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Capítulo 26. Hervín

Llegué a mi casa andando normalmente y entré en el portal. Estaba abierto y en penumbra. Hacía frío, siempre lo hacía. Por el suelo había cantidad de hojas de los árboles de la calle y olía a incienso. Intenté encender el interruptor pero no funcionaba, debía de haberse bajado el diferencial de la escalera. Las puertas interiores se encontraban plegadas.

 

Empecé a subir con cautela. Oía mi respiración y, de vez en cuando, no tenía más remedio que toser. Alguien podía estar acechando. Al subir los primeros peldaños sentí un crujido a mi espalda. Me giré, vi que una de las puertas se movía sola y oí mi nombre, ¡Hervín, perdóname! Al instante una figura en la penumbra se tambaleó y cayó.

 

Me incliné para ver quién era, aunque desde el primer momento lo supe, Eva.

Tenía pulso y estaba inconsciente. Le di unas cuantas palmadas en la cara para ver si volvía en sí. La cogí en brazos, su temperatura era baja comparada con la mía. Envueltos en la poca luz de las escaleras y aquellas manchas  de humedad intuidas en las paredes, supe que yo era un personaje siniestro que llevaba a su víctima a casa con oscuras intenciones. Pensé inmediatamente que me la iba a comer. Comencé a contar uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis ,siete, ocho, nueve, quince, diecinueve…, para sacarme esa idea extraña de la cabeza. Pero no me podía concentrar. Me había vuelto loco.  

 

Uno de sus brazos se escurrió de mi hombro cayendo como un peso muerto. Quedó balanceándose, ligeramente. A medida que subía los peldaños, olía más y más a pollo. Podría ser que el olor fuese un mecanismo de Soledad, y cuando alguien subía de la calle aumentaba en intensidad para oler a gritos y así decir que ella estaba viva y que todavía seguía allí.

 

Cuando llegué al tercero sentí un ruido de cerraduras en la puerta de mi vecina. Ella abrió en ese momento.

 

¡Ay, la bendita luna!, ¿pero qué ha pasado? Nada, que tuvo una lipotimia. ¿Puede usted sacarme las llaves del pantalón para abrir la puerta, por favor? Las tengo en este bolsillo. ¡Ay, no sé si debería! Haga el favor, ¿no ve que yo no puedo?  Soledad metió su mano, despacio, con miedo a rozar algo más que las llaves hasta que sacó el manojo agarrándolo con dos dedos igual que a un ratón muerto por la cola. Al abrir la puerta con la llave protestó por la poca luz que había en la escalera.

 

Nos siguió por el pasillo hasta que llegamos a mi dormitorio y dejé a Eva sobre la cama. ¿Quieres que llame a un médico? -me preguntó-. Le dije que no hacía falta  y abrí el armario y saqué una manta para arroparla.

 

Le agradecí a Soledad su ayuda e intenté por todos los medios que saliese de la habitación. A continuación cerré la puerta a nuestras espaldas. Ya me encargo de todo, no se preocupe… -le dije. Y la fui llevando poco a poco hasta la entrada de la calle. Si necesitas algo, no dejes de avisarme -decía ella, una y otra vez. Cuando por fin se fue, cerré la puerta con llave.

 

Corrí como una bala hasta el dormitorio, le hablé a Eva, pero ella no respondió. En el cuarto de baño empapé una toalla bajo el grifo de la bañera, luego la escurrí dándole vueltas. Entré de nuevo en el dormitorio y la vi acostada bajo un halo de oscuridad. Me acerqué a ella y, despacio, con un extremo mojado, fui acariciando su cara. Ella abrió los ojos. Le pregunté cómo estaba. ¡Se han llevado a Gang! -susurró. Y como si desgranara guisantes, me fue contando cómo Gang la había escondido en una pequeña cavidad de la cocina donde antiguamente se almacenaba el carbón. Y cómo ella, boca abajo en un suelo frío de cemento, pudo verlo todo a través de los pequeños agujeros que tenía la trampilla. Querían a toda costa sus frascos e insistían preguntándole una y otra vez dónde los tenía. Al mismo tiempo, uno de ellos abrió la nevera y a manotazos arrojó la comida al suelo. Luego lo golpearon, brutalmente con la puerta de la nevera, y la boca de Gang se llenó de sangre, que goteó sobre los azulejos. Le dieron  patadas por todas partes, especialmente en el estómago, pero él no dijo nada. Luego se lo llevaron a empujones. 

 

¡Lo he estropeado todo, la culpa ha sido mía por hablar! -gimió Eva. Y comenzó a llorar. Le cubrí la boca con los dedos: Ahora descansa.

 

Cerré las persianas y me tumbé a su lado. La habitación había quedado medio a oscuras, como un dibujo a carboncillo.

 

Estaba excitado. La tenía cerca de mí y sabía la segunda parte de la historia. Era muy probable que esa gente apareciese en cualquier momento y me quedé largo tiempo despierto, con todos mis sentidos alerta. La nevera emitía un zumbido constante y los alimentos que había en el interior murmuraban, pero cualquier otro ruido, por mínimo que fuese, me sobresaltaba.

 

Eva se quedó dormida respirando profundamente. De vez en cuando decía alguna palabra, suelta, incomprensible. Mi mente bajó al sitio más oscuro de las sábanas y al momento sentí que ella se acercaba y me besaba. Mi mano acarició su pelo. Olía muy bien, a perfume y a pan. Mientras tocaba su piel ésta se borraba y calentaba difuminando mis dedos. Comencé a desabrocharle los botones de la camisa hasta que sentí sus senos. Se hundieron ligeramente quemando mis yemas. Cayó mi ropa al suelo. Primero los zapatos, que chocaron contra los listones de madera, luego oí el sonido metálico del cinturón y acto seguido se deslizó relajado el pantalón.

 

Después mi boca bajó por su vientre como masa de cocinar. Con la lengua la moldeaba y dibujaba espirales alrededor del ombligo y en la pequeña cavidad. Luego la dirigí hacia el horno incandescente. Un resplandor rojo iluminaba las sábanas.

 

Poco a poco aquel rojo se convirtió en un gris oscuro, y ese gris construyó un paisaje de mar. Hay muy poca luz, pensé. Entonces el agua despertó de un largo invierno, haciéndole cosquillas, sonriendo en multitud de puntos de luz. Y en ese momento me situé. Estaba  pescando con Gang y Eva dentro de un bote en mitad de la ría. Dos  tanzas, colocadas a babor y a estribor,  se sumergían tirantes en las sombras del fondo. Mientras, el sol dibujaba algas en el agua. Eva reía. Yo llamaba su atención cogiendo gusanos en una lata oxidada. Luego me los llevaba a la boca y me los comía.

 

Gang estaba de espaldas en la proa, impasible, mirando un horizonte que vestía de domingo. El viento, a lo lejos, parecía una cinta transportadora llevando veleros. Más cerca sobresalían  rocas, como lomos de cabras.

 

La boca de Eva reía, pero ella parecía distante y  rara. Retiré la  mirada y me di cuenta de que Gang ya no estaba. En ese mismo momento debió de tirarse al mar porque el bote se tambaleó. Me incliné para verlo salir a la superficie pero tan sólo intuí una aleta sumergiéndose y dejando en el aire un tímido abanico de gotas de mar.

 

Por el sendero de los ruidos marinos vi apresurarse sombras y todos los habitantes del aire flotaban en el agua. El cielo se oscurecía y adquiría la apariencia de un espejo oscuro. Una nube igual que un árbol de invierno extendía sus ramas angulosas y las entrelazaba. 

 

Llegó un momento en que aquel cielo se resquebrajó y cayó al mar, estalló con una lluvia espesa y caliente mezclada de peces. Volví a mirar a Eva, estaba distorsionada por el atroz aguacero que caía sobre nosotros. Ella  seguía allí, riendo, aunque en su cara una transformación. Sus ojos eran ahora redondos y en la boca tenía varias filas de dientes. Sin que yo pudiese reaccionar, atravesó la corta distancia que nos separaba y me atacó con un mordisco que me hizo chillar. Me defendí de aquel ser, ya con la apariencia de un pez guerrero de otras edades del mar, y lo mordí, y lo apreté con todas mis fuerzas, y metí los dedos dentro de sus branquias y las desgarré. El barco se dio la vuelta y caímos a un mar hinchado de agua caliente. Sentí un sabor tibio y salado dentro de la boca y por mi garganta bajó algo de su carne.

 

Una mezcla de chillidos y sonidos submarinos me despertó. Llamaban insistentemente al timbre de la puerta. Abrí los ojos. Estaba mojado y envuelto en sudor. La habitación continuaba a oscuras y aparentemente en calma. Ella estaba inmóvil, en calma, por entre las sábanas desordenadas. La tapé. Cerré de nuevo los ojos por unos instantes, en  un gesto de alivio.

 

Rinnnnnng, rinnnnnnng…, llamaban en el mundo real, lejos ya de las pesadillas y los sueños. Medio dormido, de puntillas, tambaleándome por el pasillo, llegué hasta la puerta.  Me costó ver a través de la mirilla,  pues mis párpados se cerraban. Vi que era Soledad y permanecí inmóvil por algún tiempo. Ella insistía pulsando el timbre. Luego  se fue y  la oí cerrar su puerta.

 

Seguía teniendo sueño y casi a tientas volví hasta el dormitorio. Abajo, en la calle, un coche pasó muy rápido y dejó por un instante colgada en la ventana parte de una melodía pop. Eva estaba de costado, sin inmutarse, tapada por la sábana, abultada de  matices  de dunas bajo la noche. Solamente se intuía la mancha de su melena despeinada. La dejé que siguiese durmiendo.

 

Sin encender la luz del baño, directamente me metí bajo la ducha. Tanteé la repisa buscando el bote de gel y, al hacerlo, se volcaron como fichas de dominó botes vacíos de gel y champú, cayendo sucesivamente, resbalando por el tobogán  de la bañera. El agua caliente hizo que recordase de nuevo aquella pesadilla. Me supo rara aquella sensación de agua dulce que entraba por mi boca. Después me sequé lentamente con una toalla y luego la ceñí a mi cintura. Puse crema abundante en el cepillo de dientes y obsesivamente me los cepillé una y otra vez, hasta inundar mi boca de espuma.

 

Volví al dormitorio, y al buscar ropa limpia en uno de los cajones del armario, la toalla se deslizó hasta el suelo. Me sentí una sombra perdida de mí mismo, que ya no estaba en aquella habitación, ni tampoco en aquella casa.

 

Después me vestí en silencio, lentamente, para no despertar a Eva, y recogí algunas cosas para un viaje sin retorno. Iba a abandonarlo todo y escapar.

 

Fui a la cocina para  vaciar la nevera, pero antes de abrirla oí un largo suspiro que salía del interior. Retrocedí al instante, asustado, parecía tan humano. Quizás alguno de los alimentos intuyó que lo dejaba todo, el piso, el trabajo de cocinero, la casa de comidas que había heredado de mi padre. Me iría prácticamente con lo puesto pero estaba seguro de que, tarde o temprano, donde quiera que me encontrase, vendrían a por mí. Abrí la nevera despacio. Todos los alimentos se habían trasladado, ahora estaban muy juntos en un mismo estante, el de arriba. Cogí dos bolsas del  supermercado y, sin pensarlo, las llené con todo aquello.

 

Antes de irme llamé a la puerta de Soledad  para despedirme. Le dejé las bolsas de comida y le conté que la chica seguía durmiendo, que se podía quedar allí todo el tiempo que le pareciese. Luego le di mis llaves y le dije que haría un viaje muy largo. Cuídela,  Soledad -le rogué.

 

¡Qué pena me da que se vaya también usted!  

 

Me di la vuelta cargando con el equipaje y el olor a pollo me acompañó, por última vez, hasta el portal.

 

Caminé con prisa al restaurante sin hacer caso a los sonidos de los semáforos, ni a los innumerables coches y autobuses en marcha que iban emborronando, sin pausa, la ciudad.

 

    

Próxima entrega:

                            

Capítulo 27. Por última vez

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