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Carreteras secundarias. La vida de mi abuelo junto a la frontera

Mientras el coche daba bandazos hacia el paso a nivel y veía acercarse las luces del tren, El Santi se dio cuenta de que tenía dos opciones: acelerar, cruzar las vías y jugarse la vida a cara o cruz o salvarla de un volantazo a la derecha y destrozar el Mercedes con el que se ganaba la vida contra la traviesa. Pisó el acelerador. Segundos después vio pasar el tren por el retrovisor a un metro escaso de la luna trasera mientras se ponía la capucha de la parca. Lloviznaba y el segundo paso a nivel le había roto el parabrisas. Así son las decisiones del Santi.

 

Abrió las ventanillas de la parte trasera del vehículo y continuó el recorrido por la carretera de Palencia hasta llegar a su bar de descanso habitual. No quería preocupar a La Tere. Tenía que llamar a la hora estipulada (“entonces no había móviles”) y decirle que todo iba bien y que llegaría a la hora prevista.

 

Detrás de la barra, Dolores dio un grito y se echó las manos a la cabeza. Las contadas personas que estaban en el bar a esa hora de la madrugada lo miraban espantados. “¿Pero es que tú no te has visto?”, me dijo Lola. “Solo cuando me miré al espejo me di cuenta de que tenía la cabeza y la cara llenas de sangre. Era por los cristales del parabrisas. Pero nada, no se me había clavado ninguno. Le pedí una botella de aguardiente y fui al baño a lavarme la cara. Al día siguiente a mediodía el coche estaba arreglado. Y otra vez para arriba”.

 

Los nervios y la velocidad a la que había ocurrido todo evitaron que no fuera consciente de lo ocurrido hasta que no terminó de desinfectarse las heridas. Después de lavarse la cara con el aguardiente se volvió a mirar en el espejo. Poco quedaba en el rostro de aquel chico de la expresión de fastidio del niño despreocupado al que obligaban a cantar el Cara al sol en el colegio de los Hermanos de la Salle. Ni del adolescente que abría la barbería de su padre sin dormir después de una noche de parranda. Aquellos inviernos se vivían en serio y al día siguiente había que volver a la carretera sin dormir. “Todos los meses hacía entre 20.000 y 25.000 kilómetros. Muchas veces llegaba tres noches seguidas a Hendaya desde Verín. Dos noches y tres días sin dormir. El trabajo del Santi era así”.

 

 

El recreo es para jugar

 

Tras la miseria de la posguerra, el valle de Verín, al sur de Orense, en el noroeste de la Península Ibérica, sorteó sus limitaciones más allá de la frontera de la legalidad. La que delimitaba su aduana, que separaba dos regímenes autárquicos: el de Oliveira Salazar del lado luso y el de Francisco Franco del hispano.

 

“¿Cómo era Verín? Pequeño. El colegio de los Hermanos de la Salle está en lo que ahora es la Casa de la Cultura. Teníamos frontón, el patio era un cuadrado enorme. Aquello era pura disciplina, llegábamos al patio y nos poníamos en fila, los hermanos nos mandaban cantar el himno de la Falange o alguna cosa de esas”.

 

El busto de don José García Barbón preside actualmente la Plaza Mayor. Sigue siendo una figura reconocida por ser el primero en defender en la villa por la enseñanza de calidad: “Compró el terreno, hizo el colegio y trajo a los Hermanos de La Salle para Verín. Se lo regaló al ayuntamiento con la condición de que éste le pasase todos los meses una pensión a los hermanos para que pudiesen vivir. Ellos daban clases gratis. Llegó un momento, cuando yo estaba en clases –fui a los hermanos desde el año 53 hasta el 59, con 14 años– que no se sostenían. Entonces la mayoría de nosotros empezó a pagar 50 pesetas al mes. Digo la mayoría porque había un cupo de gente que no se lo podía permitir. A ellos no les cobraban”.

 

Mientras el susurro ronco del vapor de la cafetera italiana acentuaba la nostalgia del Santi él dibujaba en una hoja cuadriculada la distribución de su clase. Su caligrafía parece estar empujada por una brisa leve.

 

“Entonces no había bolígrafos. Al borde de los pupitres de cinco personas había un tintero de barro y escribíamos con pluma. Los pupitres de madera eran de cinco personas con un tintero de barro al borde. Todos los días nos evaluaban y nos daban vales como si fueran dinero. Si te portabas bien te los daban; si no, te los quitaban. Te quedabas a cero, a copiar. Me sabía los capítulos de aquel Don Quijote de memoria, eso y el ‘no debo tirar papeles’. Luego te sentaban por orden de notas y yo… navegaba. A mí nadie me compraba una bicicleta si sacaba buenas notas. Luego, en el recreo, tenías que jugar a la peonza, a las bolas o a lo que quisieras, pero era obligatorio. Como no jugaras tenías que copiar cien veces que el recreo es para jugar. Un día me castigaron a ir a vacunar a unas gallinas… yo no sabía y, claro, todas cojas. No te podías negar, Nani, de aquella te alumbraban o qué piensas”.

 

La villa de Verín en los años 50 del siglo pasado comenzaba a recuperarse de la miseria de la posguerra y la gente se enriquecía como por entonces se hacía en los pueblos fronterizos. No fue una región demasiado castigada por la dictadura. Contaba con siete colegios y academias, cinco cines, un casino y varios balnearios de aguas medicinales que atraían el turismo llamado por lo que se conocía como ‘la ruta de las aguas’.

 

“Al salir del colegio todos los amigos iban a jugar a la plaza, pero El Santi iba a ayudar al abuelo Julián a la barbería. El abuelo hablaba poco con nosotros, después de ser sargento siguió siendo sargento, con los hijos también. Esa foiche miña vida. Y si me daba tiempo cuando cerraba la barbería escogía entre deberes o plaza. Solía ir a jugar a las bolas, a los cartones o a los cintazos –había que ir caliente para casa–. Solía ir con mis amigos de niño. El Diéguez, el Toniño, el de la Chaviña… Luego, de rapaz, ya fui cambiando de pandilla. Esos ya eran para darles de comer aparte ¿No te conté cuando tu abuelo Daniel casi me mete en la cárcel? Tenía 19 años y estábamos en la comisión de fiestas del carnaval. Pedíamos en los bares todas las noches para la gran orquesta Temanitus Vacabois y para unos animales del zoo. La orquesta vino, pero era una charanga. Y luego le dijimos al herrero que nos hiciese una jaula, pero en vez de meter a un oso metimos al Legionario –un vecino de tu abuela que era un animal–, que hizo de oso encantado por 200 pesetas. Problema: cuando ya íbamos algo colocados, uno de nosotros dijo: ‘Joder, este desgraciado haciendo el oso por 200 pesetas, animal, comiendo caramelos con papel y naranjas con cáscara por 40 duros. Con esa borrachera lo que merece es quedarse en la jaula’. Y tiró las llaves a un tejado. El problema fue que había en el bar un corresponsal que debió tener un problema aquí en Verín porque estaba muy mamado. Total, que al final en La Voz de Galicia se publicó un artículo que decía que en Verín llevábamos a la gente en jaulas y ¡hale!: El Santi y los amigos llamados por el gobernador por alteración de la moral pública. El Legionario, también. Menos mal que dijo que lo había hecho gratis porque a él le gustaba mucho hacer de orangután y de oso en las fiestas. Si no la multa habría sido mucho más grande. Tocamos a 350 pesetas cada uno. Lo malo fue aguantar después al Legionario, que ganó 200 pesetas pero perdió 350” [risas].

 

Durante la dictadura, como en el resto de España, los carnavales estaban prohibidos. En Verín nunca dejaron de celebrarse, sus ciudadanos siempre lograron burlar el control.

 

“Se celebraban en el Hotel Aurora y en el Casino por la noche, y por el día en la plaza. Nunca hubo ningún incidente. La Guardia Civil no se metía. Siempre nos gustó mucho salir. Además, aquí ya sabes cómo vivimos los carnavales. Durante el resto del año también salíamos toda la noche. Algunos cogían unas guitarras y yo me hacía unos bongos con botes de Dixán. Empezábamos la ruta en el bar Alfonso, que abría día y noche, le íbamos a cantar a las chicas a la calle, íbamos a la gasolinera a tomar otra, le cantábamos a otra chica de un pueblo de allí, luego tomábamos otra, le cantábamos a tu abuela una que decía ‘con tu vestido azul y tu carpeta, pizpireta…’.

 

La Tere lo corta: “Menudo chulito. Cuando mi amiga me dijo en las fiestas de Estevesiños que le iba a hacer el pié a su novio, ¡ay! Le dije que por favor, que me daba igual quién fuera la carabina menos el idiota ese del Santi. Pero bueno, al final muchos pies le hice en 49 años casados y 5 de novios. Desde los 14 años aguantando a tu abuelo”.

 

Sonríe y lo mira de reojo. Cuando él la mira la Tere frunce el ceño. “Séra gilipollas”, exclama.

 

La absoluta complicidad y coqueteo que existe entre la Tere y el Santi es la envidia de los grupos de mujeres del pueblo. “¡Qué envidia le teníamos a la Tere! ‘Santi melenas, el rey de las nenas’, le decíamos las chicas a tu abuelo”, contó la Toñita de los muebles cuando fue a recoger el tupper de caldo que le había preparado la Tere.

 

Ella es la devoción del Santi, que sube de la barbería varias veces cada tarde a meterle más leña al fuego de la chimenea para que ella no interrumpa su encaje de bolillos. Cuando cada uno tenía su negocio, con un garaje de separación entre la barbería y la tienda de regalos, el Santi ideó un mecanismo para que al entrar un cliente le sonase la radio en su local. Entonces dejaba su trabajo para recibirlo y tocar un timbre que había instalado en la tienda y sonaba en el piso de arriba, su casa. Así la Tere bajaba a atenderlo. Luego volvía arriba a hacer sus cosas.

 

La Tere, a su vez, es el motor que consigue que los engranajes del hogar no dejen de girar. Su jubilación forzosa por problemas de salud no la llevó a frenar su ritmo de vida. Sigue siendo la mujer fuerte y emprendedora de antaño, con iniciativa y carácter. La que le gruñe un reproche al Santi y acto seguido le coge la mano de sillón a sillón para ver la tele juntos.

 

“La China y El Chino, los padres de la Tere, no la dejaban estar conmigo. La China es que me había visto alguna vez en el cine con alguna novia que tuve antes. Pero la Tere se escapaba de las clases de costura y esperaba a que pasase a buscarla. A veces no nos encontrábamos. ¿Cómo no nos pillaban? Nani, porque antes había muy pocas farolas”.

 

La Tere entra en la cocina cada dos por tres. No le gusta ver los programas de Telecinco sin comentarlos con El Santi. Como la cosa va para largo, participa. “Al final nos casamos, fin, no seas pesada. Los abuelos lo aceptaron y nos casamos y El Santi dejó la barbería del abuelo Julián y empezó a hacer viajes con El Chino en el taxi. Lo que pasa es que con la emigración portuguesa siempre estaba fuera y yo me sentía sola. La China también. Antes no había móviles y vivía preocupada por si El Santi estaba tirado en la carretera. Me ponía nerviosa. Me iba a dormir con La China o ella conmigo. Por eso al final nos fuimos a vivir todos juntos”.

 

 

El taxi del Santi: esperanza para los emigrantes

 

“Empecé con el taxi cuando me casé. Cuando empezó la emigración de los portugueses El Chino no podía con todo. A los portugueses no los dejaban salir de Portugal durante la dictadura de Oliveira Salazar. Como tenían las guerras en las colonias necesitaban soldados. Muchos no querían ir a luchar y se escapaban. Para no ir a la guerra y también para ganar dinero. Había mucho dinero en Portugal, un escudo –la moneda fraccionaria portuguesa– valía 2’50 pesetas. Pero sólo para los ricos. Los ricos eran ricos y los pobres eran pobres. La clase media no existía”.

 

Desde mediados de los 50 hasta los 80 la villa de Verín y sus alrededores encontraron en el estraperlo su forma de ganarse la vida. El concepto de contrabando no era el que hoy entendemos, no había rivalidad entre grupos. Los contrabandistas eran todos los vecinos con un problema común: la miseria. Los ciudadanos encontraron en el transporte ilegal de productos como el café, el tabaco, el cobre, las almendras, el aceite, el plástico o las piezas de coche una manera de salir adelante, y todos los vecinos colaboraban unos con otros. El Santi y El Chino encontraron con su taxi una manera muy particular y rentable de ganarse la vida.

 

“Tenían que salir por el monte porque por la frontera los detenían. Entonces los recogíamos en Feces con el taxi. Sólo tenían que traer el carnet de identidad, ser mayores de edad y menores de 70. Una figura a la que llamaban pasadores juntaba grupos de 6 a 10 personas y nos llamaban. Nos daban un billete o una foto partida por la mitad como garantía. Una mitad se la quedaba el pasador y la otra el emigrante, que al llegar a su destino la enviaba a las familias como garantía de que el viaje había salido bien. En Francia los dejaban pasar porque necesitaban mano de obra. Les daban un salvoconducto para encontrar trabajo allí. Era así de fácil cuando no había un mercado común. En Hendaya cogían el tren a donde consideraban, a veces los llevábamos a París. Yo hacía tres viajes por semana a Francia. De aquella, eso era mucho”.

 

“Empezamos a hacerlo nosotros los taxistas cuando se permitió, allá por el año 66, que los portugueses pudieran circular sin pasaporte en España. ¿Por qué? Porque los pasadores juntaban grupos de 50 personas y los metían en un camión cisterna. Como pasa ahora con las pateras. Y pasó lo que tenía que pasar, que se supo que iban hacinados porque muchos murieron asfixiados. Por eso tomaron esa decisión. También pasaba otra cosa: los pasadores los dejaban en un pinar, el camión cisterna tardaba a lo mejor dos días en llegar y los portugueses no sabían de nada y tenían miedo. Pensaban que los habían dejado abandonados y se ponían a caminar sin rumbo. Entonces los pillaban, los devolvían a Portugal y allí los castigaban. A partir de la decisión de España todo fue mucho mejor”.

 

“¿Dónde los recogía? En el monte y siempre por la noche. Había dos ríos en la frontera: uno pequeño que pertenecía a Portugal y otro más grande que pertenecía a España, el Támega. Un señor al que llamaban Luciano tenía una barca cuadrada que empujaba con un palo y se dedicaba a pasarlos por el río. Por el río pequeño era, más adelante, por donde cruzaban los que volvían a Portugal y le pagaban a rapaces de 12 o 14 años mil pesetas para que los pasaran a hombros. Allí todo el mundo hacía negocio. Veías a niños pequeños manejar billetes grandes”.

 

“Aquello duró más de diez años. Muchas veces llegaba tres noches seguidas a Hendaya. Tres días y dos noches sin dormir, y antes no había drogas. Mi droga era un carajillo y una Coca-Cola del tirón. Por cada viaje me pagaban 3.500 pesetas. No recuerdo el sueldo medio en aquella época, pero el solar de esta casa nos costó 200.000 pesetas, o sea que imagínate. Yo tenía un Mercedes azul que fui a buscar a la frontera de Salamanca porque los coches también pasaban ilegales por la frontera. Aquí sólo había coches españoles. En el coche llevaba en cada viaje a cuatro emigrantes atrás y dos en el asiento del copiloto. La mayoría no abría la boca en todo el camino, estaban asustados. Los que hablaban hacían especulaciones sobre qué iba a pasar con ellos, si encontrarían trabajo, si echarían de menos a sus familias… Los pobres estaban acojonados. Algunos se me mareaban en el coche al no estar acostumbrados a viajar. Un día uno echó la vomitona por la ventanilla, sacó medio cuerpo fuera porque se mareaba y se apoyó con las manos en la puerta. Como estaba manchada de haber vomitado resbaló y si no es porque el de al lado reaccionó y lo agarró allá iba. Se marchaban con lo puesto y otra muda en bolsas. Llevaban lo justo. Las vueltas siempre las hacía solo y siempre paraba en los mismos restaurantes porque lo que hacía era calcular el tiempo entre uno y otro para pedir a los dueños de los establecimientos que llamasen a La Tere para que supiera dónde estaba y no se preocupara. Sin móviles. ¿Tú sabes cuántas cajas de bombones y cuántos ramos de flores me costaba llamar a tu abuela? Tenía que medio ligarme a la de la centralita. Porque si tenía que esperar las dos horas de demora que tenían las líneas no llegaba nunca a casa. Entonces le pedía a las de las de la Telefónica que llamaran ellas a La Tere y la avisaran de la hora en la que había salido para que calculara. Pero claro, eso me costaba cada 8 días un ramito de flores. Lo de los emigrantes duró más o menos 17 años en los que yo trabajé a la vez siempre con ocho pasadores. Luego el negocio cambió. Los últimos cinco años los emigrantes tenían dinero y me llamaban para que les llevase a las familias. Cuando una familia llegaba bien lo contaba y me llamaba el vecino y así otra vez todos los días”.

 

“Lo peor eran aquellos inviernos. Te cuento cómo lo hacía, verás. La niebla a partir de Puebla de Sanabria es helada. La insignia del Mercedes hacía un bloque así [muestra su puño cerrado] de hielo y la antena del aparato de radio teníamos que quitarla porque cogían hielo y partían. El parabrisas se me congelaba y no veía. ¿Cómo conducía? Pues ponía una mano sobre el parabrisas y la mantenía ahí un rato. Con el calor de la mano se despejaba el cristal y hacía un hueco. Bajaba la mano, miraba por aquel hueco y ponía la otra mano. Así 300 kilómetros. Luego la nieve. ¡Cada nevada, Nani, que no te haces idea! Y pon cadenas, quita cadenas. Un mediodía volvía de Irún y paré en Requejo. Fui a comer y la tonta esa del restaurante me dice: ‘puedes seguir que no hay que comer’. Estaba nevando y yo aislado y sin comer. Treinta centímetros de nieve ahí fuera, yo sin cadenas con el coche zarandeándose, y se negaba a darme de comer. Por suerte salió el padre, preguntó que cómo es que estaba en la carretera un día como aquel, y le dije: ‘Qué quieres, los desgraciados tenemos que andar tirados por todas partes’. Reprendió a la hija y sacó toda la comida que tenía en la nevera para mí: ‘Santi, en mi casa siempre vas a tener que comer’. Me dijo que no tenía porque era estúpida. Debía gustarle y como no le hice caso me las hacía pasar putas”.

 

 

Transición política y evasión de capitales

 

“Luego pasó otro caso [mira hacia abajo y se ríe], cuando los emigrantes volvían de vacaciones me empezaron preguntar si les podía cambiar sus francos por escudos. Al tercer día lo cambié en el banco y me di cuenta de que haciéndolo ganaba dinero. Entonces El Chino y yo empezamos a comprar dinero para cambiárselo porque era un negocio redondo. Fuimos los primeros, pero luego nos empezaron a copiar. En la frontera había gente que se dedicaba a eso, el Maximino y la Francisca. No lo creerás, pero sólo al tacto me daba cuenta de cuándo les colaban billetes falsos. La Tere alucinaba. Se los colaban a los cambistas los portugueses porque estos portugueses falsifican madres, falsifican padres, falsifican todo. Lo malo fue que igual se nos fue de las manos cuando empezamos a comprar ya marcos, dólares y de todo. Y, bueno, había familias de estas ricachonas de Madrid que nos daban no bolsas, no, maletas con dinero. Gente muy poderosa, y nosotros aprovechábamos los viajes para dejarlos en Andorra donde otro señor de aquí las cambiaba por Traveler Cheques y las ingresaba en sus cuentas en bancos de Suiza, Luxemburgo… esto pasó con la evasión de capitales, por la incertidumbre de qué iba a pasar se empezó a hacer eso. Y así fue como tu abuelo El Chino estuvo 18 días en la cárcel. Hicimos las de dios, Nani, pero paramos ahí. Antes no era como ahora y no había penas por esto. Nosotros teníamos una norma: ‘hay que trapichear con todo, pero con todo lo que no pueda meterte en la cárcel’”.

 

 

Las rutas del estraperlo

 

“Aquí en la frontera algo de estraperlo también hicimos. Pero poco, sólo de café. Es la añoranza de tu abuela de toda la vida, el café portugués. Todas las mañanas sigue diciéndome mientras moja la bica en la taza que el café ya no le tiene olor. Había marcas muy buenas que venían de Mozambique, Macao, Goa… era muy buen producto. Aquí en España el café que había era de mala calidad y caro, nosotros lo comprábamos en Portugal a 50 pesetas y lo vendíamos en bares de Ourense y Verín a 100. La China incluso lo vendía a casas particulares. La gente trabajaba mucho el café. Verás, había un señor al que llamaban O Toño. Él tenía una moto. Traía un garrafón en el depósito y otro atado atrás. Venía todas las mañanas con los dos garrafones, que aparentemente eran de leche. Los garrafones los tenía cortados. Le tenía un corcho por debajo y el cuello del garrafón lo llevaba lleno de leche y el otro corcho por encima, entonces si lo paraba la Guardia Civil veía que lo que llevaba era leche… pero de lo que iba lleno era de café”.

 

“Otra gente a lo que se dedicaba era al plástico. Venía granulado y en sacos, como el pienso de los animales. El método era el siguiente: pillaban a alguien haciendo contrabando, que era ilegal, y se lo quitaban. Subastar al mejor postor ese contrabando era legal. Al que se quedaba el contrabando aprehendido le daban una guía para que fuera legal. Entonces a esa guía se le ponían ceros, seises, nueves… Se llevaba a Madrid a las fábricas. Si la Guardia Civil no te paraba, perfecto, usabas esa guía para otro viaje. Si te paraban le dabas 5.000 pesetas y se les olvidaba sellártela. Puede que el 80% de las bolsas y los calderos de plástico que se empezaron a fabricar en España fuera de Portugal”.

 

“Pues vi anécdotas curiosísimas. Una de ellas te la contó tu otro abuelo, me lo dijiste un día cuando eras pequeña. Un hombre al que, cuando él era comisario en Irún, habían interrogado mil veces porque sabían que hacía, pero no sabían de qué. Entonces mucha gente en Irún iba a trabajar a Francia. Este señor siempre volvía en bicicleta con sacos de tierra. Te diré más, hasta habían mandado analizar la tierra y no encontraban nada. Hasta que al final un día les confesó que lo que llevaba de contrabando era la bicicleta. Al hombre lo vi yo también, porque también llevaba a Irún emigrantes. Iba andando por el monte por la mañana, compraba una bicicleta en Francia y la vendía en San Sebastián a un vendedor de bicicletas. La gente era muy avispada”.

 

“Lo que nosotros nunca tocamos fue el whisky. Con eso, Nani, se hacía mucho, pero era jugar con la salud y eso El Santi no lo hizo nunca. El whisky de importación –Chivas, Johnny Walker– en Portugal lo vendían –falso– por 200 pesetas, y en Madrid se vendía a 1.200. Y no notabas la diferencia. En uno de mis viajes estuve en el Zahara de Gran Vía con un grupo de médicos del Gregorio Marañón y todos bebían whisky. Yo lo pedí también: whisky Dyc. Y se rieron de mí: ‘No me jodas, Santi, que teniendo de todo te vas a beber esa mierda’. Les dije: ‘Sí, pero eso que bebes tú lo fabrican ahí al lado de mi casa y esto que bebo yo es una mierda, pero por lo menos es whisky” [se ríe].

 

“Aquellos tiempos del contrabando, en fin, Nani… Podría contarte anécdotas durante meses. Te encantaría estar allí para ver cómo sin haber ni una sola luz en Feces era como si vieses por el ir y venir constante de personas. Aquella fue otra época. Nunca fui tan feliz como en el taxi”.

 

 

Volver a empezar

 

Siempre extrañó el estímulo del riesgo de aquella época, a pesar de la nostalgia de no haber podido disfrutar de sus hijos. “Tienes que saber que El Santi siempre trabajó, y que su trabajo siempre fue hablar con los demás y, sobre todo, escuchar. De taxista y de barbero”. Pero el año que abrió la barbería y cumplía los 40, continuando el ciclo iniciado en su niñez con su padre al volver del colegio de los Hermanos, cayó en sus brazos la oportunidad de ser padre de nuevo de una niña que, por su juventud, nunca le llamaría abuelo. Él siempre fue El Santi. También para su primera nieta, que irrumpió en la que prometía ser la primera etapa de calma de su vida. Cuando su hija Tere, de 19 años, reveló en el mes de junio del 88 el secreto de sus siete meses de gestación. Caprichos del destino, de Alfonso, el hijo del comisario de la aduana. Dio a luz en septiembre. La estabilidad de la barbería lo hizo ser el padre que siempre añoró cuando, al cabo de unos meses, Tere se fue a La Coruña a formarse para conseguir un buen trabajo y el padre de la criatura, con el mismo propósito, volvió a la universidad.

En este momento fue cuando pudo replantear su vida desde otra perspectiva: “Fui padre cuando fui abuelo, porque nunca pude disfrutar de mis hijos mientras estaba en la carretera”. Cuenta siempre a partir de las 8 de la tarde en el bar, una cita obligada cuando cierra la barbería. Entonces con ella pudo contar todos los cuentos que imaginó tantas noches en el taxi, entonces hizo todas las cosquillas, entonces sacó de nuevo el bote de Dixán para tocar los bongos. Y le enseñó la nieve, construyó para ella una casa de muñecas y la llevó a cazar lagartijas. Un día le contó cuando, en una carretera de Palencia, iba “dándole zapatilla al coche” y se comió un paso a nivel: “Nani, un día vas a tener que escribir un reportaje sobre la vida de tu abuelo, que antes de ser viejo también fue joven”.

 

 

 

 

Raquel Fernández-Novoa Vaamonde (Verín, Orense) dice que, como muchos gallegos, ama a su tierra, pero solo vuelve a ella con la memoria. Dice que de Galicia se trajo a Madrid “muchos charcos y varios consejos: de mi abuelo, ‘anticípate siempre’. De mi madre: ‘ama todo lo que hagas’. De mi padre: ‘ponte en el lugar del otro, aunque parezca el malo’. De mi abuela: ‘Sé ante todo buena persona, y lleva chaqueta’. Bruno dice que me gustan mucho las personas que están locas. Yo creo que me gustan mucho las personas, es lo que más me gusta”. Estudió periodismo en la Complutense, pero alternó la carrera con otras disciplinas. “Después hice un montón de cosas, sobre todo hojas de excel, pero también atendí el teléfono, anoté citas, asistí a reuniones y vendí cremas. Muchas cremas. Ahora soy periodista, siempre digo que no lo habría conseguido de no haber vendido tantas cremas, y lo digo en serio. Desde que me dedico a escribir madrugar me cuesta mucho menos”. 

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