Entré en el restaurante y sentí que ya no me pertenecía, lo vi como una fotografía del pasado. Me acordé de Esperanza, tenía que haberle avisado. Sentado en una de las mesas le escribí una escueta carta. Me iba de viaje, cerraba el negocio y prescindía de sus servicios. La metí en un sobre sellado, acompañada de dinero.
Antes de cerrar la puerta definitivamente lo recorrí todo por última vez, despacio, observando todos los rincones y objetos. La alacena, las mesas y las sillas vacías. El fregadero con la gota de agua que no se desprendía de la boca del grifo. Los armarios con los pucheros, sartenes y cacerolas. El horno vacío, los soles dormidos de la cocina, los tarros de legumbres. Olí las especias y destapé el bote de la sal.
En los retretes me senté durante un tiempo, mirando sus esquinas, los surcos entre los azulejos, una mancha en el techo, un diminuto insecto alargado que con multitud de patas atravesó de un extremo a otro el suelo. Noté cómo mi paladar aún retenía un cierto sabor salado. Luego tiré de la cisterna, fui a la puerta, colgué el letrero de cerrado, corrí las cortinas, le di vueltas a la llave y salí de allí para siempre.
En el suelo de la acera una bolsa de plástico me siguió como un perrillo dando pequeños saltos hasta una esquina. La perdí de vista al cruzar la calle y caminé apurado hacia mi olvidado coche amarillo de segunda mano, matrícula de Madrid.
Cuando llegué, desde el cristal de atrás se reflejaba la cabellera del cielo y en diagonal pasaban bandadas de palomas negras. Apareció la mujer con pinta de comadreja que ya había visto otras veces. Como siempre, venía rápida hacia mí, igual que una i inclinada, con un cigarro entre los dedos, diciendo: Jefe, ¿me da una moneda, por favor? La ignoré y abrí el coche. Afuera, una vez sentado, pegada al cristal de la ventanilla, apareció su cabeza. Llevaba puesta una gorra ladeada a modo Che Guevara que medio ocultaba sus cabellos negros, como algas de una ciénaga. Ella insistía impaciente moviendo los labios. Con la llave logré que el coche despertase. Entonces la mujer vio a otro y apurada se fue tras él.
Arranqué y pasé de nuevo por mi calle. Había varios coches patrulla y también una ambulancia enfrente de mi portal. Un grupo de personas se apiñaban a su alrededor. ¿Qué habrá pasado? pensé. Allí estaba Soledad. Pálida, con la mirada aterrorizada, gesticulaba dando toda clase de explicaciones y, al mismo tiempo, se llevaba las manos a la cabeza. Un vecino estiró el cuello como si me hubiese reconocido pero, indiferente, seguí la marcha. Aquel mundo ya formaba parte de mi pasado.
Paré más adelante. Comenzaba a caer una lluvia fuerte. La ciudad, los coches y la gente, sus colores, se derretían en el agua del parabrisas del coche.
Tomé la decisión de continuar y de nuevo puse en marcha el vehículo. Definitivamente abandonada, la ciudad quedó mojándose detrás, agarrada a ambos lados de la carretera en la estrecha pantalla del retrovisor.
Lo primero que vi después fue una enorme extensión de terreno hinchado moteado de colores, una duna caliente de hilos de humo.
En un cielo desordenado volaban cientos de gaviotas por encima del gran festín. En el borde de la carretera, al final de todo aquello, había una figura oscura que no se movía. Era un hombre tapado solamente con basura, sus pies se clavaban en el asfalto. Intuí su pelo enmarañado, perdido en el paisaje, y supe que él me seguía con la mirada.
Pasé de largo, él ni se inmutó y fue perdiendo tamaño a mis espaldas.
Apenas unos kilómetros más adelante empecé a sentirme mal, muy mareado. El sabor salado del sueño me subía a la garganta. Paré en una recta. Mi estómago estaba a punto de reventar. Abrí la puerta del coche, salí a la cuneta y vomité sobre un puñado de hierbas avejentadas una mancha pastosa de abundante sangre. En medio de ella distinguí un trozo de carne.
Escuchaba el sonido de los coches y camiones, que pasaban de largo con violencia, y me tapé la cara con las manos.
Pensé que quizás me estaba muriendo, que tal vez había empezado a morir la noche en que bebí del brebaje de Gang. Pero no me importaba, sabía que tarde o temprano ellos también vendrían a por mí.
Abrí los ojos empañados de lágrimas y miré hacia arriba. Había nubes y también zonas limpias de cielo. Frente a donde yo estaba, una nube blanca era un conejo conduciendo una moto de trial. Sus largas orejas le caían curvilíneas hacia atrás. Levantaba su trasero del asiento, incorporando su cuerpo como para dar un salto. Con las patas delanteras estiradas sujetaba el manillar.
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