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Carcajadas infalibles

La banda del Choclito, dibujada por la artista peruana Rocío Urtecho (Jugo Gástrico).

La risa: ese remedio infalible. Así se llamaba el segmento al que me dirigía mi madre cada vez que nos llegaba la revista Selecciones.

Mis recuerdos vienen con la imagen de mi madre leyéndolos. Ella, que es muy mala con los doble sentidos de mi padre, disfrutó mucho con esos chistes inocentes, aptos para todos.

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El jefecito intenta seducir a su secretaria, Chelita.

Risas y Salsa era el peor programa cómico de la televisión latinoamericana.

Sin embargo, alguna vez, cuando los personajes tocaban la puerta porque estaba lloviendo y la lluvia empezaba a caer de abajo para arriba y desde la derecha de la pantalla (a baldazos), era imposible no soltar la carcajada.

Ahí aprendí el valor de burlarse de la escasez de recursos.

Dos segmentos de ese programa me gustaban bastante. Uno se llamaba: El jefecito. Antonio Salim, era un jefe que vivía enamorado de su secretaria, Chelita. En la oficina también estaba Felpudini, un empleado raquítico, feo, abusado por su jefe, que era quien denunciaba ante la esposa, sus aventuras con Chelita. En algún momento, el jefe confrontaba a la esposa furiosa, ponía la cara frente a la mujer y le decía «¿cómo puedes dudar de tu cachetoncito?», haciendo temblar sus cachetes. La esposa, indefectiblemente, le estampaba una sonora cachetada.

Esos momentos de humillación personal, del intento inútil de ocultar lo inocultable me provocaban carcajadas.

El otro segmento era de un enano mafioso que dirigía a un grupo de criminales con algún grado de discapacidad mental. Las situaciones, las historias y los desenlaces eran muy pobres. Sin embargo, al presentar a «La banda del Choclito», los narradores, el Ronco Gámez o Guillermo Rossini, se ensañaban con sus defectos. Era tal la exageración, que el narrador no podía contener su risa y los criminales, captados en un primer plano, tampoco.

Esta es una rutina repetida ad infinitum cuando nos encontramos los peruanos. Gámez y Rossini también inventaban apodos, exageraban defectos: «es tan cochino pero tan cochino que…», «es tan bruto pero tan bruto que…»

 

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Mi primer recuerdo a carcajadas es hermoso.

El Perú estaba en guerra con Ecuador. Mi familia pasaba el verano en una playa 590 kilómetros al sur de Lima, una de casas de piedra con techo de paja que se llama Silaca.

Ahí no hay agua corriente ni luz eléctrica.

Ese año, uno de los hermanos Dongo (¿o fue El Bebe Márquez?) puso un casete de chistes de Néstor Quintero. El casete empezó a girar, a todo volumen, en la casetera de su camioneta. Enmedio de la oscuridad, un grupo de hombres, mujeres y niños, nos reímos a carcajadas con los chistes de la guerra.

Cuando Quintero hablaba de los ecuatorianos siempre los llamaba «los monos». En esas historias los soldados peruanos eran muy cobardes pero su ingenio les permitía vencer al enemigo.

Reírse de los problemas, de la tragedia, es mejor que llorar.

Eso fue lo que aprendí.

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Al principio de la pandemia lo que más me hizo reir fue un audio que llegó por Whatsapp (tal como esos de africanos sosteniendo un ataúd mientras bailaban: porque todos nos íbamos a morir.)

En ese audio, un hombre de la selva se quejaba ante las autoridades porque su suegra se había metido a su casa y ahí se iba a quedar. No sé cómo explicarlo ahora ¿Por qué me dio tanta risa?

Acaso era la exageración de una angustia real.

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Si un amigo no puede hacerte papilla burlándose de ti, no es tu amigo.

Creo que así se puede definir a la amistad peruana. Así el grado de humillación sea insostenible, sabes que tus amigos lo hacen porque te quieren. Te ponen apodos, se burlan de tu tamaño, de tu gordura, de tu hombría. Te pintan la cara de rojo cuando te emborrachas. Porque te quieren.

A veces uno se esfuerza en ser idiota para que tus amigos te quieran más.

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Tenía 19 años y entré a una oficina de inmigraciones en Buenos Aires. No encontraba el sellado que tenían que haberme estampado en el pasaporte, en la frontera de Argentina con Chile. Quería informarme sobre los procedimientos.

Un funcionario muy gordo charlaba con un grupo de gente. Esperé. No iban a terminar de hablar nunca, así que, en un silencio, interrumpí: «Señor, disculpe, soy ciudadano peruano…»

El gordo, alzando la voz, dijo: «Eso no es mi culpa». Y la carcajada fue general. En ese momento entendí que el humor peruano es muy similar al argentino.

Cuando acabaron las risas el tipo me preguntó, con mucha amabilidad: Pibe ¿en qué te puedo ayudar?

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Hace poco redescubrí los discos de Les Luthiers en YouTube music. Esos sí que eran genios. Aún me genera una risa incontrolable el comercial de Nopol. También las aventuras de Oblongo Nghé y las desgracias del adelantado Don Rodrígo Díaz de Carreras.

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Darío Adanti me hizo reír muchísimo cuando a vino a Nueva York y se burló de todo en un evento de la revista ViceVersa.

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Háganse un favor y escuchen el podcast de Ricardo Liniers y Alberto Montt: La vida es increíble. Si no se ríen con Liniers leyendo un pornosoneto de Pedro Mairal con la voz de Cortázar, es que ya se han transformado en robots.

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Confieso: me he reído mucho con chistes de arequipeños. Que se parecen a los de gallegos que cuentan los argentinos. Y a los de gente de Lugo que cuentan los gallegos. Y a los de portugueses que cuentan los brasileños.

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Nadie se ríe de la tragedia con mayor alegría que los serbios. Eso ya lo sabes si has visto cualquier película de Kustarica.

 

Escena de «Underground», dirigida por Emir Kusturica.

 

 

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