordecedor de batir de alas, cientos de pájaros volaban a lo lejos en círculo, haciendo espirales. Presentí con toda seguridad que las aves venían a por mí. Una voz me dijo: ¡Vete de aquí, corre a casa y espera!
Lo hice, sin detenerme. Sólo un segundo me giré, pero él ya no estaba. Al llegar me tiré en el sofá pensando que estaba harto de tanto mensaje secreto dirigiendo mi vida, que todo lo que me rodeaba era una gran locura. Aún no había cerrado los ojos y sonó el teléfono.
¡Gang!, su voz era débil y hablaba despacio. Dijo que teníamos que vernos cuanto antes, que una gente seguía todos sus movimientos, y que necesitaba hablar a solas conmigo en un lugar donde ellos nunca le buscasen. Nos citamos a las doce de la mañana del día siguiente, a la hora de apertura, en un establecimiento de comida rápida, un sitio de hamburguesas, patatas y crujiente pollo frito.
Entré en el mismo momento que abrían sus puertas. Encima de ellas un gran letrero llamaba a la mirada de la gente. En la luna del escaparate había carteles con fotos de comidas de tamaños gigantescos llenas de brillos y de aspecto jugoso, saliendo flecos de lechugas, tomates y cebollas.
Lo esperé en una de las mesas, en un asiento de plástico. Un hombre pálido y esquelético se dirigió ansioso a la barra y allí pidió un helado de esos de crema blanca que se enrosca como un tornillo. Luego dos mujeres volvieron con bandejas llenas de patatas y refrescos, encendieron cigarrillos y no dejaron de hablar. Gang tardaba. El local comenzó a llenarse. Un olor a ketchup, cebolla y a aceite de patatas fritas comenzó a desplazarse en el aire.
Fui a la barra y pedí un refresco de cola. Cuando volví a mi asiento él entraba en el local con la cabeza baja mirando de reojo hacia los lados. Le hice una señal.
Nos abrazamos, al hacerlo pude palpar seis huesos de su espina dorsal. En ese instante sentí mucho calor, me ardía la garganta y olí a quemado como si me trasladase de nuevo al interior del horno. Se sentó de espaldas a la puerta de la calle, nos miramos en silencio. Él estaba más delgado.
Debajo de la mesa, en la oscuridad, mi estómago comenzó a hacer ruidos interminables. La boca se me llenaba de saliva convirtiéndose en un pozo que rebosaba y se vaciaba constantemente al tragar. Tenía un dolor intenso en la boca.
Me entraron unas ganas irresistibles de comer, quería comérmelo, me lo hubiese comido allí mismo; de veras que lo sentí. Algo impensable despertaba dentro de mí, algo que no comprendía. Fui deslizando la mirada por la superficie lisa de la mesa, luego subí por la camisa fijándome en los débiles pliegues, en las costuras y botones, hasta llegar al vértice del triángulo abierto donde comenzaba la piel color azafrán, su cuello, su nuez asomada.
Comenzó a hablar, estaba nervioso y preocupado, de vez en cuando miraba hacia atrás. Me dijo que estábamos en peligro. Ellos querían los recipientes con los líquidos de su maleta y harían todo lo posible para conseguirlos. Quizás aún no sabían que yo los tenía.
¿Todavía los tienes? -me preguntó-. Casi sin poder hablar por lo que me ocurría, balbuceé diciendo simplemente: Debajo de la cama. Él me miro con extrañeza y me preguntó qué me pasaba. Le contesté como pude: ¿A mí? Nada.
Por el túnel de mis tripas viajaban ruidos. Miré hacia los lados, el local estaba repleto. Un grupo de adolescentes apoyaban sus carpetas y mochilas en los respaldos de las sillas. Había un sonido grave de fondo y un trasiego de bandejas de comida, vasos de cartón, servilletas de papel, y recipientes de hamburguesas. Se oía el arrastrar de sillas y carcajadas de comedor de colegio. Él seguía hablando, pero lo interrumpí preguntándole con dificultad si quería algo de comer. Me levanté apurado y fui directo a los servicios, empujé la puerta de caballeros, pero algo la frenaba. Pensé que estaba ocupado, que alguien estaría haciendo fuerza desde dentro, quizás con su zapato. Esperé un minuto, pero ya no resistía más, mi boca se inundaba. Lo intenté de nuevo, más fuerte, y la puerta se abrió. No había nadie, solamente un mecanismo de metal en lo alto que la frenaba. ¿Seré idiota? -pensé. Y cerré la puerta con pestillo.
Arrodillado ante el inodoro salió de mi boca un gran chorro de saliva que nunca se agotaba. Mientras, alguien, desde fuera, llamaba repetidamente a la puerta. Pasó bastante tiempo hasta que la saliva paró y, al largarme de allí, los que esperaban me clavaron sus miradas.
Fui a la barra, sentía hambre de verdad.
¡Gracias por la ranchera a la plancha!, ¡una, y sólo queso por favor!, ¡una pequeña para tomar aquí! -Se oía detrás del mostrador-. ¿Quien está ahora, por favor? Cuando llegó mi turno en la cola pedí a una señorita con los labios secos tres hamburguesas con queso, una ensalada para Gang y un par de vasos de cerveza.
¿Para tomar aquí?
¡Tres hamburguesas con queso, por favor! -dijo ella a los que, detrás, manipulaban la comida-. ¡Gracias por las tres hamburguesas con queso!
Cuando volví, él esperaba apoyando los codos sobre la mesa, ocultando su cara. Empezamos a comer y a medida que iba devorando aquello comprobé que mi voz se aclaraba.
Le conté a Gang que habían entrado en la casa de comidas, pero él interrumpió mi relato para decirme que corría un grave peligro, que era necesario que guardase los frascos en un sitio seguro. A él hacía tiempo que lo buscaban, pero lo suyo ya no tenía remedio. ¿Pero por qué…?, ¿y Eva? -le pregunté-. Él bajó todavía más la cabeza y respondió con un silencio envuelto en el bullicio del local.
Después de comer mi boca volvió a inundarse. Permanecía todavía dentro de ella ese deseo. No podía, aunque quisiese, quitarle los ojos de encima a Gang. No aguantaba más, tenía que llevarlo de inmediato al piso.
Salimos a la calle, el sol era un topo blanco sobre un azul interminable. Caminamos apurados entre la gente pasando de largo nombres de calles y coches, deteniéndonos solamente para respetar la luz de los semáforos. Una chica con aspecto de comadreja atravesó rápida en diagonal hacia nosotros y dijo: Por favor, caballeros, ¿me dan una moneda?, pero reaccionamos acelerando todavía más la marcha. Su voz nos pisó los talones por un tiempo.
Ya en mi calle, a una cierta distancia, a los pies de la señal de ceda el paso había acostado un enorme perro azul, quise verlo de cerca, y sin comentarle nada a Gang me adelanté, allí comprobé que tan solo eran unas bolsas amontonadas llenas de tierra.
Cuando llegamos a casa, alguien había orinado en una esquina del portal. Se había quedado impresa la huella, bajaba por la acera hasta perderse en la distancia
Subimos las escaleras hasta el tercer piso y nos recibió el mismo olor a pollo que seguía acampando en las escaleras.
No sé cómo nos sintió, pero oí cómo Soledad abría el cerrojo de su puerta y soltaba la cadena. Ésta rebotó chocando varias veces. Al abrir exclamó: ¡San Antonio bendito, Gang, has vuelto!
No le hice mucho caso a lo que decía, la verdad, lo único que quería era entrar cuanto antes en casa. Ella no dejaba de abrazarlo, una y otra vez, pasando todo el tiempo de la risa al llanto. ¿Qué me sucedía? La carne nunca me había hecho gracia y las carnicerías, menos.
Abrí la puerta y fuimos directos a mi cuarto, debajo de la cama seguían estando los frascos. Me agaché y saqué la caja de color caoba; al darme la vuelta e incorporarme, vi su rostro de frente y mis tripas volvieron a rugir.
Salimos al pasillo y a la altura de la cocina no pude resistir, lo ataqué lanzándome sobre él. Algo pasaba al mismo tiempo en la nevera porque llegaban a mis oídos ruidos de alimentos que, dentro de ella, se agitaban nerviosos, dándose contra las paredes, aporreando la puerta, intentando salir. Lo apreté con mis brazos sintiendo su corazón latiendo fuerte, con la boca inundada le rasgué la camisa y retiré la tela dejando al descubierto uno de los hombros. Lo mordí con ansiedad, y todo se volvió espeso y salado. Mi cabeza comenzaba a dar vueltas, me sentí mareado como si estuviese en una atracción de feria, choqué contra una de las paredes, quizás él me había empujado. El pasillo y el techo se movían, luego todo se veló.
Desperté al día siguiente tirado en el suelo de mi habitación, pero esta vez con magulladuras y golpes. En la cara tenía huellas de sangre. Al abrir el grifo del lavabo y mojar las heridas, el agua que se colaba en espiral por el agujero se tiñó de marrón.
Cuando aquella mañana fui a la cocina, la nevera estaba abierta y la comida esparcida por el suelo de baldosas. Gang había desaparecido de nuevo. Después de lo que le había hecho no me extrañaba en absoluto. La caja con los frascos seguía en mi casa, pero quizá faltase alguno.
Próxima entrega:
Capítulo 24. Un extraño apetito