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Capítulo 9. Olores al acecho

Desde que él llegó, había que ser muy meticuloso al limpiar la cocina. Si nos olvidábamos algún resto de patatas, tomates, cebollas, o quizás posos de café, harina, residuos de frituras o pan rallado, y no digamos motas de polvo, en alguna esquina, durante la noche brotaban y les salían hijos.

 

Una noche hice café para mí. Al limpiar, la cafetera se me escurrió de las manos, cayó al suelo haciéndose añicos. En alguna parte quizá habían quedado diminutos restos de patatas. A la mañana siguiente llegó hasta mi dormitorio un intenso olor a tierra, y encontré el suelo de la cocina cubierto de plantas de patatas llenas de hojas verdes.

 

Cuando pasaban estas cosas yo llamaba a Gang, que acudía corriendo por el pasillo levantando los brazos. La vida hay que dejarla surgir, decía, y se quedaba tan ancho. Poco duraba tanta vida, porque yo agarraba la escoba y hacía desaparecer la plantación.

 

Yo admiraba a Gang y él lo sabía. El olor que salía de sus pucheros me abría un apetito feroz, mis glándulas salivares empezaban a trabajar y, casi babeando, sentía en el paladar un dolor intenso. Recuerdo un día que tuve que taparme la boca con la mano y encerrarme en el cuarto de baño porque no podía controlar mi saliva.

 

Los olores tenían vida propia, era como si pudiesen pensar. Primero se quedaban arrinconados en las esquinas del apartamento como simples telas de araña o se metían dentro de las lámparas, pero en cuanto presentían a algún vecino haciendo el mínimo ruido en las escaleras o los descansillos, o pasos encima del techo, o en el piso de abajo el sonido de un taladro o de un martillo, salían de sus escondites, desplazándose hasta la rendija de la puerta de entrada, y se deslizaban por el pasamanos de madera de las escaleras y desde allí se separaban. La cebolla, los pescados, los tomates y la carne bajaban de visita a los pisos inferiores hasta llegar a la calle. Las aves y legumbres, en cambio, subían hacia las buhardillas y los tejados, consiguiendo llegar a todo el vecindario y despertar sus tripas.

 

Los olores eran buenos o malos dependiendo del humor del cocinero. Si Gang estaba de buen humor los vecinos se llenaban de una contagiosa alegría de vivir, se les abría el apetito y ya no tenían que abrir botes de pepinillos en vinagre y comían ensaladas y frutas rociadas de aceites de oliva, vinagres balsámicos, vinagre de Módena y soja, bonitos del norte en escabeche. No les daba pereza hacer tortillas de patatas, empanadas, huevos fritos a la cazuela con guisantes y trozos de jamón, flanes, cereales, jarras llenas de zumo de naranja sin desgranar granadas.

 

Pero el olor a pollo con patatas de la vecina se había hecho muy intenso y había días en que los olores de las comidas de Gang competían con él. Cuando el vecindario comía, dudaba de lo que comía, quizás lo estaría soñando. Algunos eructaban lo que no estaban comiendo y les venían a la boca sabores de platos exquisitos y exóticos como perdices en escabeche, salpicón de langosta, faisán en champaña, caviar, o paté de Damasco.

 

Si Gang estaba triste o de mal humor, los olores eran otros. Entraban por las fosas nasales agresivamente, cambiando los ánimos, y a los vecinos les entraba desidia y pereza y comían mal, y les valía cualquier cosa. No ponían mantel en la mesa y cogían el plato y su mirada se perdía limpiándolo con la servilleta, haciendo espirales una y otra vez. Cuando por fin terminaban con el plato les tocaba el turno a los vasos, tenedores, cuchillos y cucharas y les sacaban brillo obsesivamente.

 

También les daba mucha pereza servirse, pasarse la sal, coger los cubiertos, y se quedaban sentados, sin comer, con los ojos perdidos, desenfocando la comida, que terminaba helada sobre la mesa. Que por cierto, si habitualmente falta en la mesa algún cubierto, en esos días de tristeza, incomprensiblemente desaparecían la mayoría.

 

Algún padre de familia que entraba por la puerta decía: Aquí huele a pobre, hay una peste a vinagre que tira para atrás y ese olor es el de los pobres y nosotros no lo somos.

 

Otros protestaban empujando el plato con despecho: Menuda bazofia, esto no lo como yo ni en bandeja de plata. O está salado, o menuda porquería es ésta, o está rancia, o quizás está muy cocida, o  huele a petróleo y está fría.

 

Entonces abrían la nevera o la alacena y se conformaban con sacar un resto de pizza del día anterior, una lata de fabada o de callos y se la comían fría, como si fuera alimento para gatos. O hervían agua y echaban en ella de mala gana el contenido de una sopa de sobre. Y los más sofisticados abrían una sopa Campbell sin más, y se quedaban viendo extasiados su diseño. Otros se iban hasta una hamburguesería y las pedían con pepinillos, queso y bacon, empachándolas de mostaza y Ketchup. O se hacían emparedados y a la hora de comerlos comprobaban con sorpresa que en alguno no había nada dentro. De postre solamente les apetecía una barra de helado de tres sabores envuelta en escarcha, empezada hace tiempo y doblemente congelada en la nevera.

 

 

                                                             

Próxima entrega:

 

Capítulo 10. Viaje al centro del horno

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