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ArpaCartas a un amor sin memoria

Cartas a un amor sin memoria

Vivir el momento

¿A qué le llaman distancia?
Eso me habrán de explicar.
Solo están lejos las cosas
que no sabemos mirar.

Los caminos son caminos
en la tierra y nada más,
las leguas desaparecen
si el alma empieza a aletear.

Hondo sentir, rumbo fijo,
corazón y claridad,
si el mundo está dentro de uno
afuera por qué mirar…

 

Sonaba profundo Atahualpa Yupanqui en la biblioteca de don Francisco. La milonga titulada A qué le llaman distancia era una de sus canciones favoritas. Gustaba don Francisco de empaparse de folklore en los días de lluvia, y esa tarde, tras la sustanciosa comida que se había preparado, la melancolía y los recuerdos lo envolvieron, mientras escuchaba el repiqueteo constante de las gotas de lluvia en los cristales del salón. Había revisado su discografía y había encontrado discos que hacía años que no escuchaba. Violeta Parra, Mercedes Sosa, Jorge Cafrune. En sus manos, como por encantamiento, tomó el libro Martín Fierro, de José Hernández, pero lo mantuvo en el regazo, mientras con los ojos cerrados se concentraba en la aguardentosa voz de Atahualpa, su payador preferido. Las cuartetas se sucedían armoniosamente al ritmo del rasgar de una guitarra sostenida con el arte y la sapiencia del buen cantor. Don Francisco flotaba en una temprana tarde lluviosa, bajo el influjo pampero de un payador que sabe llorar el canto, que sabe hacer aflorar el llanto con la dignidad del pobre que nada tiene más que su poesía y su dolor.

Don Francisco recordaba aquellos años en los que descubrió la riquísima música del interior de Argentina y Chile, sus cantautores, su digna manera de reivindicar el poder popular, la dulce voz de la mujer que canta a la vida, que canta a los diecisiete, que canta a las manos de su madre. Sabía que estaba prohibido escuchar música subversiva, que si descubrían muchos de los discos que escondía en su habitación podrían detenerlo, y podría pasar un mal rato en la comisaría de policía. Pero ese riesgo valía la pena, recordaba don Francisco, solo por dejarse mecer bajo el influjo de una magia en forma de poesía del pueblo.

Don Francisco escuchaba a Yupanqui mientras hacía memoria de sus años como funcionario. Con Franco gran parte de la cultura popular era un motivo para la discordia. La música que llegaba de Latinoamérica era filtrada por la censura de una manera muy clara, pero él había logrado burlarla al utilizar sus influencias y dejarse agasajar por los favores de los poderosos, que mediante valija diplomática podían acceder a una cultura que al pueblo se le negaba.

Recordaba don Francisco cómo eran aquellos días en los que llegaban de Argentina y de Uruguay gran cantidad de libros, discos, periódicos y otras publicaciones que traían los cónsules y embajadores en su retorno a Madrid, y cómo, gracias a la influencia de su mentor, don Jaime Arias, él accedía a tantas maravillas desconocidas que descubría después bajo la luz mortecina de su pequeña habitación, su lugar de culto, su templo, donde escuchaba en un viejo tocadiscos toda esa ingente cantidad de poesía armonizada en voces de distinto temple.

El sonido de la música tradicional le parecía puro y sencillo, como la vida de pueblo a las que él estaba acostumbrado. Se había educado en un estilo de vida en el que no sobraba nada, pero donde todo se compartía sin ningún tipo de reparo, y aunque el destino lo llevó por derroteros diferentes, siempre guardó para sí esa sensación que tienen los niños de campo, que sienten el pulso de la tierra de una manera distinta, sin pararse a pensar en ideologías, intereses u otros menesteres.

Siempre se cuidó de no mostrar ciertos pensamientos o creencias. Vivió durante mucho tiempo rodeado de lujos y privilegios, al lado de gente importante que sacó partido a su posición en el régimen. Él no fue una excepción, y se aprovechó de todo lo que pudo, incluso a costa de terceros algunas veces. Pero siempre sintió simpatía por la manera tradicional de hacer las cosas, y es ahí donde comulgaba con las formas y maneras de la gente sencilla a las que se refieren poetas y payadores como La Negra Mercedes Sosa, Violeta Parra o el propio Yupanqui. Era consciente de que en el trasfondo del canto había una ideología, una creencia popular de desarraigo con el patrón, con el poderoso que expoliaba y se aprovechaba del mal del pobre. Era consciente de que en muchos sectores en los que se había movido ese pensamiento, esas creencias, podrían acarrearle serios problemas, pero don Francisco era hijo de sus padres y había mamado desde siempre la querencia a las cosas del hogar. Y el hogar de don Francisco era cálido en el contacto, en el trato, en el cariño, a pesar de ser escaso en recursos. Escuchar poemas cantados desde el prisma de quien sufre, de quien comprende el sufrimiento ajeno, y entender el fondo de los mensajes sencillos que los gauchos guitarreaban en las noches de luna era un placer oculto que él disfrutaba en la intimidad de su marco, de su foro más estrecho, consigo mismo.

Después de guardar el disco que contenía como principal referencia la canción que había escuchado, colocó la funda en el lugar tradicional que ocupaba. Un disco editado por Odeón en diciembre de 1960, y que regalaba la vista con una portada espectacular, un caballo alazán en la ladera de la montaña, con el fondo de la cordillera nevada de los Andes, una imagen gauchesca que transmitía libertad y soledad al mismo tiempo. Don Francisco siempre sintió simpatía por los solitarios, quizá porque él también lo fue durante mucho tiempo, debido a las distancias y, sobre todo, a las sensaciones que estas provocaban en su vida cotidiana. Y ahora volvía a serlo.

Pero esos gauchos que vivían al raso, rodeados de la inmensidad de la pradera pampeana y con el ganado suelto a su libre albedrío, eran quienes le transmitían mayores semejanzas con sus ilusiones, con sus sueños; se veía entre ellos mientras escuchaba aquella música evocadora de otros tiempos, disfrutando del relente de la noche, del café cargado bien caliente y de un cigarro en la comisura de los labios, mientras en su mente se iban formando cuartetas que rimaban al son del acorde sencillo de una humilde guitarra. Valorar esos momentos especiales le hizo sentir que en la etapa de la vida en la que se encontraba, el momento, justamente el instante en el que vivía, eso era lo importante. Las expectativas futuras, en el umbral de la muerte, como él solía referirse a su futuro, no eran más que maneras de complicarse, una forma absurda de crear una ilusión dolorosa.

El silencio pronto dejó paso a una nueva música. Don Francisco había elegido el álbum titulado Mujeres argentinas, editado en 1969 por Philips, que en la portada llevaba la imagen de un libro antiguo que presentaba a los protagonistas, la cantante Mercedes Sosa, el compositor Ariel Ramírez y el poeta autor de las letras, Félix Luna. Ocho canciones referidas a mujeres relevantes y referentes en algún momento de la vida tradicional de la Argentina de finales del siglo xix y la primera mitad del xx. Don Francisco eligió el corte número cinco, la zamba titulada ‘Alfonsina y el mar’, dedicada a la poeta Alfonsina Storni, quien, enferma de cáncer de mama, decidió poner fin a su vida en Mar del Plata arrojándose a la escollera del Club Argentino de Mujeres, imitando así, en un final elegido trágicamente, a su amado Horacio Quiroga, quien había acabado igualmente con su vida. Mercedes Sosa embellece con su voz la muerte de la poeta argentina, en una melodía tradicional que el letrista Luna relata desde la tranquilidad de un baño de mar en el que Alfonsina se mece al compás de las olas hasta convertirse en un manto salado, en parte del entorno en el que se hunde, para vivir el ensueño de una muerte delicada.

 

Te vas, Alfonsina, con tu soledad
¿Qué poemas nuevos fuiste a buscar?
Una voz antigua de viento y de sal
Te requiebra el alma y la está llevando
Y te vas hacia allá como en sueños
Dormida, Alfonsina, vestida de mar.

 

Estos versos llevaron a don Francisco a recordar a su esposa Soledad, que se fue ahogando en un mar de silencio sin memoria, en una tempestad de incertidumbre, hasta apagarse poquito a poco, sin darse cuenta de su final. No solía ponerse melancólico con esas cosas porque las había vivido muy intensamente en primera persona, pero a pesar de que el paso del tiempo fue calmando su pena y su pesar, todavía le costaba entender cómo una enfermedad podía convertir a una persona en extraña, despojándola de su memoria, de su conciencia y de sus recuerdos. Era cruel dejar de ser tú mismo porque tu cerebro decide obviar la parte que pertenece a tu alma. Brindar por el recuerdo, quien todavía puede disfrutarlo, era un gesto que don Francisco había sabido aprender al vivir tan de cerca el deterioro de su mujer. La música lo sensibilizaba, pero el gusto por un buen trago contextualizaba el momento, dotándolo de un elemento más para el deleite. Don Francisco se sirvió una generosa copa de coñac francés, un Delamain Extra Vieux que había comprado recientemente gracias a sus descubrimientos en internet, la compra online y la comodidad de que le traigan a uno sus más íntimos placeres a la puerta de su casa. Con un gesto ligero de su muñeca, derramó el preciado licor en su boca, y su lengua y paladar hicieron el resto. Los ojos cerrados evidenciaban el gusto y el gozo por una bebida que lo había cautivado con el paso de los años, al punto de no aceptar sino lo mejor de lo mejor.

Había vivido grandes momentos en sus años como funcionario en Madrid, pero eran momentos no buscados, iniciáticos en cierta forma, en los que había aprendido a diferenciar lo bueno de lo mejor. Su mecenas, Jaime Arias, accionista de las más importantes empresas del momento y asesor y consejero de grandes personajes de la época, como el propio conde de Fenosa, lo había dirigido muy inteligentemente hacia los caminos del hedonismo más profundo. Saber elegir entre lo mejor, comprender la diferencia entre lo excelente y lo sublime. Con él, siempre un paso por detrás, fue conociendo los lugares más selectos y exquisitos de Madrid, y aprendió a disfrutar de esos momentos que no suelen volver a repetirse. Pero era consciente de que eran situaciones diferentes a las actuales. En esos tiempos tenía expectativas de futuro, soñaba con un porvenir y absorbía cada lección, cada comentario, cada consejo que le era regalado por interés o por altruismo. En esos años aprendió a vivir, aprendió a entender la naturaleza de lo excelso y tuvo la suerte, la inmensa fortuna, de disfrutar con el mejor de los maestros. Ahora la realidad era otra, ya no se trataba de situaciones vividas por azar o por la iniciativa de un tercero, eran momentos propios, debidos a su iniciativa personal, y ahí radicaba la clave del placer y del disfrute, poder permitirse elegir la ocasión y los elementos con los que disfrutar. La música, el vino, la literatura, las nuevas tecnologías, la reflexión bajo el embrujo de una copa de licor, fumar lo prohibido, comer y paladear la poesía de un buen plato, en eso consistía el privilegio de poder elegir el instante, y la sutileza final, en decidir si era digno de ser compartido o no. Don Francisco había asimilado el gusto de compartir los placeres con quien te proporcionaba equilibrio, empatía y luz. Ahora estaba aprendiendo a disfrutar del placer de compartir lo mismo con el recuerdo y la memoria de quien había significado todo en su vida. Por eso, a pesar de parecer egoísta, degustaba cada segundo con una sonrisa que nacía del recuerdo, de la imagen de quien seguramente estaría transmitiendo sus sensaciones de la forma más inocente y directa. Su mujer había sido una gran esposa, una madre digna, pero sobre todo había sido una gran compañera que entendía como pocos la importancia de saber comportarse cuando surgían esos momentos únicos que quedaban grabados en la memoria.

La lluvia continuaba cayendo incansable, sistemáticamente, sin dar un minuto de tregua. Su sonido peculiar y el ambiente creado, de humedad y recogimiento, proporcionaban a don Francisco el entorno ideal para disfrutar de la tarde. La poética del momento, sostenida en el embrujo de artistas como Mercedes Sosa, dejó paso a un pragmático y estoico payador, cuyas maneras recordaban al más duro y experimentado gaucho de la Pampa. Jorge Cafrune, con su voz atronadora, con su expresividad al entonar cada canción declamando desde lo profundo, iba a regalarle el momento culminante. Don Francisco estaba sensible esa tarde, y con el libro de cuartetas más famoso de la historia de la literatura en su regazo, se disponía a escuchar la manifestación más notoria y característica del sentir del pobre, del olvidado, del nadie orgulloso y elevado moralmente, pero dolorido en su fuero interno por las injusticias del sistema. No fue capaz de abrir el Martín Fierro, porque seguía pendiente de los cantos primitivos de sentimiento a flor de piel de los sufridos argentinos de guitarra, facón y lírica. Cafrune representaba mejor que ninguno ese perfil de señor de campo abocado a cabalgar hacia el ocaso, compartiendo su camino con la sombra de su caballo y las estrellas del firmamento. Cafrune invitaba al fuego de una hoguera, al asado de tira, al vino fuerte, al tabaco negro, al café. Con Cafrune se recitaba la vida en la casa del pulpero, en la hacienda, en la chacra; y de su canto sutil y doliente cada uno extraía para sí su propia conclusión sobre la existencia terrena.

Don Francisco sentía como pocas veces el poder de la palabra cantada. Deseaba leer poesía para conmoverse con las sensaciones de quien supo describir con palabras las emociones, pero no podía dejar de escuchar a quien supo aportar emoción a las canciones. Con Cafrune se dejó llevar, apurando la copa, hacia esos momentos en los que uno se reencuentra con sus más primitivas querencias, las que llevó siempre dentro.

El último corte del álbum El cantor del pueblo, editado en agosto de 1975 por Magenta era la pieza especial que iba escuchar con atención. Una poesía interpretada en forma de milonga que el autor, el poeta uruguayo Osiris Rodríguez Castillo, titulaba ‘Como yo lo siento’. Osiris Rodríguez, una referencia de la poesía y del folklore uruguayos, era fiel representante de su época; escritor, lutier, intérprete, supo entender la importancia del canto popular y se empeñó como pocos en hacerlo llegar al gran público. De su destreza salió un tipo de guitarra que él mismo creó y denominó con su propio nombre; investigando además en el modelo de enseñanza, llegó a crear su propio método para guitarristas. Prolífico poeta, sus creaciones fueron cantadas por él mismo, así como por los más relevantes intérpretes del momento, entre ellos Cafrune y el amigo de este José Larralde.

 

No venga a tasarme el campo
con ojos de forastero,
porque no es como aparenta,
sino como yo lo siento.

Mi campo conserva cosas
guardadas en su silencio,
que yo gané campo afuera,
que yo perdí tiempo adentro.

 

Introspectivo, profundo, don Francisco pasó la tarde de lluvia amansando el alma en su lugar favorito de la casa, al ritmo de la milonga, de la zamba, de la chacarera, disfrutando de ese instante mágico en el que confluyen mente, cuerpo, espíritu y memoria.

Tuvo tiempo para la reflexión, para el recuerdo amargo de su esposa, para los momentos dulces de la vida en los que Soledad tuvo un lugar privilegiado en cada evento vivido, se acordó de su madre y de la canción que Mercedes Sosa interpreta como pocos al cantar la nana ‘Duerme negrito’, o de la letra profunda en la que la querida Negra aborda con sentimiento ‘Las manos de mi madre’, compartiendo sensaciones que todos tuvimos en algún momento de nuestra vida al sentir el tacto único y especial de quien nos dio la existencia. Parafraseando a la querida Negra, repetía mentalmente don Francisco los versos delicados y sentidos:

 

Las manos de mi madre
me representan un cielo abierto
y un recuerdo añorado
trapos calientes en los inviernos.

 

Don Francisco soñaba en pasado, vivía en presente y dejaba al aire un futuro con pocas incógnitas y muchas ventanas abiertas.

 

 

 

Correspondencia de Francisco Duarte

Noviembre 1948

Mi amada Soledad.

Espero que al recibo de la presente te encuentres bien de salud y con ánimos renovados. Se acerca la Navidad y pronto podremos vernos, estoy contando los días, que me pasan con una lentitud exasperante.

Yo me encuentro bien, a Dios gracias. El trabajo es llevadero por momentos y las pausas suelen ser reconfortantes, pero el frío es demoledor en esta época del año, no me acostumbro, a pesar de que estamos a cubierto y siempre bien abrigados.

En los últimos días ha habido un poco de ajetreo en el edificio porque han llegado reclusas nuevas, algunas de ellas destinadas a nuestro pabellón. Hemos tenido que despiojarlas a todas y proporcionarles ropa adecuada, porque la mayoría venían en unas condiciones deplorables. No quiero amargarte con mis cosas, pero lo cierto es que aquí es difícil que no pasen acontecimientos desagradables todos los días. Poco a poco me voy acostumbrando.

Con la llegada de las nuevas, siempre aparecen como por encantamiento las señoras de la Sección Femenina para orientarlas en sus nuevos valores y en sus responsabilidades como mujeres. Después de darles una reprimenda importante y hacerles entender cuál es su cometido en este centro, se reúnen con nosotros y nos proporcionan líneas de actuación para que desarrollemos con las presas conductas similares que permitan coordinar comportamientos comunes. Una de esas señoras me ha llevado a una sala aparte para explicarme, en mi condición de hombre, cómo debo actuar ante la desconsideración habitual de las presas políticas a mi presencia en la cárcel. Me ha dejado muy clara la política general, mi obligación, como la de todos, es castigar, purificar y educar. No debo tener debilidades aparentes sobre las que estas mujeres, entrenadas para desestabilizar cualquier entorno de bien, puedan actuar y sacar provecho. Debo ser firme en mis convicciones y claro y contundente en mi comportamiento, siendo mi papel el de una persona encargada de doblegar y transformar. No debe salir ninguna mujer de una cárcel española sin el criterio debido ni la educación adecuada. Una mujer, tal como les recitan a las presas, debe estar preparada para ser esposa y madre, abnegada dueña de su casa, limpia y hacendosa, pía y comprometida con el santo deber de cuidar a su familia.

No sé, Soledad, entiendo que estoy rodeado de auténticas rojas, muchas de ellas peligrosas que no dudarían en clavarme cualquier cosa si tuviesen oportunidad, pero el discurso de las muchachas de la Sección Femenina me cansa, me aburre. Sí, sé lo que estás pensando, sé que debo tener cuidado con lo que digo, porque en estos tiempos cualquier salida de tono puede costarme cara, pero es que son muy cansinas y, además, Soledad, tengo que decirlo porque si no reviento, ¡son feas! Sí, son rematadamente feas, no he visto a ninguna que transmita un atractivo especial, y además, con esos trajes oscuros y cubiertas de la cabeza a los pies, por el amor de Dios, son monjas seglares, y feas, cojones, ¡feas de cojones!

Lo siento mucho, Soledad, me he venido arriba y he descuidado el lenguaje, y sé que eso no lo soportas. Te pido perdón. Trataré de contenerme. Eso es algo que todavía me cuesta. Pero trata de entenderme, mi amor, te echo de menos, ver a estas mujeres piadosas predicando continuamente e imaginarme a tu lado, alta, hermosa, con esa piel sedosa y tu sonrisa embriagadora, no puedo por más que sentirme extraño al saber que tú eres infinitamente más bella que cualquiera de ellas y estás lejos y estas chicas, sí, muy voluntariosas, están aquí, compartiendo conmigo su discurso y su fealdad. Me cuesta, a veces, controlar mi genio, porque me parece injusto no poder verte todos los días. Por eso estoy sensible estos días, porque sé que pronto nos podremos abrazar y pasar tiempo disfrutando el uno del otro.

Desde que han llegado las nuevas internas he pasado momentos incómodos. Las nuevas necesitan aprender las reglas, y no todas son disciplinadas. He tenido problemas con una, y ello me ha generado conflictos con alguna de las reclusas veteranas, en concreto con Doña Juana, que ha tomado a una de las reclusas recién llegadas bajo su cuidado.

Lo cierto es que la chica nueva está embarazada y tiene un genio de mil demonios que no es capaz de controlar, a pesar de lo riguroso de las normas. Ha perdido a su marido recientemente; se ha ahorcado. Su historia no tiene desperdicio.

Se llama María, pero la conocen por Mariquiña, es de Galicia, de lo que llaman la península del Morrazo, y ha estado confinada en la cárcel provincial de Pontevedra hasta hace poco tiempo. Allí también estaba preso su marido, un sindicalista con mucha labia y predicamento, según me han contado, y en un descuido de los guardias, lograron encontrarse y se escondieron en las dependencias de la cárcel, hasta que fueron descubiertos y separados nuevamente. A las pocas semanas, la muchacha empezó a mostrar los síntomas de un embarazo. El director de la cárcel decidió, como parte del castigo, separarlos, y a su marido lo enviaron al penal de Bustarviejo, a trabajar en la construcción de la vía Madrid-Burgos y a ella la destinaron en principio a la prisión Claudio Coello, aquí en Madrid, en el convento de Santo Domingo el Real, pero por alguna razón que desconozco, acabó viniendo aquí.

Inmediatamente, Doña Juana, que la llamo así por comodidad y por sarcasmo, porque ella realmente se llama Juana Doña, la ha tomado desde el primer momento bajo su cuidado al ver su estado, pero hemos tenido que actuar.

Primero he tenido problemas porque venía vestida de negro, por el luto de su marido, y las rojas no tienen permitido llevar luto, y menos por un suicida. Para quitarle la ropa nos hemos visto en un compromiso, y las funcionarias han requerido de mis servicios para que tratase de doblegarla por la fuerza, algo que ellas no pudieron desde un principio. Me costó lo mío y acabé arañado y con varias magulladuras. El carácter de esta mujer es indomable, no atiende a razones, y por ello hemos tenido que castigarla. La propia asesora de la Sección Femenina me instó a actuar con contundencia, a pesar de saber que la chica está embarazada. Conseguimos finalmente que aceptara un vestido gris y unas alpargatas, sus ropas las quemamos delante de ella para ver si se calmaba, pero sus gritos fueron de tal calibre que tuvimos que amordazarla y nuevamente otra descarga de golpes y arañazos que tuve que soportar. Finalmente la llevé a una celda de castigo y ahí logré que se tranquilizara un momento. Pensé que lo había logrado, porque al vernos solos, ella se calmó, incluso me contó algunas intimidades, pero no puedes fiarte, inmediatamente trató de encontrarme una debilidad para sacar ventaja y al ver que no podía doblegarme, me escupió a la cara cuando una celadora le trajo algo de comer. Ese gesto no lo aguanto. Me parece el mayor de los desprecios. Finalmente, al tratar de que comiese, me lanzó el plato de caldo por encima, y ahí ya no aguanté más. Castigar, purificar y educar. No tuve ni la más mínima duda.

Decidí actuar por mi cuenta, la llevé al dispensario y con ayuda de un enfermero logramos inmovilizarla y tumbarla en una camilla. Con un embudo, logré hacerle ingerir una buena cantidad de aceite de ricino e inmediatamente la llevé al patio. No tardó ni unos minutos en hacer efecto el purgante. A las rojas indomables se las purifica por dentro para que después entiendan lo que debe ser una mujer pura por fuera. Echó todo lo que tenía en sus intestinos y ahí la dejé, al frío, mientras iba a buscar agua para que limpiase sus inmundicias. Al volver, me volvió a escupir a la cara, y ahí para mí supuso un límite. Sé que no te gustan los castigos, Soledad, pero este es un caso extremo. El frío en noviembre es cortante en Madrid, simplemente le llené una tinaja de agua helada y la obligué a meter los dedos dentro, inclinando la espalda para que solo los dedos estuviesen mojados y no el resto de la mano. La posición era relativamente incómoda al principio. La tuve tres horas así. Creo que ha entendido el castigo. Cuando di por terminada la penitencia, vi que lloraba y que no podía incorporarse debidamente. Sus dedos estaban morados, los sabañones serán otro castigo sobrevenido, pero su mirada me dejó perplejo. Esa era una mirada de odio, Soledad, una mirada de un animal pleno de rencor y rabia.

Juana Doña, al enterarse, me llamó la atención. No entiendo a las rojas, no puedo comprender cuál es el sentimiento que las impulsa a hablar y no a pensar en callarse a tiempo. Inmediatamente la invitamos a pasar un par de días en una celda de aislamiento, sin comida y sin comodidades, durmiendo en el frío suelo. Espero que de esta vez haya aprendido.

No quiero extenderme más en estas pequeñas miserias de mi trabajo. Te las cuento como un desahogo, pero también para que vivas de una manera directa cómo son las mujeres de este centro, qué importante es el respeto por una misma y la virtud que tú me regalas tan solo con tu recuerdo. Quiero verte, Soledad, ya, no puedo aguantar mucho más.

Hace unos días don Jaime Arias requirió de mis servicios. Fue una noche especial, lo llevé al centro de Madrid, pero esta vez no como chófer, sino como acompañante. Me pidió que me pusiese mi mejor traje y salimos ambos a vivir la noche madrileña. Entré por primera vez en un local llamado Chicote, en la Gran Vía. No te puedes imaginar, Soledad. Un salón bellísimo, lleno de gente sofisticada, elegante, un lugar con un encanto especial. Al principio me sentí incómodo, pero inmediatamente don Jaime me llevó hacia una mesa que tenía reservada y me hizo sentir importante, como uno más. Vino el propio dueño a saludarnos, don Perico Chicote, y como invitación nos trajo unos cócteles extraordinarios, que llama con su propio nombre. Un Chicote es una copa con vermú dulce, curasao de naranja, Grand Marnier y ginebra, tal y como me explicó don Jaime. Exquisito.

Después de los cócteles, nos trajeron la cena. Don Jaime pidió para ambos un entrecot de ternera al estilo bistró al punto, con salsa de pimienta verde y una ensalada. La carne estaba excelente, y venía acompañada de patatas fritas crujientes, tantas como fueses capaz de comerte. El vino lo eligió don Jaime, un rioja tinto con un sabor como nunca antes había probado, Marqués de Murrieta Castillo Ygay, Reserva Especial 1942. Para culminar, de postre una milhojas de crema pastelera que estaba para morirse. Soledad, me resulta embarazoso contarte todo esto porque no puedes ni siquiera sospechar el lujo que destila ese lugar, cómo lo disfruta la gente y la cantidad de dinero que pueden llegar a gastarse en una noche. Es casi depravado el estilo de vida de la alta sociedad. Don Jaime me muestra lo mejor de esta vida, tal y como él lo interpreta, y yo aprendo rápido. Puedes llegar a acostumbrarte. 

Después de cenar, bebimos whisky escocés. Don Jaime pidió para los dos una botella de Johnnie Walker Black Label Special. Debió de costarle un riñón. Fíjate que hasta el propio Chicote nos acompañó, tomándose una copa con nosotros. Nunca había probado nada igual. ¡Extraordinario, Soledad! 

Estuvimos hasta bien entrada la noche, charlando. Por momentos don Jaime se levantaba para saludar a algún conocido y yo permanecía en la mesa, mirando alrededor, todo un espectáculo. Allí estaba la flor y nata de la sociedad madrileña. Actores, vedettes, toreros, grandes escritores, banqueros, personas de elevada condición en el régimen. Gente a la que se debe conocer, como dice don Jaime.

Al final de la noche, dejé a don Jaime en su casa y volví con el coche a Ventas. Me regaló un paquete de tabaco Camel sin filtro.

Al día siguiente volvimos a salir, pero esta vez en condición de chófer oficial. Con mi uniforme, lo llevé a cenar a casa de uno de los aristócratas más importantes, el marqués de Villahermosa, don José Antonio Azlor, padre de doña María del Pilar, de quien se dice que era el amor secreto del finado José Antonio. Conduje el coche hasta el Paseo del Prado y allí lo introduje, previa entrega de la invitación, en las cocheras del fastuoso palacio de Villahermosa. Don Jaime había sido invitado a una cena de gala y necesitó de mis servicios para que le condujese debidamente al festín. Una vez dentro, me llevaron a las cocinas y allí, en una mesa preparada para la ocasión, me sirvieron una perdiz con grelos y una salsa de castañas que estaba para chuparse los dedos. Me sirvieron una copa de vino blanco de Rueda, refrescante y agradable, que maridaba perfectamente con la perdiz. Me cuidaron como a un señor, a pesar de que tuve que comer solo. El servicio me respetó y me ofreció un trato excelente. Me invitaron a café y, mientras esperaba, me llevaron a un saloncito con estanterías repletas de libros. Allí esperé a que don Jaime me requiriese para llevarlo a casa. Revisé los libros y me quedé embelesado de la calidad de las ediciones. Al final, don Jaime se acercó a la salita junto al anfitrión y su hija, para despedirse en privado, y nos marchamos.

Don Jaime me felicitó por mi conducta en casa de los marqueses y me regaló un libro, Luz de agosto, de William Faulkner. Me quedé sin palabras. Nunca antes nadie me había regalado un libro. No supe cómo agradecérselo. Él se rio y simplemente me dijo que lo disfrutara. Lo estoy leyendo. El placer de leer en la penumbra de mi habitación es el gran lujo que me permito a solas, y lo estoy disfrutando.

Pronto nos veremos, Soledad. Por favor, contéstame en cuanto recibas estas letras, así llegará la carta antes de que me marche.

Te extraño mucho, mi amor, necesito verte y compartir contigo, en persona, todas las cosas que me están pasando.

Cuídate mucho. Te quiero.

Francisco.

 

Respuesta de Soledad Montesinos a Francisco Duarte

Diciembre 1948.

Querido Francisco.

Me alegro mucho de que estés disfrutando a pesar de que el trabajo te lleve por caminos espinosos. Yo me encuentro bien, sola, pero bien. Estoy deseando que llegues para compartir contigo el día a día y aprender de las cosas que tú haces en Madrid.

Me encantaría un día entrar de tu brazo en Chicote, pedir un cóctel sofisticado y comer alguna delicia de las que ahí sirven, y después hablar un ratito con Celia Gámez o el apuesto Fernando Fernández de Córdoba. Sé que es soñar despierta, pero a veces fantaseo con esas cosas cuando me aburro o me canso de hacer labores, pienso en el qué dirán en esos lugares de tanta bohemia, cómo sería el romance entre el malogrado Manolete y Lupe Sino, cuántos amoríos y escándalos se habrán desatado entre esas paredes. Pero, sobre todo, me llenaría de orgullo que me viesen contigo, a tu lado, con traje y sombrero, como un señor de postín, y yo vestida de noche, paseando por la Gran Vía y que la gente se preguntase: Y esos, ¿quiénes son?

Chiquilladas, boberías, pero que me hacen ilusión. Ya ves qué mujer más tonta tienes, Francisco.

Don Jaime se porta muy bien contigo, es bueno tener a gente importante pendiente de que a uno le vaya bien. No hemos nacido en una cuna elevada y eso pasa factura en la vida, salvo que te apadrine alguien de estirpe, como es el caso del bueno de don Jaime. Sírvelo bien, Francisco, será tu mecenas, quien te abra las puertas, quien te permita llegar a donde quieres.

Yo también vivo el día a día en el pueblo y es inevitable no toparse con las muchachas de la Sección Femenina. Pero no son feas, Francisco, no seas cruel. Son muchachas alegres que quieren servir a España, como las ha enseñado doña Pilar Primo de Rivera, como una verdadera mujer española. Ellas nos invitan a reuniones periódicas y junto al párroco, don Ceferino, nos orientan en las cosas importantes. He ido a varias reuniones en las que he coincidido con otras jóvenes esposas y siempre he sacado cosas en limpio. Nos indican cómo ser buenas esposas, cómo llevar una casa decente, y nos orientan en la fe, en el camino de los sentimientos y en la abnegada cruzada para con nuestro país. Vives en un entorno pernicioso en donde el pecado campa a sus anchas, y ahí son muy necesarias almas con vocación de servicio, Francisco, y estas chicas la tienen. Ayúdalas y ellas te ayudarán.

Me preocupa que tengas que vivir situaciones extremas. Me ha dado mucha pena lo que me has contado de esa pobre chiquilla, viuda y embarazada. Su carácter ha sido forjado bajo una doctrina encaminada a la batalla, al conflicto. Las rojas no han nacido así, las han convertido en máquinas de discordia, y algunas se han creído que pueden ser tan guerreras como un hombre. Ilusas. No te amargues con esas pobres almas perdidas. Tampoco les toleres que te falten al respeto, tú eres un hombre con compromisos familiares que no puedes permitir el más mínimo desplante.

Sabes que no me gusta la violencia, pero menos aún me gusta la gente que no sabe asumir cuándo es derrotada. Han perdido una guerra y han perdido el sentido de la decencia, están encerradas para volver a aprender cómo vivir en sociedad, a lavarse la mente de tanta insidia y tanta ansia por ser más de lo que pueden. Pon orden y cumple tu misión, Francisco. Castigar es solo el camino para purificar y finalmente enseñar. El tiempo nos dará la razón, y ellas acabarán agradeciéndolo. Dios no va a permitir que esos ángeles caídos se despeñen por el averno.

Espero ansiosa tu vuelta. Tengo cosas guardadas para darte cuando vuelvas, pero no voy a adelantarte nada más. Son sorpresas que espero que te gusten.

Los vecinos me preguntan cómo te va, y yo les cuento orgullosa lo bien que estás sirviendo en Madrid. Aprende, conviértete en un hombre de provecho, estamos abocados a ser protagonistas de nuestro tiempo. Francisco, el Caudillo nos ha dado una oportunidad única de vivir como verdaderos españoles. Sepamos aprovecharla.

Me gusta saber que lees esos libros que tanto te interesan. Espero que no te cambien. Lee las Sagradas Escrituras de cuando en vez, los Evangelios te servirán para mantenerte firme en tus convicciones.

Cuídate, Francisco, no pases frío y come, te esperaré.

Recibe un cálido beso y un fuerte abrazo.

Tuya

Soledad.

 

P.D. Por favor, Francisco, ¡cuida tu vocabulario! Así como sé que cuidas tus modales, haz un esfuerzo y cuida tu vocabulario. Por lo que digas serás juzgado, y ya sabes el dicho: Palabra suelta no tiene vuelta.

Estos textos forman parte del libro Cartas a un amor sin memoria, que ha publicado la editorial Base.

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