Cada día que pasaba, la cocina se me hacía más cuesta arriba. Después de la tensión acumulada con los fogones y cazos de agua hirviendo, el aceite humeante y los cuchillos de cortar carne, fregaba todo para no dejar ninguna huella y me quedaba extasiado dibujando con el estropajo figuras de espuma sobre los fondos negros de las vitrocerámicas.
Mientras lavaba las fuentes, las tarteras y los platos, me mojaba los brazos, me salpicaba la cara y hasta metía la cabeza debajo del grifo para despertarme de aquella pesadilla. Cuando por la mañana temprano iba al mercado tampoco disfrutaba de su alegría, ni de la gente que iba de aquí para allá dirigiéndose a los puestos repartidos a ambos lados del pasillo. Pensaba qué atrevida es la ignorancia de la gente, qué felicidad sería vivir así.
Aproximarme a las carnicerías me producía escalofríos. Algo pasaba. No podía soportar el afilar de los cuchillos, ni el sonido del acero que atraviesa la carne y choca después secamente contra el mármol.
Los mostradores de cristal llenos de piezas iluminadas, los cuerpos colgados de los animales abiertos en canal, las texturas brillantes de las pechugas, las alas, los zancos amarillos del pollo, la diversa casquería, los hígados temblorosos de vino tinto, las ristras de chorizos y los conejos rosados con sus canicas.
¡Qué de gente come carne!, lo puedo entender bien ahora, después de lo que me ha ocurrido. Basta que no pudiese soportar esperar mi turno al lado de las carnes, para que alguien dijese disimulando: Bueno, yo quería… poca cosa hoy, solamente dos chuletas de esas traseras… ¿cómo se llaman? Y el carnicero, con su guante metálico, le contestaba: de ternera de tercera. Es que como muy poco, ¿sabe? Y nunca sé qué hacer de comida. Luego, de nuevo, muy tímidamente y con gesto de desgana: ¡Ah! y me va a dar también ese zanco de pollo tan grande que hay ahí. Es de pavo, le decía el carnicero. Bueno, me vale, córtemelo entonces en tres trozos y quítele el hueso del final ¿Qué es aquello de allí…?, preguntaba de nuevo, llevándose la mano a la cara con falta de apetito Rabadilla. ¿Y aquel color que tiene la carne en la esquina es del frigorífico? Es que hoy no llevo las gafas, ¿sabe? Eso es solamente sangre. Me pone entonces tres kilos. Puede que no sea cierto, decía, pero no la corte con el machete que sabe distinto, hágalo con un buen cuchillo. Y mientras esperaba daba repetidos golpecitos con las puntas de sus uñas nacaradas en el cristal del mostrador.
Cuando por fin llegaba mi turno y pedía la mercancía, tenía dificultad para que me entendiesen, mi voz se volvía cada vez más pastosa, como si tuviese comida dentro de la boca.
Los huevos eran lo peor. Me los daban en un paquete hecho de hojas de periódico. Nunca sabía lo que me iba a encontrar cuando los abría.
Al llegar a la zona de las pescaderías veía los húmedos puestos azulados, los pescados con sus miradas fotográficas dentro de las cajas de madera, unos sobre otros resbalando por helechos y hielo. Las palometas eran para mí guerreros medievales de rostros sanguinarios recubiertos de mallas. Las rayas se desbordaban por los mostradores llenas de símbolos, mapas del universo, constelaciones y estrellas, grafismos, mundos de Kandisky y Miró. Las sepias tenían huellas de las mareas de la tarde, embadurnadas de tinta negra. Las cabezas cortadas de los rapes eran dragones con las bocas llenas de dientes afilados y lenguas de gelatina. Aunque todos los pescados de una misma especie parecían iguales, ninguno de ellos lo era por dentro y deparaban muchas sorpresas al cocinarlos.
Sobresaliendo entre todo aquel género, gran cantidad de bolsas de plástico se veían desgarbadas y mojadas.
Las pescantinas llevaban gorros y mandiles blancos. Sus ojos, húmedos de tanto mirar el pescado, habían tomado su forma. En cada una de las lentes de sus gafas nadaba un pez.
Con las manos frías de látex raspaban con tijeras los lomos de los peces, lanzando escamas, uñas por el aire. Cortaban los pescados en toros, en filetes, les quitaban la piel, las espinas, les arrancaban sus entrañas, les quitaban las cabezas y las colas, que iban cayendo en un cubo negro.
Dentro de barreños, los pulpos se amontonaban deslizándose en una orgía viscosa de colores, los calamares permanecían a la espera en una playa olvidada de hielos, los mariscos, inmovilizados por las tenazas, los centollos, como enormes arañas.
Las vendedoras me llamaban diciendo que me llevase éste o aquel pescado, que el género que me ofrecían era sólo para mí. Creo que ellas lo sabían y por eso elegían por mí, lo notaba en sus ojos, en sus dientes, en algún guisante de sus mejillas.
Siempre compraba las frutas y verduras de temporada, igual que los demás cocineros. Me gustaba cómo las distribuían a lo largo de los mostradores, observaba la intensidad de sus colores. Los pimientos rojos y, en medio, los amarillos. Seguían los tomates y berenjenas, las cebollas, los ajos, las zanahorias, los melones, las sandías, las naranjas y los limones. Desde lejos me parecían banderas.
Salía cargado del mercado con las bolsas llenas de comida y en una esquina de la calle metía todo apresuradamente dentro de un bolsón de viaje, cerraba la cremallera y la aseguraba después con un candado. Al caminar hacia el restaurante hablaba solo: No te preocupes, hoy no te pasará nada…, una vez que estés allí sacarás las cosas y empezarás a cocinar como lo hace todo el mundo… ¡Pero es que aquellos putos huevos!
A veces me seguían de cerca bolsas de plástico que volaban o se arrastraban por las aceras, las de la frutería, las de la pescadería y la carnicería, también las que dan en el supermercado. Cuando sospechaba que eso ocurría me daba la vuelta y entonces ellas se paraban, y podía sentir sus latidos por entre las finas arrugas del plástico. Al reanudar de nuevo mi camino, ellas lo hacían también. Al principio creí que era el viento, que andaría agachado, pero no, eran las bolsas, que a poca distancia me acompañaban. Con disimulo miraba hacia los lados y cuando no me veía nadie cogía alguna que otra y la metía en el bolsillo. Al llegar al restaurante las ponía encima de una mesa y descubría formas de animales, rostros inquietantes.
También ocurría muy intensamente, solo yo lo sé, los domingos de viento, a la hora que las calles están solitarias y la gente come. Bajaba a la calle para verlas volar, como peces hinchados, dando vueltas y giros repentinos, ascendiendo, para luego bajar en picado y recuperarse después, sin llegar a rozar el suelo.
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