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Cartas a Alfred. Veinticinco mil misivas que revelan la pasión entre Georgia O’Keeffe y Alfred Stieglitz

Foto: Georgia O’Keeffe por Alfred Stieglitz

Sin perjuicios, entregada al click de la cámara, Georgia O’Keeffe nunca se sintió tan femenina como cuando su marido, el fotógrafo Alfred Stieglitz, la retrató desnuda. Ni siquiera después, cuando ya anciana y las arrugas surcaban su rostro, puso reparos en ser fotografiada. Al contrario, siempre se mostró orgullosa de su piel resquebrajada que le recordaba los paisajes ocres que tantas veces pintó del desierto de Nuevo México.

La suya no fue una historia al uso, veinticinco mil cartas, demuestran que eran la clase de pareja cuya relación parecía cobrar vida en la distancia, aun cuando esa distancia se viera suavizada con un manojo de palabras lanzadas al viento. Porque sus cartas no eran sino eso, palabras desesperadas escritas al viento, por dos personas que necesitaban, además del reconocimiento mutuo, escapar de la grisura de una vida que sin el otro, se les antojaba tan vacía como una caja de acuarelas a medio usar.

Cuando se conocieron ella era profesora de arte en Texas y a pesar de la diferencia de edad (más de veinte años) se sintió atraída por aquel tipo excéntrico de capa negra y largos bigotes, tan mujeriego como su padre, y que regentaba una galería de arte donde jóvenes promesas exponían sus obras. Su primera carta fue de agradecimiento tras visitar la exposición de Rodin: “Nunca me he sentido más feliz, que cuando visité su galería y tuve la oportunidad de tener en mis manos un ejemplar de su revista Work Camera. Seguro que le gustaría saber que la tengo colocada en la mesita de noche, junto a mi cama”.

A partir de este momento cualquier excusa le parece buena para enviarle dibujos a carboncillo, acuarelas de las que aunque orgullosa intenta quitarle importancia mostrando sus fallos, esas pequeñas imperfecciones de las que se avergüenza como una niña: “No sea muy duro conmigo Sr. Stieglitz, sabe que me esfuerzo, pero aún me queda mucho camino por delante. Creo que lo mejor sería que no perdiera el tiempo con mis dibujos y los tirase a la basura sin miramientos…”.

Es tal su admiración que le escribe y le escribe sin parar. Cartas que ocupan 3 o 4 hojas, en las que la caligrafía apretada y picuda parece quitar protagonismo al papel rosado en el que escribe, cartas casi siempre envueltas en primorosos sobres que ella misma decora con flores. “Hace tiempo que decidí dedicar mi vida a la pintura, sé que es complicado y más para alguien como yo que empieza. Estoy convencida que usted me entenderá si le digo que expresarme con los pinceles es la única forma que tengo de sentirme viva”.

Alfred Stieglitz, por su parte, nunca se ha sentido tan halagado; encuentra en esta correspondencia, una vía de escape, el modo de huir de un matrimonio acabado, del que solo sus aventuras parecen sacarle de ese pozo sin fondo en el que se ha convertido su vida conyugal.  Desde el principio adopta una actitud paternalista y achacosa, alejada del comportamiento narcisista y galante que se espera de alguien que lo que trata es de impresionar a esa mujer por la que cada vez se siente más interesado. La llama “mi niña”, y se queja de ser un viejo cascarrabias, de ese insomnio que le martiriza  y de su cabeza siempre a punto de estallar: “Soy un trasto viejo listo para el vertedero, no sé cómo puedes seguir escribiéndome, pero hazlo, por favor no dejes de escribirme…”.

De vez en cuando se permite también algún consejo, consejos que Georgia acepta encantada. Le envía libros de arte y le anima a que abra nuevas vías de expresión con su pintura, que explore con la abstracción, con el color, tan convencido está de su talento. Sus últimos dibujos le han gustado tanto que incluso organiza sin su permiso una exposición con algunos de ellos, que debido al fuerte carácter de ella a punto está de echar a perder su incipiente relación. Su intención es introducirla en los círculos artísticos, hacer de ella una Greta Garbo de los pinceles. Está dispuesto a convertirse en su mentor, una suerte de publicista que presume de conocer el gusto del público, pero ha de confiar en él, superar sus reticencias provincianas y abrirse al mundo.

Es abril y tras una semana juntos en Nueva York, Stieglitz siente que se ha enamorado otra vez. Ya no se queja de su cabeza, ni siquiera le preocupa su insomnio. A su regreso a Texas, le escribe: “No hubiera deseado otra cosa que fotografiarte, tus manos… alas de mariposa… Me obsesionan tus pechos, tu boca… Creo que me estoy volviendo loco, eres mi luz. No quisiera ensombrecerte con mi oscuridad, pero me siento egoísta, te necesito a mi lado. Prométeme que vendrás, esta vez para siempre”.

Unos meses más tarde, Georgia O’Keeffe deja su trabajo como profesora y se traslada definitivamente a Nueva York con un par de maletas, todo cuanto tiene. “Salgo a Nueva York esta noche, mi corazón tiene ruedas”, le escribe. Nunca se ha sentido tan ilusionada. Él la espera en la estación, es invierno y aunque el frío se cuela por su abrigo nuevo le arde la cara y tiene fiebre. La noche anterior no ha podido dormir por los nervios. Lee una vez y otra su última carta, esa en la que le habla de su divorcio, durante mucho tiempo la conservará junto a ese primer ejemplar de Work Camera que fue el inicio de todo.

Se entregan con pasión enfermiza en la casa familiar que él tiene en el lago George, Nueva York, en una noche de tormenta, cuyo aniversario, él recordaría los años siguientes. “El 9 de agosto hará 11 años que me entregaste tu virginidad en medio de los truenos y los relámpagos. Todavía veo tu cara; tan frágil, cómo temblabas. Y te veo en el suelo después, desnuda, como un pajarillo herido. Tan adorable”.

Inseparables desde entonces, trabajan juntos, se quieren sin fin. Tras la boda, convierten su pequeño apartamento en un estudio, en el que los cuadros de Georgia empiezan a ocupar poco a poco las paredes desnudas. Cuadros de flores, en el que el erotismo se convierte en el principal reclamo. De aquella época datan las primeras fotos en las que una Georgia de mirada ausente busca la complicidad de la cámara, posando delante de sus pinturas, emulando con sus brazos y manos las formas sensuales de sus imágenes.

Sin embargo, ella necesita más que este erotismo de alcoba del que ya empieza a cansarse, demostrar cuánto vale sin esa constante exhibición que rehúye. Los años han ahogado la pasión inocente del principio, su marido no es el mismo, es algo que lleva notando desde hace tiempo, sabe que hay alguien más, aunque se niega a reconocerlo. Detalles tontos como un beso ausente, una mirada que no le pertenece, todo parece conformar una tela de araña en el que los afectos contrariados parecen enredarse sin que le queden fuerzas para luchar por su matrimonio.

En uno de sus muchos viajes descubre Nuevo México, los paisajes áridos serán el revulsivo que ella precisa, el empujón definitivo para asentar su espíritu rebelde, escapar de la rigidez de Nueva York que le asfixia y tomar distancia. “Algo no funciona dentro de mí. Siento que mi espíritu y mi arte necesitan la tranquilidad del desierto, prescindir de cuanto me es innecesario, no quiero caer en la repetición y sin embargo la posibilidad de perder mi identidad por la que tanto he luchado, no me deja dormir”, le escribe a Stieglitz a modo de excusa, en una carta en las que las palabras se atrancan, temerosas como si ellas mismas adivinasen la proximidad de un final anunciado.

“Creo que es mejor así, pero prefiero cerrar los ojos y abandonarme a esta nueva vida, acostumbrarme a este vacío que ni siquiera las palabras consiguen llenar por más que lo intente…”.

Instalada ya en el desierto de Nuevo México, las cartas parecen seguir poniendo palabras a la distancia y a la realidad de unos sentimientos que, aunque distintos, solo ellos son capaces de dibujar del mismo modo que esos cuadros de flores que vuelven a llenar el salón de su nueva casa. Será muchos años después, tras la muerte de Stieglitz, cuando ya famosa, se dé cuenta de hasta qué punto la soledad ha convertido su vida en un lienzo a medio pintar. Otros amores, los mismos sueños con distintos colores, o eso cree. Hace tiempo que no se mira al espejo. Vive sola con sus dos cachorros de chow chow y sus cuadros. Sería capaz de sacrificarlo todo si así consigue capturar las imágenes que en su cabeza empiezan a cobrar forma. Pasa los días paseando o conduciendo, haciendo suyos esos paisajes rojizos, que en sus lienzos se transforman en una realidad distinta: esqueletos, flores tan raras que parecen escapadas de otro mundo. Es feliz a su manera, su única distracción son sus cartas, esas cartas que aún conserva, y el arte que es su vida…

“Aún hoy, cada vez que termino un cuadro, pienso si le gustaría a Alfred. Su opinión sobre mi trabajo siempre me importó más que la opinión de ninguna otra persona, y aunque ya no está, lo siento a mi lado. A veces todavía le escribo, esperando su aprobación, palabras que lanzo al viento, palabras que se escapan de puntillas, palabras que se atragantan como estas de ahora que están leyendo.”

 

 

 

 

Manuela della Fontana (Madrid, 1972) es una escritora oculta. Después de trabajar muchos años en el mundillo editorial decidió dar el gran salto y retomar su vocación. Fue entonces cuando empujada por algunos amigos salió a la luz su blog Soñando con maletas y empezó a escribir en las revistas VoZed e Hyperbole, donde colabora habitualmente. En fronterad ha publicado, entre otros artículos, La divina marquesa. El empeño de Luisa Casati por ser una obra de arteY un día me desperté sola. En torno a la fotógrafa Francesca Woodman y A cambio de nada. Recuerdos de Kiki de Montparnasse, y mantiene el blog Fuera de guión. En Twitter: @enmanuelle2002

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