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Carta a los votantes de Crimea

 

De un tiempo a esta parte ha prendido la mecha encendida por influyentes personas de este mundo paulatinamente debilitado que luchan por arrimar las oportunidades a sus particulares intereses. El resultado de esta dinámica es que por doquier los ciudadanos se levantan para emitir su voto para apoyar las aspiraciones de estas personas influyentes, haciendo que esta actividad votadora centre los partes informativos del mundo entero. No obstante esta incesante actividad “úrnica”, ni los testigos ni las personas influyentes que toman parte en las mismas  tienen muy claro lo que supone, el resultado del cual millones de personas son engañadas, usadas y luego abandonadas a su suerte, mientras los voceros de estas personas influyentes difunden falacias intragables para justificar su paga y los otros beneficios inherentes a su toma de partido por los poderosos. A tenor de esta situación nos hemos visto obligados a interesar por este tema, interés que dio como resultado las reflexiones que siguen.

 

En primer lugar, y en casi todo el mundo, hay una profunda confusión entre el ejercicio de la ciudadanía, necesario y plausible, y la manifestación pública, a veces recompensada, de alcanzar el poder con la fuerza de los votos ajenos. La herencia histórica de muchos pueblos ha permitido que un grupo determinado de personas pueda reclamar alguna legitimidad para constituirse en poder, de manera que consideren legítimo cualquier esfuerzo para mantenerlo. En muchos países europeos, en su parte sur, en África y en Asia existe la concepción legitimista del poder, de modo que a los que son negados esta legitimidad son considerados “outerráneos,” advenedizos, parias. Además, al haber estado considerado a los detentores del poder como sus legítimos dueños, la población restante es utilizada solamente para envolver y exaltar los atributos externos de este poder, de modo que en muchos países los ciudadanos desconocen los derechos inherentes a su estado.

 

Cuando masas poblacionales difusas se involucran en la celebración de victorias electorales, existe un intento por relacionarlos con la suerte de los elegidos, pero en la práctica no se establece ningún vínculo salvo el necesario para apuntalar el poder. Este es el germen que, pasando varias generaciones, sostiene el hecho de que en muchos países no se conciba ni se tolere ejercicio ciudadano alguno que se oponga a la acción del poder constituido. De los más conocidos, tenemos China, Corea, Cuba, la URSS, conocida ahora con otro nombre, muchísimos países africanos, otros de América y algunos europeos. Y pese a que muchos países citados son “repúblicas populares”.

 

La influencia recibida de los países más avanzados socialmente ha permitido que muchos países admitan un ejercicio ciudadano que ponga límites al poder y lo cuestione,  pero en otros ha permitido que bajo la denominación de oposición política grupos distintos se erijan o reclamen el estatus de contrapoder, aunque su existencia merme o socave la construcción de una ciudadanía que por derecho de existencia está llamada a ejercer el suyo. Esta interferencia de los aspirantes del poder en la ciudadanía no sólo maquilla la realidad y los resultados de las dinámicas sociales, sino que permite atestiguar acontecimientos tan llamativos como el hecho de unos ciudadanos que expresan su alegría por la elección de un partido político aunque su acción no les beneficie ni en lo mínimo, o el tampoco menos llamativo de que los partidos constituidos, sean de cualquier signo, aparcan las reclamaciones ciudadanas más acuciantes si las mismas constituyeran un estorbo para su éxito, con la llamativa posibilidad de establecer relaciones con partidos contrarios si en ello obtienen un beneficio.

 

Este hecho es el que nos permite hablar de las ideologías. A medida que las ideas científicas se iban difundiendo, la aspiración por el poder se vio envuelta en sutilezas dialécticas que dieron lugar a las ideologías, caparazón a veces vacío con una sugerente capacidad para catalogar a los ciudadanos en su relación con el poder. Es la manera en que los poderes constituidos enfrentaron a los ciudadanos en bandos distintos e imposibilitaron el ejercicio de la ciudadanía. Este hecho ha tenido tal éxito que ni en países donde las necesidades son manifiestas, como Spain, México y otros, los ciudadanos pueden sustraerse a su influjo, de modo que poblaciones enteras se alegran por victorias que no implican ningún compromiso con la ciudadanía, y por largos periodos de tiempo.

 

Además, el hecho de que en muchos países el poder combatible se erigió tras hechos bélicos que enfrentaron a bandos distintos, las victorias electorales se contaminan lo suficiente de estos hechos bélicos para permitir a los ganadores relacionarlos con los mismos, a la vez que contribuyen a diluir los objetivos reales acariciados por los ciudadanos.  En este ambiente de falso enfrentamiento, los jefes de los partidos en pugna son capaces de alcanzar acuerdos que perjudiquen a la ciudadanía y a los votantes a los que deben sus puestos. En Spain hay claros y llamativos ejemplos de este hecho. La consecuencia final de estos hechos contribuye a asentara la certidumbre de que la militancia política es un hecho distinto al ejercicio de la ciudadanía, aunque muchas veces pueden ser confundidos. En Muchos países, como Guinea Ecuatorial, la militancia política es tan asimilable al ejercicio de la ciudadanía que muchas veces los políticos se quejan del escaso reconocimiento a su labor, aunque su situación se deba a que las críticas se hacen desde la ciudadanía, prácticamente inexistente. Se constata que la pervivencia de la dictadura más allá de las siguientes generaciones tiene que ver con el nulo ejercicio de la ciudadanía, más allá de la fortaleza o las virtudes de los opositores en plaza.

 

En el buceo por los intríngulis del poder, y teniendo en cuenta los hechos recientes, haciendo énfasis en la actividad electoral reciente, hemos de dar cuenta de dos o tres hechos significativos. Uno es el de la candidatura de Donald Trump. Este hecho no se pone en valor por el llamativo comportamiento mediático del septuagenario candidato, sino en el de su caudal personal. En efecto, la riqueza dinerario de Donald Trump debería ser un hándicap  en su carrera a la presidencia, porque sería la consagración de la defensa de los intereses de las élites económicas en la construcción del poder, este hecho por el que las necesidades de las clases trabajadoras y de los ciudadanos han sido marginadas y por el que el medio ambiente ha sido tan poco tenido en cuenta. El silencio ante el hecho de su inmensa capacidad dineraria es otra prueba del poco interés real por la ciudadanía. Y es que no ha habido ningún interés por las personas cuando prima lo económico.

 

De ninguna manera, y en aras de conseguir los objetivos políticos, los ciudadanos deben dividirse en cuantas opciones políticas existan. Porque precisamente el intento por catalogar a los ciudadanos en militantes hace que los partidos en el poder infle las estructuras políticas para dar satisfacción al mayor número de apoyos. Esta actitud es la que justifica los kilométricos gobiernos de Teodoro Obiang o los aparatosos equipos de consejeros, diputados, diputaciones y cargos oficiales en España, con sus consiguientes ventajas económicas y sociales, mermando grandemente el presupuesto anual. Las estructuras del gobierno deben ser las suficientes para dar satisfacción a las demandas de la población. La militancia política, necesaria por otra parte, no debe suplantar el ejercicio de la ciudadanía. En los situaciones en las que la vida política es parasitada, son los ciudadanos los que se ven obligados a atender a los elegidos, constituyendo una paradoja que ni los países del mundo desarrollado son capaces de resaltar.

 

En la dinámica política impuesta por los que retienen el poder la terminología acuñada se asume como la adecuada, aunque un mínimo de cuestionamiento permite encontrar incongruencias llamativas. Son los poderes establecidos los que consiguen que la población se vea involucrada en los sentimientos derivados de la pérdida de poder o de su menoscabo como resultado del enfrentamiento con otros aspirantes, realzando los símbolos patrios como arma contra el hipotético invasor. Por ejemplo, en España, en las celebraciones de las victorias del partido en el poder se ven banderas españolas, cuando no es un evento al que se puede catalogar de «nacional». Este sí es un acto premeditado que se podría llamar populista, insistiendo, además, en su carácter demagógico.

 

Pero son los otros lo que han recibido este nombre, pese  a la incapacidad de imbuir sus movimientos de algún tipo de fervor patriota gratuito. Es la fuerza del poder y el lacayismo de los medios de comunicación por los que los dueños de una práctica censurable atribuyen su acción a sus enemigos. La única oportunidad de llamar “populista” a una acción de la oposición sería la reclamación del concurso de la ciudadanía para enfrentarse a un régimen o gobierno con argumentos falaces o con delitos no probados. Si no son falaces, el acto sería la reclamación del ejercicio de la ciudadanía con el fin de recuperar la normalidad social. Las acciones por las que unos grupos han sido reiteradamente calificados populistas no tienen ninguna consistencia.

 

Queridos votantes de Crimea: Cuando cesen las acciones del “voivoda” que alteró el curso de vuestra historia y os predispuso al recurso de las armas, tendréis la suficiente calma para aportar a la sociedad de nuestros tiempos los testimonios de vuestro vivir.

 

Barcelona, 29 de junio de 2016

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