El edificio reinaba en la manzana y hacía pensar en un enorme ataúd difuminado que se estiraba más allá de los tejados de la ciudad. Se revestía de láminas de piedra negra de una textura lisa. A modo decorativo, cada ventana era flanqueada por un capitel de granito gris. En las esquinas y en el centro de cada uno de los pisos un balcón de barrotes dorados. Del sexto al decimoquinto y último piso, así como la gran terraza que ocupaba todo el edificio, pertenecía a la compañía de conservantes y colorantes CONSERCOLSA. Entre otros productos, fabricaban los E 110, E 120, E 126, E 211, E 212, E 224.
El hombre subió las grandes y anchas escaleras de piedra que llevaban a la puerta de entrada. Envuelto en la penumbra de colores fríos de la gran marquesina que recorría la fachada, desapareció en el interior del edificio.
Después entré yo, con inseguridad, como diciendo ya he llegado, y me quedé parado en medio del enorme hall. Las paredes eran un muestrario de materiales de construcción. Había zonas revestidas con madera, diversos tipos de piedra, celosías y tramos de metal. En lo alto, colgada del techo, descansaba en paz una gran lámpara con la forma de un enorme racimo de uvas de colores. Había cuadros oscuros saturados de barniz en las paredes, los temas eran naturalezas muertas y bodegones con frutas, hortalizas y recipientes de cristal llenos de frutos secos. A los cuadros los iluminaban unos grandes apliques dorados.
Una mujer uniformada de colores anaranjados me asaltó nerviosa. Llevaba prendida al vestido una insignia metálica que yo ya había visto antes, pero en el lugar de Laboratorio CC, el nombre de Magdalena Böll – Relaciones Públicas. Todo iba tomando forma. Se movía hacia todos lados lanzando un perfume espeso y dulce que me hundía el tórax. Alta y delgada, llevaba un escote de pico que dibujaba un estrecho camino entre ambos senos. Empecé a temblar, la hubiese mordido allí mismo, la boca se me hacía agua. Tenía el pelo corto y rizado como una ración de calamares. Sin parar de hablar y dándolo todo por hecho, me decía: ¡Por fin, ya era hora! Le estábamos esperando. Como siempre ustedes tan informales, ya sólo falta que un día no aparezcan. ¿Cómo viene usted vestido así? Noté que desaprobaba mi olor y también mi peinado. ¡Péinese, por favor, porque tiene usted un aspecto…! Y apuntándome con una uña roja en forma de garra, dijo: Ahí tiene un arañazo y sangre seca. ¿Sabe qué le digo? Que me quejaré a la agencia. La comida para el cocktail lleva media hora en el piso 13 –añadió enojada–. Entramos en uno de los ascensores, estaba forrado de espejos dorados. Era como viajar dentro del anuncio de las burbujas del champán de Navidad. Ella continuaba hablando sin parar, moviendo aquellas manos largas y estrechas con música de pulseras.
¡Menos mal que tengo uniformes de camarero! ¿Qué talla usa usted de pantalón? Mi boca se estaba inundando de saliva. Le contesté con dificultad que no sabía. Sígame, por favor -dijo cortante. En ese momento se abrieron las puertas del ascensor y salí de allí sin respiración, mareado, embriagado por el perfume y muerto de hambre. Mis ojos se fijaban en cómo se movían sus nalgas empachadas de rojo. Mi boca no dejaba de abrirse para enseñar los dientes.
Habíamos llegado a un estrecho pasillo del piso 13, el suelo era de moqueta de diferentes tonos salmones. Había muchas puertas, la mayoría estaban abiertas, y por allí deambulaban varios guardias de seguridad. Saludaban a Magdalena y ella les iba diciendo con tranquilidad que yo era el camarero para el cocktail, mientras los dos nos íbamos perdiendo por los pasillos. Saliendo y entrando por todas partes, circulaban hombres y mujeres con batas blancas e identificaciones plastificadas en las solapas.
Abrió una puerta. Allí dentro estaban los uniformes de camarero. Pruébese esto, a ver si le sirve -me dijo despectivamente. Y esperó en el pasillo apoyada en la pared con los brazos cruzados mirándose las uñas. Mientras me probaba la ropa pensaba en el lío en el que me había metido. Por cierto -pensé-, ¿en qué parte del edificio estará ahora el repartidor del butano? Si me lo cruzaba en los pasillos y me reconocía no sé qué podría pasar. Cuando acabé, Magdalena me llevó hasta la habitación donde me esperaba la comida. Había botellas de vino, refrescos, pequeños platos y cubiertos, copas de cristal, un lago de ostras, un bosque de gambas, una playa de vieiras, un monte de percebes; también pasteles. Cuando me acerqué, los alimentos sintieron mi presencia y empezaron a vibrar encima de las bandejas.
Ella me ordenó que llevase todo al piso 15, donde se encontraba el despacho del presidente de la compañía. El camino está convenientemente señalizado –añadió-. ¡Ah! Y póngase esta colonia y también la identificación. Sin más dio media vuelta y se fue. Mientras, yo no dejaba de tragar saliva, como un ahogado traga agua de mar.
Vestido de camarero, empujé el carro de la comida. Se deslizaba silencioso sobre la moqueta mullida del pasillo, en el piso trece solo había oficinas separadas por mamparas. En cada una había un trabajador con ordenador e impresora, y una mesa de trabajo. Las puertas se diferenciaban por letras mayúsculas.
Una vez en el piso 15, con el voluminoso carro por delante, llamé con temor a la puerta del despacho del presidente. Después de un par de minutos, abrieron.
El catering para el cocktail –anuncié.
Por aquí, por favor –contestó un hombre extremadamente gordo.
Entre la gente que había dentro, en un primer vistazo pude comprobar que el repartidor del butano no estaba. Llamaba la atención una gran mesa de color negro y muchas sillas de respaldos alargados con las dos ces de CONSERCOLSAtalladas. Por el suelo se extendía la misma moqueta mullida de color rojo y, diluyéndose en el tejido, diferentes formas rosadas. Colgados en las paredes había cuadros de otras épocas. La mayoría eran retratos familiares con atuendos negros y colores pardos oscuros, rostros austeros e inquietantes, ojos que salían de cavidades profundas, cejas tristes y manos de dedos largos entrelazadas.
Tras la mesa de despacho que destacaba al fondo, había colgado un gran cuadro de dimensiones apaisadas. Dentro de un marco pesado y negro con tonalidades de alquitrán, el lienzo mostraba un paisaje de nubes llenas de electricidad, con colores dorados, platas, violetas y carmines. En el centro, dejándose ver como por un instante, una luna emitía una luz borrosa de neón. En la parte baja del cuadro, se representaba un mar plomizo y embravecido con fuertes y alargadas pinceladas. Arriba, un horizonte de mar perdido, un último suspiro desdibujado donde volaban pájaros de tonalidades verdosas.
En otra de las paredes se extendía una gran biblioteca. Todos los libros eran del mismo tamaño y con lomos de color rojo. En la mesa se expandían carpetas y papeles. Parecía que una adivinadora los había ordenado en círculo para barajar.
Mientras colocaba las bandejas en el lugar que me había ordenado el hombre obeso, alguien gritó: ¡Es usted un idiota! Y en ese mismo momento subió, como en ascensor desde la calle, el ruido de una moto. Era rabioso, parecido al de una sierra mecánica.
¡No puedo creer lo que me está usted diciendo! -continuó el mismo que había gritado. Y dio un golpe en la mesa con el puño pálido, lleno de vello, como un campo de hierbas quemadas. Al hacerlo, algunas cosas cayeron al suelo.
El hombre se levantó de su asiento, sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente. Luego fue arrastrando los pies hasta una puerta corredera. Al abrirla quedó al descubierto un cuarto de baño y pude ver sus movimientos reflejados en un espejo. El hombre abrió el grifo y se echó abundante agua en la cara, después se quitó la dentadura postiza y la depositó en un vaso. Entonces se giró y pude ver su boca. Solamente tenía unos cuantos dientes como puntas de pequeños tenedores para aperitivos. En ese instante pasó por mi mente la imagen de aquella boca del pastor.
¡Está muerto, ahora no nos sirve! –gritó-. Y luego, abriendo los ojos como si fueran los de un búho, me señaló: ¿Quién es ese tipo que está ahí? El hombre obeso contestó: Es el camarero que nos manda nuestra agencia. Es de toda confianza, ya sabe.
Mi corazón empezó a latir con fuerza y disimulé haciendo que manipulaba las copas y bandejas moviéndolas de un lado para otro.
El hombre giró, inclinándose de nuevo para coger la dentadura, y salió del servicio. Con un muro reluciente de dientes blancos ordenó que me largase de inmediato. ¡Que espere fuera, no lo quiero ver delante hasta que termine la reunión!–gritó.
Acompañado por el hombre corpulento, que se iba balanceando hacia los lados, salí al pasillo. Él arrimó la puerta y me dijo indiferente: Espere aquí. Lo sensato hubiera sido irme y correr hacia la calle, pero había algo dentro de mí que decía que me quedase.
Arrimado a la pared, esperaba con temor a que se abriese alguno de los ascensores. Cada vez que veía una luz que se encendía y oía el mínimo ruido de la maquinaria, me escondía en algún recoveco. Quizás alguna de aquellas personas que constantemente subían fuese el hombre que me había visitado. Seguro que para él sería muy fácil reconocerme.
Debieron de pasar unos diez minutos cuando se abrió uno de los ascensores. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Era él. Fue directo a la puerta del despacho del presidente y, llamando con los nudillos, entró.
Ahora sí que tengo que marcharme, pensé, pulsando el botón del ascensor, pero el hombre gordo había salido y me llamaba.
Ya puede pasar –me dijo.
Entré intentando ocultar mi cara y caminé hacia donde estaba la comida. Nervioso, comencé a abrir botellas de vino.
Él me vio, al fin y al cabo todo el mundo cuando ya no tiene nada que hacer, mira hacia donde hay comida. Vino hacia mí con expresión de extrañeza. ¡Es él! –gritó.
Eché a correr empujando al hombre gordo a mi paso y abrí la puerta, fui desesperado hacia las escaleras y las bajé de tres en tres hasta que la luz se apagó. En vano tanteé la pared para encontrar un interruptor. No sé cuántos pisos bajé en la oscuridad.
En una de las plantas del edificio apoyé la espalda en lo que suponía que era la pared y encontré una puerta. Dentro había un pasillo con una luz tenue y verdosa. Llamaban la atención de vez en cuando los colores rojos de los extintores contra incendios colgados de las paredes. Caminaba lentamente y oí voces. Me oculté. Primero pasó un guardia de seguridad apurado, que dobló una esquina del pasillo, luego aparecieron dos hombres de bata blanca con identificaciones en las solapas. Hablaban entre ellos y los seguí a cierta distancia.
Llegaron a una puerta que no se parecía a las demás. Ancha, con dos hojas de metal, ambas tenían una pequeña ventana de cristal. Encima había un letrero de Prohibido el paso. Una luz de emergencia coloreaba de verde el techo.
Entré despacio, accionando la manilla como si fuera la de una nevera. En el interior, a un metro de la puerta, una cortina de un plástico fuerte y flexible bajaba desde el techo barriendo ligeramente el suelo. Era de color lechoso y ocultaba todo el espacio. Cuando la traspasé, se abrió en muchas heridas. Hacía frío, mucho frío, como en una cámara congeladora. Olía al perfume de la carne que estrecha la nariz. A sebo y a sal marina, a formol, a éter, y a lejía.
En el suelo y encima de muchas tarimas había jaulas con comida dentro: trozos de carne pegados a la tela metálica, pollos apelotonados, o pescados dando saltos y moviendo sus colas. Vi un cochinillo asado que empujaba con el hocico la tela de su prisión.
Había muchas mesas de trabajo repletas de cajas y botes de medicamentos. Alimentos preparados, microscopios, máquinas de análisis clínicos, probetas, utensilios de cirugía y también ordenadores. En el suelo había amontonadas bobinas de papel para limpiarse las manos. Cuatro puertas abrían cada una un congelador. Un rincón de aquella habitación permanecía oculto por una mampara de cristal, iluminado desde el interior por una luz que coloreaba su superficie de azul eléctrico. Los dos hombres de las batas blancas fueron hacia unas mesas y recogieron algunos papeles. Después se acercaron hasta el espacio oculto, le echaron un vistazo y salieron de allí.
Avancé hacia la mampara. Tenía miedo de que algún guardia de seguridad me descubriese, pero había algo tras ella que me decía ven. Me asomé.
Tendido sobre una camilla, atado con correas, estaba el cuerpo de Gang. Su piel brillaba en exceso debido a un foco de luz intensa. En algunas zonas asomaban a la epidermis manchas oscuras, maceraciones en la piel, como si hubiese sido golpeado brutalmente. A través de los pequeños vasos sanguíneos que se intuían, circulaba un líquido extraño lleno de reflejos, como cuando flota en el mar la gasolina. A su lado había una mesa de metal con varias jeringuillas, una cinta plana de goma, tubos de ensayo, y herramientas diminutas desconocidas para mí. También había frascos y pequeñas piedras, que se asemejaban a los que utilizaba Gang para cocinar. Lo llamé por su nombre, desesperadamente. Por un momento tuve la sensación de que intentaba abrir sus párpados. Creí notar un soplo de vida en su interior, como si estuviera encadenado dentro de un sueño de pesadilla, queriendo mover sus brazos, sus piernas, sintiendo al hacerlo dolor por todo el cuerpo y, aunque se esforzara hasta el límite para abrir la línea tensa que cerraba su boca y gritar, nunca lo conseguiría.
Lo fui liberando de sus ataduras, pero no movió ni un sólo dedo. Comprobé que carecía de pulso, aunque su cuerpo frío desprendía en algunas zonas cierta sensación cálida. Un escalofrío se quedó en mi nuca. Gang estaba muerto, pero algo siniestro seguía merodeando en su interior, exactamente igual que aquellos pescados que él manipulaba en mi cocina. Intenté incorporarlo cogiéndolo por las axilas, y sentí entre mis dedos la rigidez, el tacto resbaladizo de una estatua. Me asusté y Gang se fue escurriendo poco a poco hasta caer golpeándose con la cabeza en la dura camilla. Sentí miedo, mis tripas comenzaban a revolverse y entonces recordé, que cuando llegaban los primeros días de septiembre, unos cuantos muchachos y yo solíamos robar uvas bajo las luces y sombras de los viñedos. Racimos apretados, llenos de los verdes y morados de los días grises. Yo siempre terminaba debajo de aquel techo vegetal, haciendo mis necesidades en la tierra.
Con rapidez fui a una esquina del laboratorio y allí me bajé los pantalones. Lo que quedó por el suelo lo oculté con una bata blanca de laboratorio que colgaba del respaldo de una silla cercana.
Los animales encerrados cada vez armaban más jaleo. Comencé a abrir las jaulas. Los pescados caían al suelo resbaladizos y daban saltos chocando contra las patas de sillas y mesas, los pollos corrían y agitaban sus alas tirando torpemente los utensilios que encontraban a su paso. Se abrió una puerta y apareció un guardia de seguridad de mandíbula ancha, desmesuradamente alto e inflado de metabolizantes. Sacó su arma y, lanzando un gruñido, apuntó desconcertado hacia todas partes.
Inmediatamente me agaché y, en cuclillas, fui a esconderme debajo de una mesa de trabajo. La parte de delante estaba revestida de una plancha de metal y ocultaba las patas. Paralizado esperé. Un pescado llegó hasta donde yo estaba agitando su cuerpo. Entre todo aquel alboroto de animales podía sentir los pasos del vigilante. Desde su radio avisó a más guardias de que algo pasaba en el laboratorio. Yo estaba sudando y el corazón me latía con fuerza. Aquel hombre uniformado cada vez se acercaba más a mí.
Sentí un golpe a mis espaldas, y me giré aterrado. Unas cuantas aves sin plumas, sin cabeza, me clavaban las uñas, me atravesaban la ropa y quedaban enganchadas en ella.
Me entró pánico y escapé del escondite de aquellos animales prendidos de mi espalda. Allí se quedaba Gang con su enfermedad, que sin duda sería la muerte, y yo, mientras, corría hacia las escaleras. ¡Eh… usted, deténgase! ¡Alto! -gritaba el gigante.
Por un instante miré hacia arriba. A través del hueco interior se asomaban las cabezas de otros guardias de seguridad. Bajé más deprisa, casi sin rozar los peldaños, esquivando a mi paso algún que otro infeliz animal, o lo que fuesen aquellos seres que bajaban ciegos y a trompicones las escaleras. Algunos calculaban mal los saltos y caían a la profunda garganta del edificio.
En mi veloz descenso, las paredes y puertas de cada piso pasaban como bandas borrosas a mi alrededor. Por fin llegué a una última puerta, muy grande y de metal. Temí que estuviese cerrada y por eso la empujé con todas mis fuerzas, pero se abrió con facilidad y del impulso caí de bruces sobre la moqueta del bullicioso y cálido hall de entrada.
Me levanté rápidamente del suelo y disimulé intentando confundirme con la gente, caminando apurado a través del tejido que dibujaba un laberinto de colores intensos. Detrás de mí alguien me llamó ¡Eh! ¿Qué hace?, no puede irse todavía. Reconocí su voz, era Magdalena, Magdalena Böll, la mujer que me había vestido de camarero. Corrí hacia la puerta. Cuando salía, tropecé con una mujer que entraba al edificio con una niña de la mano. La niña giró la cabeza para verme correr hacia la calle y con sus dos coletas dio unas pinceladas al aire.
Al bajar las húmedas escaleras de la fachada me envolvió la niebla. Abrazado por ella corrí sin parar. De vez en cuando el lamento de la sirena de los barcos me empujaba la espalda, la gente aparecía de repente, como fantasmas, y se coloreaba, las luces cálidas y amarillas de los coches se abrían paso, los semáforos creaban soles borrosos.
Respiraba con dificultad y me dolía el pecho. La humedad de la niebla había entrado en mi cuerpo. Me apoyé sobre un muro mullido de muchos carteles superpuestos, rasgados, cortados, arrancados, pintados, deteriorados, descoloridos por la lluvia y el sol. Allí descansé un rato. Después continué la carrera más calmado.
Como un mantón innecesario que se abre, se disipó la niebla y el limón del cielo volvió a brillar.
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