Home Novela por entregas Capítulo 5. Gang Zhang, el destino llama a mi puerta

Capítulo 5. Gang Zhang, el destino llama a mi puerta

 

Mi padre tenía muy mal carácter y un bigote como una catarata blanca que le caía hacia la línea del horizonte del labio. El pelo de su cabeza también era blanco con mechones muy abundantes de color pajizo. Por atrás se lo afeitaba a la altura de la mitad de las orejas y al darse la vuelta recordaba a los pollos de cuello pelado portugueses.

 

Mi relación con él se había vuelto tensa. Tráeme eso, monda esas patatas, pica cebollas, corta en juliana, vete al mercado, friega el suelo, limpia esas fuentes, sal. ¡Anda, sal de aquí…! Siempre le ponía malas caras y me iba de allí dando un portazo, aunque a los dos minutos volvía y me ponía a trabajar muy serio.

 

Él determinó que no quería que estuviese más en su cocina y me mandó a hacer prácticas a otra parte. Aprovechando esa circunstancia también me fui de casa y alquilé un piso antiguo de pasillo largo, techos altos y ambientes amarillos. Tenía papeles en las paredes con círculos y espirales, amebas y formas redondeadas, y lámparas de pocas lágrimas y casquillos solitarios, con interruptores de la luz igual que pezones negros. Pero pasaron los días y aquel piso se me hizo enorme, el pasillo se estiraba y las puertas de maderas oscuras se duplicaban. Entonces pensé que debía buscar a alguien para compartirlo. Era demasiado grande para una sola persona, además eso me ayudaría con el pago del alquiler.

 

Un día por la mañana caminé hasta la zona universitaria. Recuerdo perfectamente que una mandarina, a mi ritmo, rodaba por la calle pegada al bordillo de la acera. Entré en el bar de la facultad de químicas, y puse un anuncio en el centro de un desorden de notas y direcciones escritas a boligráfo y rotulador. La cocina desprendía por todo el local y pasillos un olor intenso a tortilla de patatas con cebolla, algo de ajo y mucho perejil. La nota decía esto: “comparto piso, calle del Greco nº 36, 3º, llamar a partir de las 8 de la tarde”. 

 

Esta decisión hizo que cambiase mi vida.

 

Esa misma tarde a la hora señalada escuché el teléfono. El que estaba al otro lado del auricular hablaba un español básico y por su entonación parecía oriental. Insistía una y otra vez en que estaba interesado en compartir el piso y que llamaba desde una cabina cercana. Al poco rato, el timbre del pasillo sonó como dos silbatos largos.

 

Lo vi a través de la burbuja de la mirilla. Allí estaba, tieso como un chupachups. Dudé por un instante si abrirle o no.

 

Gang Zhang era un chino de edad indefinida, y había venido desde Tianjin con una beca del gobierno para estudiar en nuestro país. Nos sentamos en la sala de estar sobre un desfondado sofá de rayas. Le ofrecí un café que él rechazó y hablamos de las condiciones, estipulamos lo que él tendría que pagar y después le mostré el piso. Cuando le enseñé la cocina, en sus ojos alargados aparecieron dos soles negros. Hablaba entusiasmado y dijo que a él le gustaba cocinar y que tenía una relación muy intensa con la comida. En ese instante supe que se quedaría.

 

Las paredes de la cocina tenían una pintura gorda y brillante. Si tirase de ella por una punta la sacaría toda de una pieza, como un traje de neopreno. El horno era de gas y su puerta transparente. Parte de ella estaba enturbiada por una mancha parecida al barro, de esas que quedan en los papeles de base de las empanadas. O quizás pareciese una foto del desértico Marte. A través de la única ventana llegaba una luz gris que nacía todos los días en el patio de luces contorneando levemente las cosas. A la vista había cucharones, espumaderas, paños de cocina, tarros con garbanzos, pastas, lentejas, botes de especias y, colgada de una alcayata, una ristra de cebollas.

 

Había una mesa con dos banquetas de patas metálicas con lunares oxidados. Sobre ella, en la pared, las agujas de un reloj se movían en el mundo barnizado de una paella, desplegaban sus alas sobre arroces amarillos, guisantes, diminutas gambas anaranjadas y conchas negras de mejillones. La nevera tenía sus años. Era de cantos redondeados y muy grande. Además de los innumerables ruidos que producía, desde atrás, pegado a la pared, salía sin interrupción un sonido como el Ohnmmmm… del yoga.

 

En una esquina estaba la lavadora y cuando le llegaba el tiempo del centrifugado se desplazaba. Tenía una maceta con una planta encima y con aquel meneo le crecían las hojas. Igual que los niños crecen por las noches durmiendo en sus camas, aquella planta lo hacía en cada lavado.

 

Había una mosca que vivía en la cocina. No salía de allí. Intenté liquidarla cantidad de veces, con trapos, con la escoba, con alguno de mis zapatos, con el spray matamoscas. Pero me fue imposible. También le dejaba la ventana del patio abierta para que se largase, pero ella permanecía allí, siempre pendiente de acontecimientos, como si quisiese enterarse de todo. Cuando sonaba el teléfono allí estaba ella. Se lo comenté a Gang, pero él solamente esbozó una sonrisa.

 

Fuimos al cuarto que sería su dormitorio. A través de las cortinas de la calle entraba una luz que pululaba en pequeños círculos flotantes. La cama era estrecha y estaba colocada muy cerca de la ventana. En la pared, sujeto a una punta en erección, había un calendario de una caja de ahorros. La página que estaba a la vista tenia una foto de un salón de actos con un amplio escenario flanqueado por unas cortinas rojas. La zona de butacas era un claro oscuro matizado de azules.

 

El armario estaba casi vacío, solamente colgaban unas cuantas perchas solitarias en una barra de metal y en el suelo unos zapatos viejos agonizaban.

 

El baño dejaba mucho que desear. Las paredes eran de azulejos blancos, atravesados por un zócalo, una greca de motivos marinos, algas y corales sobre un fondo de tonos dorados. Necesitaba una reforma, sobre todo en una parte del suelo pegada al inodoro donde un agujero dejaba al descubierto un par de vigas de madera. Por el agujero se oía una música lejana, siempre de épocas pasadas: Eres tú, Cartas amarillas, Amore bello, Semilla negra, Hotel California, Dilaida, canciones de Víctor Jara, Quilapayún y Christopher Cross.

 

La música pertenecía al inquilino del segundo. Era un hombre delgado, de ojos oscuros y tenía una cicatriz en el labio superior que le dibujaba las islas Cíes. El centro de la barbilla se le hundía formando un círculo igual que una medallita de primera comunión. No lo veía a menudo, pero cuando me cruzaba con él en las escaleras no podía mirarlo a los ojos. De repente tenía la mirada fija y, al momento, parpadeaba incesantemente como si pasase a gran velocidad las hojas de un libro. Seguramente, si le tomasen fotos en todas parecería dormido. Había algo en ellos que me daba miedo. Provocaban tensión en los míos y entonces, irremediablemente, se me abrían como platos y, mientras sentía que se me iban a salir de las órbitas, yo entraba en un bosque siniestro y profundo de troncos cubiertos de musgos, rizados de color gris. Parecía que a aquel hombre el tiempo le pasaba más rápido que a los demás, y aquello me recordaba algo que me dijo mi abuelo de niño el parpadeo de los ojos es el tiempo de cada persona en este mundo y a los que parpadean incesantemente la vida se les pasa como una película a cámara rápida. Debía de ser cierto porque a mi vecino su pelo rizo y la barba le crecían aceleradamente. Unas veces tenía la cabeza rapada y otras era una mata enmarañada de pelo seco, similar a las bolas de paja que dan vueltas entre el polvo de los caminos del oeste americano, o quizás a los remolinos que se forman en el suelo de las peluquerías y que luego barre el aprendiz.

 

Una de las cosas que me sorprendía de él era que casi todas las noches abandonaba en la entrada del edificio alguna cosa: el elástico de una cama, un colchón, una mesa, la cocina, una silla  otra más, un sofá, novelas de vaqueros de Zane Grey, puertas, ventanas, el televisor, la mesa del comedor, cuadros, platos, cubiertos, tarteras, y así sucesivamente. Más extraño todavía era que todas aquellas cosas las rajaba a navaja llenándolas de cruces.

 

Recuerdo que mientras hablaba con Gang llamaron a la puerta. Pensé que podría ser otro posible candidato que venía directamente para ahorrarse la llamada de teléfono, pero en cuanto me acerqué al vestíbulo olí a guiso de pollo con patatas. Era mi vecina Soledad, de la que desde el primer día supe casi toda su vida. Hacía muchos años que vivía sola, y cinco meses que su familia había venido a visitarla por última vez. Ese día había preparado una comida con tanto amor que su apartamento quedó impregnado de ese olor.

 

Llegaba hipertensa como siempre, sin parar de hablar, con rápidos movimientos de cuello. En décimas de segundo miraba hacía todos los lados, siempre alerta, como los pájaros.

 

Estaba despeinada por el viento loco que hacía en la calle. (Cierto, durante todo ese día estuvo empujando con su inacabable espalda los balcones y ventanas de toda la ciudad).

 

Hola, Hervín, vengo muy nerviosa… –Movía las manos llenas de tiritas color carne para disimular pequeñas manchas de la edad–. ¡Vaya vecindario el de este barrio! No sabes lo que me acaba de pasar… Venía andando tan tranquila de la tienda cuando de repente se me cayó delante una maceta desde un cuarto piso y me salpicó toda de tierra ¡Cómo quedó la acera!,  llena de trozos de barro, con todas las raíces y hojas de una planta enorme, muy verde, tanto como las plumas de los pericos. ¡Mira, mira la ropa, cómo la traigo! Y los zapatos, fíjate. Las hojas de esa planta se abrían como manos…, gracias que en seguida apareció la policía. ¿Pero no te has enterado? ¡Hijo, pues hizo un ruido esa sirena infernal! 

 

Y acercándose a mi oído, susurró: «Alguien dijo por allí que era marihuana. ¡Gracias que tengo ropa de sobra en casa! Antes de salir a comprar lavé nueve chaquetas.

 

Ella tenía siempre que hacer algo, decía, si no llegaría un día en que sería solamente un mueble más de la casa, por ejemplo un sofá mullido.

 

Siguió hablando y, mientras lo hacía, un hoyuelo aparecía y desaparecía cerca de su boca.

 

En esto se acercó Gang a ver qué ocurría y aproveché para presentárselo.

 

Soledad, este hombre será su nuevo vecino. Compartirá desde mañana el piso conmigo –le dije. Desde ese día se quedó fascinada con él.

 

 

Próxima entrega:

 

Capítulo 6: La cocina de las nubes

Salir de la versión móvil