La primera vez que la visitamos en su casa-museo de Tánger, Carmina Maceín nos recibió en la cama con traje rojo de chaqueta de Yves Saint Laurent. Era un luminoso día de invierno, a punto ya la primavera, y en la habitación hacía calor, mucho calor. Decía estar enferma de “neumonía”, pero aún en las peores circunstancias jamás se dejaría ver en bata o camisón y sin maquillar. En los años 70, la galería de arte madrileña que fundó, Skira, estuvo en la cresta de la ola, y en las inauguraciones y fiestas vestía de alta costura y conquistaba todo lo que miraba. Pero Carmina, que nació “en época del franquismo” (es toda la referencia temporal que está dispuesta a ofrecer), y vive como si no tuviera edad, añora hoy su Madrid, quiere volver al Retiro, a la casa natal, en el mismo edificio donde murió su “adorado” Gustavo Adolfo Bécquer. Aunque la conocí abatida por ese deseo atenazante y es una mujer menuda, delgada, como de cristal, tiene un carácter de mil demonios, que expresa con inesperados giros de lúcida acidez. No quiere abandonar su colección de arte, de la que forman parte obras de algunos de los pintores más importantes del siglo XX, pero hace meses que le obsesiona la idea de regresar a sus raíces y por ello ha decidido vender el edificio, aunque no a cualquiera ni de cualquier manera. Según su propio relato, a un comprador le negó la firma en el último momento porque había creído que le vendía el museo. Sí está dispuesta, sin embargo, a “dejar” obras a modo de regalo: “Se vende riad[1] con varios cuadros de Picasso, Miró…”, propone en nuestra última conversación telefónica, para construir luego su particular anuncio por palabras: “Se encuentra en un sitio residencial, al lado del palacio de Barbara Hutton, y no hay nada a la venta en la zona. Tiene diez habitaciones, seis toilettes, una jaima, palmeras y piscina”. También le interesa que añada a la descripción “los metros cuadrados”, aunque esto es sin duda lo que menos puede describir un inmueble tan especial. En cualquier caso, la superficie que ocupa la casona, concentrada y elevada en el corazón de la kasba, parece no tener fin; es laberíntica pero llena de luz, como una cascada de terrazas y habitaciones.
En una de nuestras visitas, al acercarnos desde la parte superior, a través de la bab el Assa (puerta de la Justicia) y con la perspectiva frontal de la entrada, descubrí que en el letrero sobre la puerta, de grandes letras metálicas, pone ‘Carmina Macien’, todo un símbolo de su situación actual en Tánger, donde da la sensación de que no controla su vida. En otros tiempos esta mitológica y mítica ciudad fue, para ella también, la ideal. Habla a menudo de las fiestas en El elefante blanco, la primera mansión que compró en la kasba, “con playa privada” y que cuenta perteneció a Hitler, quien “controlaba desde allí todo el Estrecho”. Una de sus habitaciones “salió en una revista como la mejor” de Tánger, presume con la prueba de fotografías y recortes de prensa que muestran una estancia azul de estilo neoárabe. Después de vender El elefante blanco “a un francés”, Carmina se mudó a su nueva residencia para constituir, en 1995, la Fundación Museo Internacional de Arte Contemporáneo Carmen Maceín, en cuyo patronato incluyó a Luis Alfonso de Borbón y a la poeta surrealista Laurence Iché (Saint Ètienne, 1921-Madrid, 2007), viuda del pintor Manuel Viola.
En otro de nuestros encuentros en su fortaleza tingitana, Carmina apareció tan exótica como siempre, ataviada –esta vez ya en un radiante día de primavera mediterránea– como el personaje de una canción navideña de Tony Bennett, cuyas melodías flotaban por el riad. Fue entonces cuando conocimos con más detalle su otra habitación con vistas a la bahía de la media luna, en la parte intermedia de la casa. Mientras contemplábamos la medina, y el mar asomado sobre la terraza de Sidi Hosni, el que fuera palacete de veraneo de Barbara Hutton (Nueva York, 1912- Beverly Hills, 1979), la Maceín se acercó vivaz, enérgica en comparación con el día en que la conocimos, extrañamente encamada con su ropa prêt-à-porter. En esta ocasión llevaba un jersey de lana de cuello alto en color crudo con motivos de nieve, pantalones a juego y botas altas de ante y flecos. Su imagen se completa con las uñas pintadas de rojo y un característico pañuelo anudado en la parte superior de la cabeza, de aire setentero, que le alza los dorados rizos. De las decenas de fotos que cubren el biombo de espejo de lo que presenta como el bungalow destaca un retrato infantil en el que luce unos coquetos tirabuzones y la misma cara dulce de todos sus posados. Sonríe. Es una niña preciosa. Hay también una fotografía antigua de su madre, a la que se parece mucho, aunque a quien no deja de mencionar es a su padre. Es fácil imaginarla como la niña de papá, su ojito derecho. Al principio de la charla y después de dejarse fotografiar, por primera y única vez –gracias a que había ido a la peluquería–, quiso contarnos cómo alguien intentó emparejarla con Tony Bennett, pero luego se le olvidó la anécdota. Hay tantas de ese estilo en su autobiografía hablada que darían para veinte guiones cinematográficos.
“Ayer me visitó una hermana de Mohamed…, Mohamed, ¿verdad?”, preguntó ese día a la muchacha de servicio, que no hablaba español. “Mohamed, el rey”, insistió medio desesperada ante la sonrisa de incomprensión de la joven, “me trajo esa flor…”. Junto a la ventana había una minimalista flor natural dentro de un tiesto con un lazo de lo más kitsch. Como si la cosa no fuera con ella, que ha pasado su vida rodeada de arte y de artistas y reconoce haber vivido sin reglas, de pronto lanzó una de sus reflexiones cáusticas: “Por eso les gusta Tánger a los bohemios, porque pasan cosas muy extrañas; yo también soy un poco rara…, pero aquí no sabes a qué atenerte, no puedo ya con ellos”. Esas expresiones recurrentes de Carmina me recuerdan inevitablemente a los pensamientos de la Juanita Narboni de Ángel Vázquez sobre Tánger:
Creo que Carmen nunca imaginó que pudiera llegar este momento, una edad indeterminada en la que algunos desean regresar a los “orígenes”. Hoy se siente extraña y desvinculada de una ciudad que conoció cuando aún era joven y en la que recreó de nuevo su glamurosa existencia.
Una vez decidida, por tanto, a emprender el camino de vuelta a casa, Carmina calculó primero que para comprar una vivienda en el centro de Madrid le hacían falta “600 o 700 millones de pesetas” (la moneda tampoco ha cambiado aún en Isla Carmina). Después parece que lo pensó mejor: “Ya no tengo edad de comprar, sino de alquilar”, apuntó en la única frase que le he oído pronunciar sobre el asunto. Explica que en un viaje reciente preguntó a los porteros del edificio donde nació si se alquilaba algún piso. Le contestaron que sí, había uno por 6.000 euros al mes, y pese a que le advirtieron de que sólo podía utilizarse como oficina, no se rinde, Carmina nunca se rinde, lo “negociará”, asegura quien ha trabajado, según sus propias palabras, “como una leona”. No en vano fue una Maceín todavía no emancipada, con 19 años, la persona que consiguió que tito Pablo, el exiliado y dolorido pintor republicano, el gigante Picasso, estuviera presente en el pabellón español de la Exposición Universal de Nueva York, en pleno franquismo. Aceptó el reto de convencerle –relata con todo lujo de detalles, nombres y apellidos–, para conquistar al hombre del que se había enamorado perdidamente y de quien describe con minuciosidad pasmosa la ropa que llevaba el día que le conoció, hace cincuenta años. Pero esa es otra de sus grandes historias contadas a bocajarro.
El palacete de Hutton, la más famosa pobre-niña-rica de Tánger, apenas a unos metros del riad de Carmina, reluce espléndido, con la buganvilla exultante de color, como en sus mejores tiempos. En la Fundación Lorin, instalada en la antigua sinagoga tangerina, hay una foto de una fiesta en su terraza, en los años 50, que parece sacada desde la de Maceín. A la suya le faltan mantenimiento, una mano de pintura y ventanas nuevas, pero es igualmente hermosa. Entre la planta más alta, un torreón donde pasa la mayor parte del año y que llama “el loft”, y la plataforma inferior, con el estanque de piedra que construyó como piscina, hay siete niveles. Desde la entrada se ve casi todo el conjunto, la torre está a la derecha y la sala del pintor Josep María Roselló es la primera que se encuentra al descender, a la izquierda, por una escalera. Sobre esta, una terraza con la jaima y el bungalow, la habitación en la que vivía antes, reservada ahora para las visitas y el verano porque que le resulta “fría”. Las fotos que, al igual que en su loft, llenan cada centímetro de un biombo son de la galerista en compañía de gente como Felipe González, la duquesa de Alba, Luis Alfonso de Borbón –incluida la invitación a su boda con Margarita Vargas–, o la abuela de este, la duquesa de Franco. También tiene fotos en las que conversa con el rey Juan Carlos o junto a Fellini, José Hierro, Alberti, Henry Moore o la familia Picasso, entre muchos otros, además de un retrato dedicado por el artista, al que conoció a través de su amistad adolescente con su sobrina, Lolita Vilató. En una de las abigarradas paredes, repletas de cuadros y dibujos, algunos del pintor malagueño y con dedicatorias, se ven carteles de exposiciones y destaca uno con el dibujo del mástil de un barco en el que se lee: “Herman Melville by Mª C. Maceín. University of Madrid, Spain”. En la reseña biográfica de la web del museo se afirma que dedicó su tesis doctoral como licenciada en Filosofía y Letras a Moby Dick, personaje que la llevó al “misticismo” por contraposición a “Satán”.
Carmina menciona con frecuencia su religiosidad y suele rogar a Dios, al justiciero y también al hacedor de deseos como el de poder volver a Madrid. Hija única de un médico capitalino de cierta posición (todavía es posible encontrar referencias en la hemeroteca digital de ABC), atribuye una influencia positiva a su padre, quien –recuerda– la azuzaba para que estudiara, estímulo paterno poco común en relación a una joven acomodada de la época en España, destinada, como también fue el caso, a salir del hogar familiar para casarse. Aunque todo lo relacionado con las fechas es confuso en sus relatos, aduce que la muerte del padre y, apenas “un año después”, la del amor de su vida, la llevaron a Marruecos. “Tánger era la luz, salir de un Madrid oscuro”, rememora. En los 90, cruzaría el Estrecho de forma definitiva y con su colección.
Por toda la casa hay otras muchas fotos con Dalí, con el Duque de Cádiz, los reyes de España, la princesa Lala Fatima Zohra, hermana de Hassan II, Paul Bowles… y recuerdos como el desnudo que le dibujó Alberti, palabras manuscritas sobre ella de Cela o la partitura de una balada que compuso con su nombre Tete Montoliú.
“Ahora voy a El Minzah (celebérrimo hotel de las estrellas de cine), al Zoco Chico (que desde luego no es la plaza española que fue, de republicanos a un lado y fascistas al otro), y ya…, estoy harta”, refunfuña, pues apenas sale a la calle, salvo “para ir a misa los domingos a la catedral”. Uno de sus lugares favoritos para “tomar un cóctel” es el también famoso y lujoso Hotel Club Le Mirage, “pero no voy a quedarme en Tánger por el Mirage”, bromea socarrona. La iglesia es uno de los pocos lugares en los que Carmina oye y puede hacerse entender en su idioma, un sonido que echa de menos pues no sabe árabe y en la ciudad se habla cada vez menos español. “Es que en Madrid tengo de todo, puedo ir a la ópera, al teatro, al circo… ¡Incluso al circo, con lo que me gusta!”, lamenta. Para ella, una época de su vida “buena” fue la de París “con Picasso y otros artistas”, por eso le rondó también por la cabeza la idea de comprar un apartamento allí, en concreto, el de Marlene Dietrich, una mujer espejo a la que admira. Aseguraba estar en conversaciones con el nieto de la actriz, pero ni el apartamento parisino en el que vivió era de su propiedad, por lo que no pudo formar parte de su herencia, ni consta que esté en venta. Cuando se lo contamos dio por zanjado el “plan” y concluyó que en París quizá se encontraría tan extraña como en Tánger.
En lo tangible dentro del mundo excéntrico y misterioso de Carmina, un paseo por su museo, con suelos que son un bello collage de fragmentos de azulejo y cerámica diseñado por uno de sus amigos artistas, Roselló, resulta abrumador. A los cuadros expuestos de este mismo autor se suman unos cuantos picassos, una “gruta” dedicada a Dalí, cuyas obras rebasan la capacidad de ese pequeño espacio; mirós, uno de gran formato, algún Matisse, y pinturas y dibujos de Calder, Martín Chirino, Henry Moore, Hartung, Le Parc, Braque, Chillida, Otto Cavalcanti, Cillero, Mayordomo, Miralles, Salleras, Álvaro Delgado, Canogar, Tàpies, Viola, Sahuquillo, Iturralde, Ludueña, Orcajo, Vilató, Cruz-Novillo, Renée (que me contó estuvo “pintando en casa, con su marido”), Braque, Harrison Bars, Jean Arp, Bayard Osborn, Schoffer…, tapices, y muchas otras obras de arte contemporáneo. La lista de sorpresas que depara el recorrido se completa, en lo más llamativo para un profano, con esculturas, además de Osborn, de Serra, y dos de las Marilyn de Warhol “conseguidas” por Carmina, según señala ella misma, en Nueva York. Parte de la obra que posee Maceín, al menos de la que está a la vista, corresponde a regalos de los artistas, bocetos firmados y similares.
La reina del glamour y del arte vive hoy sola en un palacio lleno de colores, con el fondo azul y blanco brillante de la vieja Tingi, en una casa de mosaicos y espejos. Dice que le gustan mucho los espejos: “No es agradable verse desnudo, pero si no tienes espejos no sabes si vas bien o no cuando sales”, sentencia presumida. Un día, al cerrar la puerta tras pasar una tarde con ella, una amiga nos dijo que le daba pena dejarla ahí. Tánger es un lugar distinto del que la conquistó y no hay fiestas en su casa. Un poema firmado por la propia Carmina años atrás bien podría también reflejar su presente:
“Los barcos que vi ayer
ya se han marchado
con sus colores verdes y blancos
he mirado en la orilla
del otro lado
amarillos, azules, verdes dorados
el ladrón de colores me está esperando”.
Maceín añora Madrid, pero Tánger sigue brillando en el espacio que ocupa su casa, tiene en su desvencijada medina un corazón blanco y azul, salpicado con todos los colores de la paleta, los mismos que subyugaron miradas de luz como las de Delacroix, Matisse, Tapiró, Fortuny, Fuentes… Juan León Africano, en su Descripción general del África y de las cosas peregrinas que allí hay[3] decía de Tánger hace cuatro siglos que fue una ciudad “siempre muy adelantada, noble y bien poblada, levantándose en ella palacios bellísimos, antiguos y modernos”. Aún existen casas en la ciudad antigua que guardan los ecos de la historia, que hunden sus raíces en las leyendas de Hércules y Anteo. Samuel Pepys se instaló hacia 1683 para escribir su Diario en la misma zona de la kasba donde Carmina vende hoy su oasis[3] y donde muchos otros después del cronista británico buscaron inspiración. Cierto es que la ciudad poco se asemeja hoy, en apariencia, a la que dibujan las estampas románticas y pintorescas –que siguen escribiéndose en nuestros días–, pero ya en 1917 a viajeros como Edith Wharton, que buscó internarse en el Marruecos más “misterioso”, les parecía destino del “turismo común y corriente”. Sin embargo, la misma escritora dejaba constancia unas líneas antes en su libro dedicado a ese viaje[4] que era “imposible hacerle justicia a esa ciudad de color azul pálido apilada entre murallas marrones contra los jardines de espeso follaje de la Montaña, y a la animación de su mercado y a la secreta hermosura de sus empinadas callejuelas árabes”. La pequeña gran historia de las decenas de cuadros de artistas contemporáneos que, de la mano de la genial Carmina Maceín, acabaron en este mismo lugar no tiene precio, pero el frasco que guarda sus esencias, sí.
Tamara Crespo es periodista. En FronteraD ha publicado Rústico flamígero en Tierra de Campos y En casa de Erik el Belga, el ladrón de arte más famoso del mundo. Fidel Raso es fotoperiodista. En FronteraD se ha publicado un portafolio dedicado a su trabajo, además de Fotografía y periodismo en los ‘años del plomo’ en el País Vasco y La ciudad envuelta
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Notas
[1] Casa-palacio tradicional marroquí con patio interior.
[2] Traducción editada por la Fundación El legado andalusí, Granada, 2004.
[3] Recogido por Rocío Rojas-Marcos en Tánger. La ciudad internacional. Editorial Almed, Granada, 2009.
[4] Edith Wharton. En Marruecos. Traducción de Mariano Peyrou para la editorial Pre-Textos, Valencia, 2008.