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Mientras tantoCarreras de bebés

Carreras de bebés


Niños, niñas y padres preparados para participar en una carrera de bebés, durante el descanso de un partido de baloncesto.
Niños, niñas y padres preparados para participar en una carrera de bebés, durante el descanso de un partido de baloncesto. Sus gestos son idénticos a los del pasado domingo, cuando los jóvenes pudieron volver a salir a la calle acompañados, tras mes y medio de confinamiento.

Me consta que en la NBA, y seguramente en otras tantas ligas deportivas del mundo, en los descansos propios de un partido de baloncesto existe la tradición, o el juego, de poner en medio de la pista a un grupo heterogéneo de bebés con la intención de que compitan entre sí y ver, entonces, cuál de los participantes logra llegar antes a la meta, que está a unos pocos metros de distancia, desde donde sus padres tratan de atraerlos y atraparlos con la mayor celeridad. Son carreras inocentes, sencillas, sin obstáculos ni impedimentos en las que los niños se las arreglan para darle al asunto, casi siempre, altas dosis de emoción. A fin de cuentas, que algo sea fácil de entender para un adulto no quiere decir que también vaya a serlo para un enjambre de recién nacidos, y mucho menos al revés. Es más, si los críos han decidido participar no ha sido gracias a su propia iniciativa, sino a la voluntad interesada y egoísta de sus progenitores. En fin, ¿qué podría salir mal?

Desde luego, los momentos más inverosímiles de esta especie de concurso infantil que ha llegado a eclipsar a veces, incluso, al baile de las animadoras y a los populares vídeos de la ‘kiss cam’ -peligrosísimos en tiempos de pandemia, por otra parte-, suceden cuando, a punto de llegar a la meta, dos o más criaturas se enredan entre sí y dejan de prestarle atención a su peluche favorito o a la tablet de mamá para cambiar de dirección e irse de paseo con sus nuevos compañeros. Y poco pueden hacer ya los familiares para volver a llamar su atención, más allá de desear no haber participado nunca en la carrera. «Estábamos tan cerca, pero tan cerca de lograrlo, que no sé en que momento exacto se truncó la situación», pensarán. Pero ya tienen ellos mismos la respuesta: «¿Quién diablos nos mandó a nosotros a jugar?».

Estos días, con los niños en las calles de nuevo, algunas ciudades españolas se han convertido en el pabellón central idóneo para celebrar las mejores carreras de bebés del mundo. Algo que no deja de ser, al mismo tiempo, tierno e infernal. Porque yo, particularmente, de los niños que llevan aguantando mes y medio encerrados como campeones, hablando a través de las persianas y jugando entre paredes y pasillos me fío por completo. Y de los padres, también, qué demonios; esos padres que, cuando todo esto haya pasado, volverán a llevar a sus chavales al estadio de fútbol o a la cancha de baloncesto para animar a su equipo y disfrutar del evento en compañía. Pero de quien no me fío es de aquellos otros que van a ver un partido de los Lakers -por ejemplo- y su única motivación es la de lanzar al chiquillo al ruedo para que gane una competición absurda que si encima no supera les supondrá una enorme decepción.

«Los niños no mienten, pero a quienes se les cree es a los adultos. Las palabras finales son adultas», escribió Paulina Flores en uno de sus relatos de ‘Qué vergüenza’ (Seix Barral, 2015). Me gustaría preguntarles, entonces, a esos locos bajitos que han vuelto a conquistar las plazas y los parques estos días por su motivación principal a la hora de salir. Si es por ellos mismos, adelante. Si es por contentar a sus mayores, mejor que les devuelvan sus particulares ilusiones y su propia libertad. Hay cosas que los adultos no entendemos tan bien como los niños, y en temas sanitarios y de confinamiento diría yo que han demostrado, estos últimos, un mayor grado de responsabilidad.

Mientras tanto, ¿qué hemos hecho los demás? Soñar con el momento de volver a salir a la calle, pero sin preocuparnos en exceso por las normas o los protocolos básicos de seguridad. Al menos, seamos un buen ejemplo para los chiquillos, anda. Dejémosles disfrutar a ellos y, sobre todo, avisémosles civilizadamente cuando hagan las cosas mal. Y lo mismo sucede con el resto. Si no, llegará el momento en que nos tapemos la cara con las manos, muertos de vergüenza, y nos preguntemos sin remedio: «¿Quién diablos nos mandó a nosotros, los adultos, a ponernos a jugar?».

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