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Leyendo a Carr, no a Raymond, sino a Edward Hallet, y en concreto su ¿Qué es la Historia?, he pensado mucho en el periodismo. Sobre todo en sus conflictos. Porque el periodismo es un continuo conflicto y, quizás, el más importante de todos es el que estalla entre el propio periodista y el acontecimiento, sobre todo si quien narra siente como propio el hecho. Si la noticia es completamente ajena a quien la cuenta, es más fácil que aparezca mejor relatada. Si el periodista se siente concernido por lo que pasa, en el conflicto saltan chispas. Por eso, quizás lo mejor es no escribir sobre lo que uno siente. De lo contrario, alguien saldrá mal parado. Alguien sufrirá una traición: o el periodismo o uno mismo.
En España la prensa de partido ha sido muy minoritaria, pero la militante ha sido excesiva. Y puede surgirnos la pregunta de si el nacimiento de los nuevos medios de comunicación ayudará a acabar con esta enfermedad. De momento, es lógico albergar dudas razonables.
Ahora nos enfrentamos al momento de la verdad. Esos nuevos medios han realizado un trabajo extraordinario fiscalizando el poder de aquéllos que, poco a poco, lo están perdiendo. En este momento, lo que se reclama es que esa labor de control continúe sobre quienes están accediendo a puestos importantes. ¿Lo hará?, ¿veremos un progreso del periodismo de verdad en España o sólo asistiremos al crecimiento de la prensa militante de uno y otro signo, defensora de cualesquiera fuerzas, viejas, nuevas o en fase de transición? Es lógico sospechar que, posiblemente, asistiremos más a lo segundo que a lo primero. Muchos medios parecen preparados para ello. Y ciertos comportamientos de los partidos emergentes alimentan, desgraciadamente, esa tendencia tratando de manera diferente a la prensa a la que considera «amiga» y a la que creen «enemiga». La nueva política y el nuevo periodismo parecen no querer cambiar ciertas cosas.
Como decía, por experiencia personal, escribir sobre lo que a uno le concierne es difícil. Sobre todo si se quiere ejercer la crítica. Especialmente si se quiere dibujar un cuadro lo más aproximado posible de lo que ocurre en la realidad. Y justo cuando incurríamos en alguno de estos conflictos por escribir sobre temas que nos afectan en lo personal, cayó en nuestras manos el libro de E. H. Carr. Sus capítulos «El historiador y los hechos» e «Historia ciencia y moralidad» bien podían transmutarse en «El periodista y los hechos» y «Periodismo, ciencia y moralidad».
Cuando Carr habla del hecho histórico, dice: «Existen hechos básicos que son los mismos para todos los historiadores y que constituyen, por así decirlo, la espina dorsal de la historia». Lo mismo puede decirse en el caso del periodismo de los hechos y de los periodistas. Por eso, añade Carr: «la precisión es un deber, no una virtud. Elogiar al historiador (aquí podriamos decir ‘al periodista’) por la precisión de sus datos es como encomiar a un arquitecto por utilizar, en su edificio, vigas debidamente preparadas o cemento bien mezclado. Ello es condición necesaria de su obra, pero no su función esencial». Lo mínimo que se puede pedir a un periodista o a un historiador es que respeten los hechos.
La selección de los hechos y las fuentes
Pero si, como dice Carr, los datos básicos son los mismos para todos los historiadores, o para todos los periodistas, la forma más eficaz de influir en la opinión consiste en seleccionar y ordenar lo hechos adecuados. «Solía decirse que los hechos hablan por sí solos. Es falso, por supuesto. Los hechos sólo hablan cuando el historiador (o el periodista, añadimos nosotros) apela a ellos: el es quien decide a qué hechos se da paso y en qué orden y contexto hacerlo». «El historiador (el periodista) es necesariamente selectivo», añade. El relato depende, siempre, de la selección de la información.
Si el historiador tiene problemas con las fuentes («los que conocemos como hechos de la historia medieval han sido casi todos seleccionados para nosotros por generaciones de cronistas que por su profesión se ocupaban de la teoría y la práctica de la religión», por ejemplo), también las tiene el periodista: «Nuestra imagen ha sufrido una selección y una determinación previas antes de llegar a nosotros, no tanto por accidente como por personas consciente o inconscientemente imbuidas de una óptica suya peculiar, y que pensaron que los datos que apoyaban tal punto de vista merecían ser conservados». Aunque el periodista tiene una ventaja sobre el historiador, y es que sus fuentes están vivas y puede reproducir la verdad de manera más fácil consultando todas sus versiones.
Elogio de la ignorancia
Si «el primer requisito del historiador es la ignorancia, una ignorancia que simplifica y aclara, selecciona y omite», ¿no podría serlo también del periodista? Si «el historiador de épocas más recientes no goza de ninguna de las ventajas de esta inexpugnable ignorancia» y «debe cultivar por si mismo esa tan necesaria ignorancia, tanto más cuanto más se aproxima a su propia época», ¿no debería éste ser un consejo también para los periodistas? Hay que acudir a los hechos con ojos nuevos, limpios, sin prejuicios. Eso nos decían en la facultad los mejores profesores.
Las indicaciones que da Carr sobre el trabajo de los historiadores van acompañadas también de recomendaciones a quienes leen historia, que podrían también ser consejos para quienes leen prensa: «Los hechos de la historia nunca nos llegan en estado ‘puro’, ya que ni existen ni pueden existir en una forma pura: siempre hay una refracción al pasar por la mente de quien los recoge. De ahí que, cuando llega a nuestras manos un libro de historia, nuestro primer interés debe ir al historiador que lo escribió, y no a los datos que contiene». Y más adelante, Carr añade: «Cuando se lee un libro de historia, hay que estar atento a las cojeras». Y líneas más abajo: «Lo que el historiador pesque dependerá en parte de la suerte, pero sobre todo de la zona del mar en que decida pescar y del aparejo que haya elegido, determinados desde luego ambos factores por la clase de peces que pretenda atrapar. En general puede decirse que el historiador encontrará la clase de hechos que busca».
En todos los lugares en los que en el párrafo anterior aparece la palabra «historiador» se puede sustituir por «periodista» y de este modo se podrían explicar los resultados de su investigación, de la investigación de unos y otros, de por qué unos periódicos sacan unos escándalos y otros, los de las fuerzas contrarias.
Si esta interpretación de lo que es la historia puede llevar a descartar la existencia de una historia objetiva, lo mismo ocurre con el periodismo objetivo. ¿Hay alguien que siga creyendo en la objetividad?
Pero para que la enfermedad del escepticismo no se extienda, debemos, una vez más, escuchar a Carr: «El deber de respeto a los hechos que recae sobre el historiador no termina en la obligación de verificar su exactitud. Tiene que intentar que no falte en su cuadro ninguno de los datos conocidos o susceptibles de serlo que sean relevantes en un sentido u otro para el tema que le ocupa». De esta manera la foto que construyan tanto el periodista como el historiador será lo bastante fiel como para no poderla calificar de tramposa.
Decíamos al principo que el periodismo es conflicto. Y Carr lo dice también de la historia: «El historiador se encuentra en trance continuo de amoldar sus hechos a su interpretación y ésta a aquéllos». Y, por eso, su primera respuesta a la pregunta «¿qué es la historia»? es ésta: «Un proceso continuo de interacción entre el historiador y sus hechos». ¿No podríamos definir el periodismo también como ese proceso de interacción que se establece entre el periodista y los acontecimientos?
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