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Cartas a Samia

Una mancha en la cara.

 

Parpadeó. Entornó los ojos y las arrugas se le marcaron en las comisuras, surcos arados por la geología del tiempo. No había sido una noche de excesos, se había acostado a una hora razonable, sin hidratarse en el minibar y sin apenas rencor por lo sucedido: sabía que su ciudad iba a perder con Tokio desde que el jefe le hiciera el encargo unas semanas antes, debes ir a Buenos Aires para reforzar a los de Local. No pensó entonces en el trabajo sino en aprovechar el viaje para dar un paseo por La Boca, tomarse un café en el Tortoni o explorar las librerías de viejo de las avenidas de Mayo y Corrientes en busca de números atrasados de National Geographic o de una obra maestra inédita. Desde hacía años fantaseaba con convertirse en un nuevo Francisco Porrúa, histórico editor que descubrió El Señor de los Anillos mientras practicaba arqueología literaria, que compró los derechos del libro y lo dio a conocer al mundo de habla hispana. No era solo una forma de ganarse el pan al margen del periodismo, de pedir la cuenta y empezar una nueva vida, sino de hacer algo que mereciera la pena ser recordado ahora que todo su edificio se estaba resquebrajando. Pero claro, debió haberlo supuesto, no hubo margen para otro paseo que no fuera al centro de prensa instalado junto al Hilton de Puerto Madero. Ni siquiera para cenar con los compañeros, aunque eso no era algo que lo atormentara porque los años lo estaban convirtiendo en un ser huraño, y más cuando la perspectiva era una velada endogámica para hablar de las miserias de la profesión. La cena consistía en un sándwich con patatas fritas y una coca cola pedidos al servicio de habitaciones mientras tecleaba un par de piezas apresuradas para que la web arrancara al día siguiente. Odiaba tener que hacer cosas como estas incluso para su historial menos memorable. Obligaciones de los galeotes de la nada. Luego un rato de tele y a dormir.

 

Se frotó la mejilla con cierta violencia tratando de borrar la mancha, como si fuera una huella de tinta trasplantada de uno de los periódicos que tocó durante el desayuno, pero solo consiguió un halo enrojecido. ¿Tendría cáncer? Sería un final coherente. Aunque un médico con seis años de carrera y otros tantos de residencia le diría que aquello era cosa de la edad. En nombre de la edad se rellenan tantos expedientes que dan náuseas. Suspiró y salió de los lavabos. A lo mejor la próxima vez que se mirara en un espejo la mancha no estaba allí. Quizá llegara a Madrid y uno de los genios de la mancheta le dijera que, después de tres candidaturas fallidas, era un cenizo que merecía ser defenestrado y trabajar en una sección sin brillo, pero con el mismo dinero y mejor horario. Iría corriendo desde el periódico a casa abrazándose con los viandantes, como James Stewart en Qué bello es vivir. Tal vez su mujer lo mirase con la sonrisa de las fotos enmarcadas hace veinte años.

 

Empezó a caminar sin rumbo por la terminal, curioseando en las tiendas de duty free, y compró dos cajas de alfajores con dulce de leche y chocolate que acabaría engullendo en un par de crisis bulímicas. Mientras reunía los pesos para pagar apareció el billete de diez euros que le había endosado como cambio el taxista en el trayecto de ida. Era una copia bastante burda, pero la modorra y las ganas de llegar al hotel le habían penalizado. Y eso que tuvo la precaución de tomar un remís oficial, pero el remisero resultó ser un hijo de puta. En su vagabundeo se topó con la compungida expedición madrileña sobrevolada por algunos zopilotes de la prensa. Allí estaba Mireia con su melena rubia y sus ojos azules que daban miedo, haciendo piña con Jennifer y Ona. Antes del descalabro había tenido unas palabras con las chicas en el hotel. Sonrisas y lugares comunes para rellenar la previa, algo de lo que no había sido capaz Florentino Pérez, displicente con la tropa ya que acudía a Buenos Aires para su propio business. Un poco apartado del grupo, con cara de señor-aparta-de-mí-este-cáliz, se encontraba el colega que había augurado que Madrid contaba con un suelo de 50 votos (40 en primera vuelta) de miembros del COI para su sueño de organizar los Juegos de 2020, con lo que debería sumar solo nueve para ganar en la final. La bolsa se quedó en 26 y la capital cayó con estrépito a las primeras de cambio. Periodismo de investigación.

 

Hora de embarcar. Caminó despacio por los pasillos de Ezeiza dando tiempo a que la cola de su vuelo se alargara para solaz de los frikis de las colas, entre los que él no se encontraba. Siempre esperaba sentado y entraba el último. Si no había sitio para su mochila ya se apañaría la azafata. Tras unos metros, el finger se dividió en dos: un ramal para los viajeros de primera clase y otro para los de clase turista. Miró distraídamente a la otra pasarela y lo vio. El pianista. Un espécimen que no debe faltar en ningún medio de prestigio. Un tipo al que oficialmente se llama “la firma”. Desconocía los sesudos análisis que el pianista de guardia de su periódico había realizado sobre el fracaso olímpico de Madrid, pero sin duda merecían un billete de primera.

 

Avanzó esquivando obstáculos en el avión hasta que llegó a su puesto. Ventanilla. No le gustaba la ventanilla. Prefería pasillo para satisfacer las urgencias de la próstata sin molestar a nadie, y más en un vuelo de doce horas como este. Su vecina era una adolescente que le sonrió tímidamente mostrando un almenado con brackets mientras se levantaba para dejarle paso. Como esperaba, no quedaba sitio en los compartimentos de equipaje, así que puso su mochila bajo el asiento delantero. Tendría a mano sus cuadernos y revistas. La chica se sentó y buscó el cinturón de seguridad a su espalda, estiramiento que provocó que sus pechos inflaran la camiseta. Diecisiete o dieciocho años, el pelo moreno y larguísimo, los ojos grandes y marrones, las hélices de las orejas adornadas con aros, la boca carnosa y la batería de la vida intacta. Escudriñó los alrededores: no parecía que viajara acompañada. Pero evitó la tentación de jugar un solitario a la trama de la facticidad, pasatiempo que compartía con un compañero de la redacción, viejo reportero de sucesos venido a menos, mientras bebían un whisky sour en el Del Diego, su refugio de perdedores. Observar a los parroquianos y adivinar su relato era más entretenido que hablar de sus propias frustraciones.

 

Las azafatas hicieron su representación de seguridad sin que el pasaje les prestara atención y él se refugió en el último número de National Geographic. Llevaba en portada un reportaje sobre los leones del Serengeti. Sentía una admiración reverencial por esta revista más que centenaria, por la calidad de sus textos y fotografías, por el respeto que demostraba a sus lectores. Acarició su lomo con la misma suavidad con que el león de la portada lamería a su cachorro, la abrió por una página al azar y la olió. Su relación con la Geographic era casi erótica. Llevaba décadas comprándola, combando las estanterías de su casa, primero la edición original, en inglés, y después la española, mudanza que le costó realizar pero que acabó asumiendo como práctica: le resultaría más fácil devorar desde el sumario hasta el avance del próximo número, cada gráfico, cada pie de foto, cada carta del fórum. El destino de una colección es permanecer incompleta y el coleccionista termina siempre insatisfecho, pero no iba a renunciar a la búsqueda. Una vez tuvo la oportunidad de entrevistar al neoyorquino David Doubilet, fotógrafo submarino que publicaba la mayoría de sus trabajos en la Geographic. El tiempo y los medios que invertía la revista describían una especie de Shangri-La del periodismo.

 

Estaba disfrutando de una foto de la erupción del volcán japonés Sakurajima, una preciosa composición de bombas de lava, rayos y nubes de ceniza, cuando una voz sibilante le taladró el oído. “No doy besos a nadie que se me corre la pintura”. Las dos pasajeras de atrás parloteaban sobre una fiesta a la que habían asistido la noche anterior. “Les dije, eh, muchachos, take it easy, enfundad las pollas”. El tonillo pijo le disturbó, pero escuchar “pollas” con ese yeísmo despiadado le provocó un cortocircuito en el cerebro.

 

Sacó el iPod de la mochila. Necesitaba aislarse de inmediato. Buscó algo contundente entre sus listas de reproducción. Pearl Jam. El solo de Mike McCready rasgando su Stratocaster en Alive sería un buen antídoto. Antes del solo, la voz impagable de Eddie Vedder. “Son, she said, have I got a little story for you…”. Una historia realmente turbia, con incesto incluido. “Oh, she walks slowly, across a young man’s room. She said I’m ready… for you”. A veces utilizaba la trama de la facticidad consigo mismo, pero en versión vidas paralelas. Por ejemplo, imaginándose una estrella del deporte, un campeón multidisciplinar capaz de ganar el Tour de Francia o todos los torneos del Grand Slam de tenis, además de varias medallas olímpicas y mundiales en atletismo y Copas de Europa con el Atlético de Madrid, porque también era un virtuoso del fútbol. La prensa investigaría el caso: seguro que detrás de sus éxitos habría gato encerrado, un top doc que le proporcionaba la poción mágica de Panorámix, indetectable para cualquier laboratorio, incluso para aquellos que descubren picogramos sepultados bajo una montaña de ceros. En realidad, el súperatleta, al que todos apodaban el Kryptoniano, había logrado mediante una técnica esotérica oriental y secretísima desarrollar todas las habilidades físicas y psíquicas que el ser humano guarda en el desván sin saberlo, como Bruce Wayne antes de convertirse en Batman. Muchos periodistas ávidos de fama habían publicado artículos en los que le acusaban sin pruebas de dopaje sistemático. Incluso un bloguero de Le Monde había perpetrado un libro titulado Kryptonian: The greatest fraud ever. Con el dinero recaudado en las demandas creó la fundación Whale Nation (así llamada por un poema de Heathcote Williams) para hacer el bien en el mundo. Cada acción humanitaria tenía el nombre de la persona o el medio al que había derrotado en los tribunales. Como el Proyecto Juan Luis Cebrián para la escolarización de niños sherpas en el valle del Khumbu. Le encantaba ser el Kryptoniano. Pero también una estrella de rock con la voz raspada del cantante de Pearl Jam. Y por supuesto con su look: barbita, melena al viento y un aura de tipo-necesitado-de-cariño que derretía a las groupies. Le fastidiaba la alopecia que conquistaba su cráneo como las hordas de Atila el este de Europa. Quería el pelo de Eddie Vedder y su inspiración para crear un puñado de canciones tan hermosas como las de la banda sonora de Into the Wild. Doblada la cincuentena, se encontraba a miles de kilómetros de sentirse vivo como pregonaba el estribillo de Alive. Le gustaría ser un cambiapieles y empezar de nuevo como alguien distinto y especial. Como Eddie.

 

Tras el brutal solo de McCready se refugió en la melancólica Black y pensó que Vedder cantaba solo para él. “Todo el amor se echó a perder, convirtió en negro mi mundo, tatuó todo lo que veo, todo lo que soy, todo lo que seré”. No hace mucho se consideraba un ser inmortal con una salud de hierro y una vida profesional y sentimental a prueba de bombas. Es extraordinario cómo se desbaratan las cosas sin que uno se percate del cambio, pasando de especial a funcionario en un santiamén, da igual cuál sea el terreno de juego. “Sé que algún día tendrás una vida hermosa, sé que serás una estrella en el cielo de algún otro…”. Escuchó los coros de Black acunado por el sueño. La mancha se iba haciendo más grande tatuando todo su rostro, destiñéndolo de negro. El espejo le devolvió una imagen emborronada, ya no era él, se había fundido a causa de la única muerte cierta, que es el olvido. Siguió con Nothingman, una de sus favoritas. Qué preciosa balada, nada empalagosa, aunque la letra fuera una variación sobre el mismo tema. Le sorprendía la habilidad de los tipos duros para pasar del estrépito a la calma, o viceversa, sin dejar de conmover al personal. A veces en la misma canción, como Led Zeppelin en la monumental Stairway to heaven. Eddie, tío, estás tan jodido como yo, se decía, claro, si es que somos de la misma quinta, tenemos las mismas mierdas en la cabeza, miradas fijas vacías desde cada esquina de una celda compartida, como Molina y Arregui, pero sin mariconadas, nos hundimos en el pasado porque el futuro no tiene nada que ofrecernos, ya no nos compran nuestras historias, no hay posibilidad de crear recuerdos nuevos… Somos unos Don Nadie.

 

El arranque frenético de Once le sobresaltó y abrió los ojos. Bajó el volumen del iPod. Habría firmado despertar como después de una operación con anestesia total, un paréntesis de un segundo en el que uno se pone en manos de un extraño al que el tiempo le corre más lentamente, pero en realidad el avión esperaba turno para el despegue. Recordó la frase de una enfermera referida a un paciente desahuciado: “Ese está pidiendo pista”. La ironía como vacuna contra las tragedias cotidianas. Miró distraídamente a su derecha y vio que la adolescente sujetaba sobre sus rodillas un sobre marrón, de esos acolchados con burbujas. Tenía un nombre rotulado en rojo, Samia, rodeado de corazoncitos de diversos colores. La chica lo observaba y le pasaba la mano con la dulzura con que él trataba la Geographic. Se dio cuenta de que no había aliviado la vejiga desde que abandonara el hotel y eso podría traerle complicaciones. La mancha reflejada en el espejo lo había desviado de su misión antes de embarcar. Si el avión perdía el slot tendría que ir al lavabo pasando por encima de las azafatas o se mearía encima. Volvió a dar vidilla a la música y trató de concentrarse en el punteo de guitarra de Yellow Ledbetter. Entonces la chica abrió el sobre y sacó otro más pequeño, blanco, cuya destinataria era “Mi boludita”. “Abierta en un porche había una carta…”, comenzó a recitar Eddie al tiempo que la muchacha posaba sus ojos sobre el papel que había extraído y desdoblado con mimo. Él no pudo resistir la tentación de girar los suyos hacia la derecha, sin mover la cabeza, mientras fingía trastear con el reproductor. “Sam, que querés que te diga, sos mi amiga del alma y me muero sin vos. Me da lástima que te vayas a esa ciudad nublada, que por muy buen chocolate que tengan no me creo que sea la capital de Europa. Aunque sé que sos como uno de esos pájaros que enloquecen y vuelan ciegos contra las rejitas de las jaulas, y se machucan las alas, como dice ese libro que nos mandaron leer en el instituto. Así que volá libre, pero no olvidés las cosas que dejás atrás. Mirá, estos días me acordaba de cuando íbamos a los boliches con esas polleras tan cortas que casi no tapaban el culo, y en el subte nos sentábamos con las piernas un poco abiertas para provocar a los pibes. ¡Estábamos muy locas! Decime, ¿que le voy a contar a ese morocho que te rondaba cuando me pregunte por vos? Tendré que quedármelo, que es muy lindo…”.

 

Una lágrima impactó sobre el nombre del remitente, Valentina, le pareció leer. Ella sorbió los mocos y se pasó la mano por las mejillas para cortar las vías de agua. Él pensó que con ese maridaje entre pérdida y memoria los semblantes expresan toda su humanidad. Giró la cabeza, ya sin disimulo, para tener mejor tiro. Estaba seguro de que nunca la muchacha se había mostrado tan desamparada y tan hermosa al mismo tiempo, y había ocurrido justo en ese instante, mientras el avión despegaba de Buenos Aires con destino a Madrid, y él era un privilegiado por haberlo visto. Se apoyó en el reposacabezas pero continuó espiando a la joven, que sacó del sobre marrón una cartulina blanca con tres dibujos que mostraban al mismo personaje. No eran unas caricaturas muy conseguidas, pero captó enseguida de quién se trataba. La primera sostenía un papel y una pluma; por encima, un bocadillo con la frase “Me gusta escribir cuentos”. La segunda, vestida con una camiseta azul con franja amarilla, decía “Me gusta sufrir con mi equipo”. Y la tercera, con un animalito en las manos, declaraba “Me gustan los bichejos peludos y suaves”. Más goteras endulzadas por sonrisas húmedas. Fotos de la chica con su pandilla. Fotos de Polaroid, un anacronismo redivivo como los casetes que se compraban en las gasolineras y que él aún conservaba en su paroxismo sentimental. Una de las amigas tiene una rosa tatuada en el balcón de los pechos y un mohín provocativo. Con otra se está dando un morreo. La mayoría de los disparos se hicieron, aparentemente, en los lavabos de un bar o una discoteca.

 

“¿Me permites, por favor?”. La chica asintió y se inclinó hacia adelante para guardar el sobre marrón en el bolso de tela que tenía a sus pies. La postura dejó al descubierto la raja del culo y las braguitas rosas y él no perdió la ocasión de echar un vistazo. Se levantó y le dejó pasar rumbo al cubículo a cuya puerta se había formado ya la cola reglamentaria. Podría aguantar un tema más mientras esperaba turno, después reventaría sin remedio, así que lo escogió con cuidado. Los seis minutos de Off He Goes darían tiempo a que aquello se despejara. “No dejes crecer la hierba en el camino de la amistad”, escribió Platón. Eddie entonaba una especie de mea culpa por permitir que eso ocurriera, aunque él prefería tomarse la canción como un canto a los lazos que unen a pesar de los estragos de las estaciones y las circunstancias. “Nada ha cambiado, exceptuando la mierda que nos rodea, que ha crecido”. Hace unos años creó un blog para estar en contacto con sus antiguos camaradas, un diario donde todos podrían compartir recuerdos y planes para regresar a los escenarios de su juventud, allí donde jugaron a la botella para robar un pico a las niñas de tetas incipientes, donde acamparon y se calentaron unas fabes Litoral en un infiernillo comprado en el Rastro, donde vieron volar un quebrantahuesos sobre sus cabezas o se bañaron en pelotas en un arroyo de agua gélida. El mejor post del año recibía un trofeo, un pene saltarín de esos que venden en tiendas de artículos de broma a los que un miembro de la pandilla daba un barniz dorado y pegaba sobre un zócalo. La experiencia tuvo su punto hasta que la desidia ganó la partida. La desidia y sus aliados: las parientas, los hijos, los trabajos. A veces, cuando el almirantazgo consentía, se reunían al abrigo de unas cervezas a contarse batallitas. Macho, qué fue de Ana la Morena, Teresa la Marquesa, las Paticortas, Américo y Biomanán. Qué fue de Alberto, Albertopus para los restos, no sé, nos despedimos en septiembre del 83 en la estación de ferrocarril de Villalba, iba a estudiar Derecho en una facultad del Opus y yo Periodismo en la Complu, nos dijimos hasta el próximo fin de semana sin saber que esa cita sería en una próxima reencarnación, sin sospechar que le sorberían el seso, que entraría en el triángulo de las Bermudas. Cuándo cerraron La Chule, ese templo de la grasa del barrio de la Concepción, donde trasegábamos minis de cerveza sin medida y competíamos a ver quién engullía más rápido una ración de sepia. ¿Os acordáis de la borrachera que pillamos cuando Pepe regresó de hacer la mili en Melilla? ¿Y de las risas cuando encontramos unos cachorrillos abandonados y le ofrecimos uno a la abuela de Macu y nos contestó, señalando a su nieta, “bastante perra tengo con esta”? ¿Y del culo de Paloma subiendo el pico Martillo al atardecer? ¿Te acabaste tirando a la China? ¿Todavía guardas las revistas porno en las fundas de los vinilos? Apenas un remedo de la pasada hermandad. “Y ahora está en casa. Y estamos riendo como siempre. Mi mismo viejo amigo. Hasta que a las diez menos cuarto vi la tensión crecer. Parecía distraído, y sé lo que va a pasar a continuación. Antes de dar su primer paso, ya se ha ido otra vez”. Le vino a la cabeza una persona que había encontrado en un meandro de la vida, alguien inesperado al que había abierto su corazón en un momento difícil antes de que lo abandonara. “Me dijo que me vería al otro lado del viaje…”.

 

“Oiga, ¿va a entrar?”. Se había dejado llevar por la coda final de Off He Goes y había olvidado su emergencia. “Sí, perdone”. Apagó el iPod y se introdujo en la cabina. A pesar de la presión orinó a chorros intermitentes y escasos. Luego se lavó las manos y se miró en el espejo. Ahí estaba la mancha. ¿Había crecido desde que hace un par de horas se la descubriera en el aeropuerto o eran imaginaciones suyas? Quizás debería ir al dermatólogo. Y al urólogo, claro, para examinar sus cañerías. Y al traumatólogo, a ver qué era ese dolor lumbar que le martirizaba desde hacía meses. Y al otorrino por el tema de los vértigos. Y al neurólogo por las jaquecas. Y al psiquiatra para que le explicara por qué se quedaba en el garaje, metido en el coche con el motor apagado, ahogando pucheros de rendición. Un chequeo a fondo, con análisis de fluidos y resonancias magnéticas, que llevaría a los especialistas a la consabida conclusión: los años y el estrés. Usted está amortizado.

 

Cuando volvió a su puesto la chica seguía en su mundo. Como estaba concentrada en la lectura a él no le costó seguir leyendo de soslayo las notas. “Cómo te sentís, supongo que cuando leas esto volás sobre el océano. No estés triste, te lo vas a pasar bárbaro en Europa. No te olvidés de llevarme en tu equipaje y de whatsappearme a diario. Te quiero, mi gordita…”. Aquellas mejillas eran ya un aguazal. Le perturbaba mucho ver a una mujer llorando. Cuando intuía que era por su culpa rendía las armas de forma incondicional. De acuerdo, pensó, vamos allá. Una niña bien de Recoleta o Palermo. Vaqueros desgastados y rotos, o sea caros, aunque bolso de mercadillo. Una familia con posibles para enviarla a estudiar a Bruselas. Probablemente el padre es diplomático y pretende que la niña siga sus pasos. Aunque ella demuestra un punto de rebeldía: es hincha del Boca, quizás porque un antiguo novio le introdujo en aquella caldera de emociones. Tiene una vena literaria, le gusta escribir relatos cortos que deja leer a gente de confianza, crónicas de primeros amores, de primeros desengaños, de sueños por conquistar. Va a Bruselas por no disgustar a papá y, de paso, hacer acopio de experiencias para convertirse en una escritora de éxito. Ese es su verdadero plan. Ha tenido mascotas, hámsters o similares, ahora deja un roedor al cuidado de una amiga porque piensa que sus padres lo ahogarían en un cubo de agua y luego le contarían que había llegado su hora, que murió de viejo en su cubil, acurrucado entre pelotitas de papel, y que su último pensamiento fue para ella. Es muy sensible, lo peor ha sido dejar atrás el ecosistema donde se siente querida. Le asusta el salto a Europa, aunque confía en su natural bonhomía para ser aceptada en un nuevo entorno; si la abandonaran en mitad de un bosque haría amistad con todos los animalitos, como Blancanieves. Y le tranquiliza su bagaje idiomático, inglés y francés, logrado en un colegio de pago y en clases privadas. Podría preguntarle por su infancia, solidarizarse con su pena, animarle a afrontar sin miedo su aventura. Si tuviera treinta años menos podría, incluso, beberse sus lágrimas, pedirle su dirección en Bruselas e ir a visitarla. Empezar de nuevo, no como una estrella del rock o del deporte, sino como un estudiante Erasmus que conoce a una chica argentina y tiene un romance con ella. Vivirían juntos en un apartamento con la nevera semivacía y la cama siempre deshecha. La joven le dejaría leer sus cuentos y él le regalaría un cuaderno con sus poesías. Solo escucha lo que los versos / te digan, y si no los comprendes, / quiero que leas, palabra / a palabra, las primeras que ante / ti, de estos, se encienden. Pasearían su amor por la Grand Place. Después de acabar el programa académico él se pondría a trabajar de camarero y ella de au pair. Al cabo de un año ahorrarían el dinero suficiente para viajar a Rishikesh, en la India, alojarse durante una temporada en un áshram y alcanzar el conocimiento de los ascetas (y, de paso, las técnicas del Kamasutra). Más tarde seguirían periplo por Asia y recorrerían la Friendship Highway hasta llegar al Tíbet, donde abrirían un hotelito rural a los pies del Himalaya que olería a incienso y a velas de mantequilla de yak…          

 

“¿Pollo o pasta?”. Las azafatas avanzaban con el carro de la cena. En aquel momento se acordó del pianista que estaría medio tumbado en la parte delantera del avión, con espacio de sobra para hacer una tabla de ejercicios lumbares, degustando el menú preparado por algún chef de moda después de tomar como aperitivo una copa de champán y una bolsita de anacardos y, por encima de todo, encantado de haberse conocido, mientras él se encontraba encapsulado en su asiento de turista, con las piernas agarrotadas y ganas otra vez de mear, y tendría que abrir la bandejita del supuesto pollo con pulso de cirujano o acabaría salpicando de grasa su camisa. Como las pasajeras de atrás no se callaban continuó escuchando música mientras trataba de llevarse el tenedor a la boca. Sonó Jeremy, el relato devastador de un adolescente texano a quien sus padres y compañeros convirtieron en un paria y que se suicidó en el colegio. “Jeremy spoke in class today”. A veces, la única forma de que le escuchen a uno es descerrajarse un tiro en la boca. Sonó Daughter cuando destapaba un postre gelatinoso cubierto de crema pastelera. La letra hablaba de una niña que, como Jeremy, era centro de su propia atención porque, para los demás, resultaba invisible. Pensó en su propia hija, el verdadero amor de su vida, a la que solía amenazar con rebobinar a la infancia si encontraba la lámpara de Aladino. Así recuperarían sus pequeñas charlas. Se consolaba con una frase de catálogo, “los hijos vuelven”. Él lo había hecho, pero demasiado tarde para recomponer las cosas, y ahora avanzaba hacia la edad que tenía su padre cuando murió.

 

La chica apenas había tocado la cena. Tendría más o menos la edad de su hija. ¿Regresaría dentro de unos meses a Buenos Aires y le diría a su papá, mirá, gracias por todo, te quiero, pero he encontrado mi propio camino? Buscaba algo con qué entretenerse en la pantalla situada en el respaldo del asiento delantero. Sorprendentemente pasó del catálogo de películas y se centró en resolver un sudoku. Nunca habría incluido este dato en su trama de la facticidad. Una escritora de cuentos enfrascada en juegos matemáticos. Le confortó el hecho de que al poco tiempo, sin resolver un solo rompecabezas, cerrara los ojos. Él se despidió de Eddie y trató de dormirse para reencontrarse con su aventura tibetana. La duermevela fue agobiante, interrumpida por la retirada de las bandejas de la cena, el paso de los carros de la venta a bordo y la cháchara de las vecinas. Transcurrieron dos o tres horas hasta que encontró el hilo. Se vio a sí mismo en su hostal del Himalaya, acostado en el camastro de una habitación pequeña, sin apenas muebles, arrebujado bajo mantas viejas, asfixiado por los mocos que producía la sequedad del aire, vestido con todas las capas de su ajuar porque hacía un frío de mil demonios, tres pares de calcetines, camiseta y calzones térmicos, pantalones, forro polar, cortavientos, braga en el cuello y gorro de lana en la cabeza, y aun así tiritando. Una culebra de dolor le bajaba desde la espalda hasta la parte posterior del muslo izquierdo y seguía ruta hasta morderle los dedos del pie. Se levantó penosamente de lado para evitar los vértigos y se quedó unos segundos sentado tratando de compasar la respiración. No había nadie más en el cuartucho. Se calzó las botas con dificultad por culpa del entumecimiento y avanzó hacia la puerta. Tropezó con una pequeña mesita de madera y tiró la palangana que estaba encima, pero el agua no se derramó porque estaba congelada. Salió a un patio iluminado por la luz de la luna. El viento agitaba los banderines de plegarias que pendían de las ventanas. Un olor a excrementos se levantó desde una esquina y salió a su encuentro provocándole una arcada. Abandonó el recinto y sus ojos se clavaron en el chörten que oficiaba de vigía en la entrada de un pequeño monasterio. Un hombre encorvado por cien inviernos giraba alrededor del edificio ayudado por una muleta, agitando en su mano izquierda un molinillo de oración y recitando un mantra, alimentando su karma con cada paso mortificante. Miró a la derecha. Allí estaba, majestuosa, más alta en el cielo de lo que podría soñarse. La madre de las montañas. “No puedo explicar cómo me posee”. Caminó hacia ella cojeando por la ciática, hipnotizado por su imponente silueta, una presencia aplastante, brutal, narcotizado por la altitud, con la sangre golpeando sus sienes y jadeando a cada paso. El sendero pedregoso ascendía junto al desagüe del glaciar. Tras doblar un recodo sintió que con la última espiración se le escapaba la vida. De repente, una visión espantosa. Unas sombras avanzaban hacia él basculando, con la cabeza vencida y las ropas de montaña deshilachadas. Pasaron por su lado como un ejército de las tinieblas, con el rostro amojamado y mirándole con ojos lechosos. El que lideraba el grupo vestía un plumífero rojo y unos pantalones azules. “Espéranos, Green Boots”, susurraban los que le seguían. Iban rezagados dos espectros dibujados en sepia, con ropas de abrigo de otro tiempo, una gruesa gabardina sobre un chaquetón de lana. Uno de ellos tenía la pierna derecha fracturada y caminaba con el apoyo de un rudimentario bastón y abrazado al compañero. Cuando llegó vio una brecha en su frente, su rostro decrépito cubierto de escarcha. “He perdido la foto de mi mujer. ¿La has visto, amigo?”. “La dejaste arriba, George, ¿no te acuerdas?”, le replicó el otro, más joven, con cuatro mechones rubios tapándole apenas el cráneo. “Hola, me llamo Andrew. Lo conseguimos. Aquí está la prueba”. El montañero le tendió una pequeña cámara Kodak de cuerpo metálico y fuelle negro. Ambos siguieron la estela de la macabra procesión hacia el monasterio. Se quedó un rato observando el paisaje y cayó en la cuenta de que ya no había nadie entre él y la montaña, ni siquiera los muertos, y pensó que aquella mole permanecería mucho tiempo después de que sus días se borraran. Entonces sintió que algo le tiraba del abrigo. Se giró y vio a su hija, pero no con su aspecto actual, una adolescente con el pelo planchado y el ojo pintado, sino una pequeña de tres o cuatro años, con ricitos y mofletes tentadores.

 

—¿El abuelito está en el cielo, papá?

—Sí, cariño.

—¿Y podré conocerlo cuando me muera?

—Pues claro. Allí nos reuniremos todos.

—¿Y qué haremos en el cielo? ¿Ver pelis y jugar?

 

Abrió los ojos y se sintió como uno de esos voluntarios a los que un hipnotizador utiliza de conejillo de Indias y se despiertan con una sensación ridícula, de no saber quiénes son ni dónde están. Alguien había bajado su mesita para que le dejaran la bandeja del desayuno. No tenía hambre. En los aviones no se desayuna por hambre, sino por hastío, para dejar pasar los minutos de la basura antes de aterrizar. La chica ya había acabado el suyo y se levantó para ir a los lavabos. Aprovechó que había escapatoria para hacer lo propio. La siguió por el pasillo e hizo cola detrás de ella. El pelo le llegaba hasta el culo. Le gustaban las mujeres de larga melena, pensaba que merecía la pena contar su historia. Construir una trama de la facticidad. Aunque en este caso no era suficiente.

 

Cuando regresó a su cubículo pidió a la azafata que se llevara la bandeja intocada del desayuno y sacó de la mochila su libreta Moleskine y su rotulador Pilot negro con diámetro de bola de 0,5 milímetros. Se cercioró de que la chica estaba a su rollo y empezó a escribir: “Querida Samia…”. No debía utilizar el tono pijoadolescente de sus amiguitos porteños ni tampoco el moralizante que usaría su padre el diplomático, sino tratarla como un adulto que empieza a explorar el mundo fuera de su zona de confort. Tachó la frase “salir de tu zona de confort”, le resultaba de una ridiculez infinita. No conocía a nadie que no se esforzara para medrar en la vida, para ganar más dinero, para tener un coche más potente, una casa grande donde almacenar libros, un amante sin direcciones prohibidas (o un amante sin más), para sentirse más “confortable”, en suma. “Querida Samia…”. Le hablaría de qué hacer en Bruselas o en Madrid o en cualquier parte del mundo cuando uno se siente solo, da lo mismo que se tengan 18 o 50 años, la jodida realidad nos hace descarrilar a todos. Podría hacerle una descripción pormenorizada de todos sus errores para que ella cometiera los suyos propios, para que fuera original en el aprendizaje por escarmiento. ¿No era patético? ¿Acaso no podía entablar una conversación normal con una joven que podía ser su hija en vez de escribirle una carta, empezar fingiendo que no sabe nada, que no ha adivinado su historia siguiendo las pruebas, hola, vaya pesadez de vuelo, vas a España a hacer turismo, a estudiar, a reencontrarte con tu familia? Ya, ¿y si la chica pensaba que era un acosador y acababa bajando del avión esposado? De todos modos, ¿cómo diablos iba a darle la nota? “Querida Samia, nos separa un abismo de años y de heridas, pero te comprendo. No te lamentes demasiado por los adioses, que la vida te dará nuevos motivos cada día para llorar, pero también para sonreír. ¿Lo ves? Ya lo estás haciendo…”. Lo dicho, patético.

 

Acabó la carta, firmó “Eddie el Extraterrestre” y guardó la libreta. El avión estaba iniciando la maniobra de aterrizaje. Madrid desde la ventanilla del avión era un pueblo castellano salido de madre, de color ladrillo y lleno de historias anónimas condenadas a irse por el sumidero. Necesitaba un argumento para el día. Pensó en Christel Takinawa, embajadora de Tokio 2020, con ese flequillo y esa cara de mosquita muerta. Le ponía muy cachondo. Así que omotenashi, el valor de la hospitalidad, el arte de procurar de forma generosa y desinteresada que un huésped se sienta como en casa. Desde luego era más apetecible disfrutar del omotenashi de Christel que del “relaxing cup of café con leche in plaza Mayor” de Ana Botella. Buscó el iPod y puso un corte del último disco de Pearl Jam, que todavía no había salido al mercado pero que el crítico musical del periódico le había pasado de estraperlo. El tema se llamaba Sirens y era un medio tiempo bastante adictivo, al estilo Black. “Hear the sirens, hear the circus so profound. I hear the sirens more and more in this here town”. Pensó en la mancha de su cara, en la mancha de su vida, en la vida que vivimos con la muerte sobre nuestros hombros, en los días contados. “Escucho las sirenas cubriendo la distancia en la noche. El sonido resonando más cerca. ¿Vendrán a por mí la próxima vez?”. El punteo de McCready y el lamento de Vedder. Sí, Eddie, nada dura para siempre, todo cambia, y encontrar una constante que nos salve de la locura es una tarea casi imposible, aunque te empeñes en dejar una puerta abierta, una esperanza de redención. “I studied your face, the fear goes away…”.

 

Puso Sirens de nuevo, y otra vez y otra, para aislarse del barullo posaterrizaje, el fin del síndrome de abstinencia del móvil, los pasajeros tecleando mensajes después de la hazaña de cruzar el Atlántico, recuperando su equipaje de mano y hacinándose en los pasillos, las mantas, almohadas, periódicos, auriculares y vasos esparcidos como restos de una gran batalla de aburrimiento. “Es una cosa frágil esta vida que llevamos. Si pienso demasiado, no lo puedo superar”. No tenía prisa, nadie lo esperaba. “Quiero que sepas que debería irme. Siempre te he amado, también te sostuve en lo alto…”. Cuando se desatascó la cabina guardó el reproductor en la mochila y se levantó para largarse de allí. Entonces lo vio, abajo a su derecha, asomando en el bolsillo del respaldo delantero. El sobre marrón. Miró al fondo del pasillo. Apenas dos o tres rezagados, ni rastro de la chica. Lo cogió, el nombre de Samia rotulado en rojo, los corazoncitos volanderos, y abrió la solapa. Ahí estaba todo lo que ella había dejado atrás. Se sintió culpable: debió haber vigilado sus nervios por la urgencia de la conexión, debió haberse despedido como hace la gente adulta y educada en vez de desenchufarse, habría bastado un “que tengas una buena vida, te deseo lo mejor en tu viaje”, ya que no tuvo valor de darle la carta. Salió disparado y la zona cero de su espalda le gritó. Cuando pasó por el compartimento de primera clase las tipas que le habían torturado durante el vuelo hacían acopio de revistas y neceseres abandonados. “Déjenme pasar, hostias”. Se quedó sorprendido de su mal humor, de ese desgastarse tan temprano. Dos azafatas le despidieron con una sonrisa fosilizada y emprendió la persecución por el finger arrastrando la pierna izquierda, con los isquiotibiales agarrotados por el dolor. No sobreviviría en un apocalipsis zombi, ni en un encuentro con un grizzly ni en la evacuación de un edificio en llamas. Crece, crece, camina como si llevaras un jarrón en la cabeza, le decía su monitora de pilates, pero él tenía bastante con luchar contra la involución de su especie. Cuando llegó a la terminal un propio le preguntó si iba en tránsito. “¡A Bruselas!”, exclamó. El individuo consultó su lista pero él no esperó la respuesta, la chica se le escapaba sin remedio, así que renqueando y con el corazón disparado continuó adelante. El enorme pasillo parecía el vientre de una ballena. Cuando salió de una pasarela mecánica la inercia lo hizo trastabillar. Al recuperar la vertical se detuvo en seco. Diez pasos más allá una adolescente parecía anclada en el desamparo, la cortina de pelo sobre una chupa de corte militar, el bolso de tela colgado del hombro. Él estudió su rostro, los ojos grandes como faros, el rímel corrido, las orejas perforadas, la boca carnosa y semiabierta, el brillo metálico de los brackets. Su mirada le recordó la de Rachael, la replicante que enamoró a Harrison Ford en Blade Runner una de tantas noches de lluvia ácida. Se cruzó con la suya, luego bajó hacia la mano que sostenía el sobre y volvió a saltar hacia arriba con un brillo esperanzado.

 

Él estudió su rostro y el miedo desapareció.

 

 

 

 

Miguel Ángel Barroso es periodista, redactor de ABC Cultural. En FronteraD ha publicado La Roja: crónica sentimental de una generación de ex perdedoresEl viaje y la luz de ‘Perdidos’. En Twitter: @mikemuddy

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