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Cartografía del desastre. Magris, Enard, Sebald

 

“En la Historia, hasta lo que no sucede cuenta”. La boutade de Stanislaw Jerzy Lec bien podría ser el cuño de la novela histórica. Un género que, más que auscultar la historia, da a luz, así sea por medio de la distorsión, a otras secuencias de la realidad y por lo tanto socava la fijeza del pasado, rechaza su clausura —como si la sombra de los muertos marcara nuestros pasos—.

 

En su célebre ensayo La novela histórica (1937) —que sentara cátedra durante buena parte del siglo pasado— Lukács trazó a grandes rasgos la definición del género. Este se distinguiría por apelar al relato épico para retratar la transformación de los modos de vida de un periodo determinado, a través de personajes que representen las fuerzas sociales en acción; y en ese sentido, la puesta en escena del conflicto trágico entre una organización social ascendente y otra en declive (por ejemplo, el advenimiento de la burguesía en detrimento de la nobleza), e incluso la afirmación del progreso mediante tal enfrentamiento —vector de una escisión no solo en la sociedad, sino también en el individuo mismo—.

 

Hace algún tiempo, en un breve ensayo sobre la evolución del género publicado en la London Review of BooksFrom Progress to Catastrophe— el historiador británico Perry Anderson, tras un análisis de Guerra y paz, de Tolstói, insistía en un elemento clave de su génesis que Lukács habría descuidado: el nacionalismo. La novela histórica sería uno de los frutos del nacionalismo romántico —símbolo de la reacción europea ante los designios imperiales de Napoleón—. De una fe en la nación, que mantiene relaciones ambiguas con el sentido de la historia y, más específicamente, con el progreso.

 

Anderson muestra brillantemente que Guerra y paz, considerada por Lukács el punto culminante de la novela histórica en el siglo XIX, no cumple con los requisitos del género y la causa de ello radica en su nacionalismo. Tolstói, por ejemplo, no ofrece una tentativa real de encarnar al invasor francés, la fuerza histórica rival, y se contenta con una caricatura cuya expresión es un Napoleón de pacotilla. Además, no existe una verdadera diferencia entre la época en que se desarrolla la trama y aquella en la que el autor la escribe. Rusia se ve así investida de un presente inmutable. Lo cual hace decir a Anderson que, en sus páginas menos logradas, Guerra y paz adquiere aires de libelo chovinista y conservador.

 

Este ejemplo basta para evidenciar las tensiones constitutivas del género. No es de sorprender que hoy en día, después de un sinuoso recorrido, la novela histórica se encuentre en un estadio en el que cada norma del canon erigido por Lukács aparezca desviada o vaciada de contenido. De existir un denominador común en la heterogeneidad de la producción actual sería, según el historiador inglés, el cambio de humor: como si la historia desfilara hacia atrás: en lugar del surgimiento de la nación, los estragos del imperio; en lugar de los sueños de progreso y de emancipación, la espera de la catástrofe —una pesadilla de la cual no pudiéramos despertar—.

 

El catálogo de atrocidades del siglo pasado da cuenta de tal cambio: dos guerras mundiales, el esperpento del totalitarismo, los campos de concentración, la amenaza nuclear, los genocidios —todo aquello que condensa el nombre de Auschwitz—. La magnitud del horror —posibilitada en gran medida por los avances de la tecnología acaecidos desde la Revolución Industrial— tiende naturalmente a socavar la fe en el progreso. Un descreimiento que, por otra parte, no es ajeno a esa característica fundamental de las sociedades inmersas en el capitalismo tardío y señalada por Fredric Jameson: la incapacidad de pensar dentro de una perspectiva histórica —o dicho de otro modo: una concepción del mundo sin conciencia de la historia—.

 

Reacción lógica, se podría decir: si la historia termina por reducirse a una puesta en escena macabra y absurda, desviarse de ella (asqueados por el torrente de sangre) se convierte casi en un gesto de preservación. Sin embargo, ignorar o negar el pasado es condenarse a repetirlo. De ahí que en su afán por torcer los resortes de la historia se desvele el carácter eminentemente político de la novela histórica.

 

El dilema que se plantea entonces es: ¿cómo ficcionar la historia sin estetizar el horror? A fin de ilustrar las dificultades que tal interrogante suscita baste con un repaso de tres libros: El Danubio, del italiano Claudio Magris; Los anillos de Saturno, del alemán W. G. Sebald, y por último Zona, del francés Mathias Enard. Esto no es una muestra de las obras más importantes ni más representativas de la producción actual —incluso, entre la publicación de la primera y de la última distan dos décadas—, se trata más bien de poner en perspectiva distintos modos de escenificar la historia que, situándose al margen del género, lo amplían con otros registros.

 

 

Mitteleuropa

 

Publicado en 1986, El Danubio es un libro que va del relato de viaje al ensayo y que, a la par del curso del río, desde su nacimiento en la Selva Negra al delta en el Mar Negro, recorre un mundo que ya no existe: Mitteleuropa, la Europa del imperio austro-húngaro. En un continuo juego de asociaciones se enlazan descripciones de paisajes con alusiones a obras literarias, los sucesos históricos con la anécdota personal, reflexiones filosóficas con la suite de semblanzas de renombres de la cultura europea (Céline, Lukács, Kafka, Canetti, Celan, etcétera) o de aquellos que el olvido ha borrado.

 

El libro comienza con una propuesta del asesor del alcalde de Venecia para la organización de una exposición sobre el tema La arquitectura del viaje: historia y utopía de los hoteles. “La calurosa invitación que llegó hace pocos días no se dirige a un destinatario preciso, no nombra a la persona o las personas a las que solicita con entusiasmo”, leemos, y esta imprecisión servirá de sostén al relato, ya que nos pone ante una interrogante que no tendrá respuesta: ¿el narrador será el autor Claudio Magris, eminente germanista de la Universidad de Trieste, su alter ego o sencillamente un personaje de ficción?

 

Lo que en otras circunstancias resultaría una pregunta ociosa, aquí apunta a la paradoja que articula semejante relato: un diario de viaje en el que la experiencia del viajero es marginal. Por lo tanto, las reglas del juego cambian. No seremos testigos de las aventuras y desventuras de nuestro peregrino, sino de las conmociones de ese ensamblaje geocultural que fue la Mitteleuropa y que la última guerra mundial terminó por sepultar.

 

Cuando ha de emprender su periplo, el narrador se pregunta si, siguiendo el río hasta el delta, cotejando pueblos y culturas tan diversas, va a entrar en una arena de choques sanguinarios o en el corazón de una civilización, pese a todo, unitaria en la variedad de lenguas y culturas. Inquietud que suena retórica, hueca, pero que nace de una certeza: “el destino alemán ha sido sobre todo un modo de vivir el encuentro-enfrentamiento entre alemanes y eslavos en el vasto territorio y en el tiempo plurisecular de su confrontación”.

 

Debido a ello, “interrogarse acerca de Europa significa, actualmente, interrogarse asimismo sobre su propia relación con Alemania”. Una relación que históricamente se ha declinado en dos variantes diametralmente opuestas: el multiculturalismo austro-húngaro y el nazismo. La empresa de Magris, en realidad, presupone su propia respuesta —y en este sentido depara pocas sorpresas—; es más, pese a un entramado de opiniones sutiles, de pinceladas de sumo interés, de fragmentos históricos insoslayables, y que solo una erudición portentosa es capaz de realizar, el resultado es monótono, esquemático. Así y todo, si bien de vez en cuando destila cierta nostalgia, no es la idealización lo que impera, sino más bien el énfasis en lo ambiguo, lo complejo de todo proceso histórico: “La vocación mitteleuropea de los Habsburgo sigue siendo, sin embargo, una ideología de repliegue, que se desarrolla a raíz de las desilusiones de la política austriaca en Alemania […] Incapaz de llevar a cabo la unificación alemana, que será dirigida por Prusia, la Austria de los Habsburgo busca una nueva misión y una nueva identidad en un imperio supranacional, crisol de pueblos y de culturas”.

 

Así pues, el auge de Prusia en detrimento de Austria hace que esta última busque en su patio trasero la supremacía que se le va de las manos en el mundo germánico. Curioso giro: la voluntad de potencia de una dinastía en declive (los Habsburgo) termina por convertirse en catalizador de un multiculturalismo avant la lettre, que alcanzará el máximo esplendor durante la Belle Époque —época en la que paradójicamente se desarrollan los nacionalismos que darán cuenta del imperio austro-húngaro—.

 

Mediante viñetas de lugares emblemáticos, relatos tomados de otros autores, evocaciones que suscita el azar, incontables digresiones, el viajero irá hilando la abigarrada trama del Danubio. Publicado cinco años antes de la guerra de los Balcanes, el libro, retrospectivamente, se puede leer como un diagnóstico del mal que emponzoña el devenir europeo: la crispación identitaria —sea de índole nacional, étnica o religiosa—.

 

 

El cementerio azul

 

Publicado en Francia en 2008, Zona fue escrito, según su autor, en una vena anti-Magris: a la supuesta armonía austro-húngara le contrapone la mar de sangre del Mediterráneo —o, para ser más exactos, su faceta de “cementerio azul” —.

 

El rumbo está trazado. Adiós a la contemplación distante, objetiva, a las meditaciones profundas, a todo aquello que a fin de cuentas desvela la postura de aquel para quien la historia no es más que un eco lejano. El protagonista y narrador de la novela es Francis Servain Mirkovic, francés de origen croata que, luego de participar en las guerras que sellaron el destino de Yugoslavia, se dedica durante años a recorrer la Zona (la cuenca del Mediterráneo), reciclado en agente de los servicios secretos franceses.

 

La narración se despliega a lo largo de una noche de viaje en tren, de Milán a Roma, que el protagonista ha de efectuar para entregar al Vaticano, a cambio de 300.000 dólares, una valija repleta de fotos, fichas y expedientes de criminales de guerra con cuyo rastro logró dar durante sus incursiones en la Zona. En un vaivén trepidante atravesamos la existencia de Francis: el universo familiar, el alistamiento en las milicias croatas, los horrores de la guerra, su vida amorosa, el trabajo en el servicio de inteligencia.

 

Sin dudas hay aires aquí de guión de Hollywood. Pero el espesor es otro. La trama está imbricada en un recuento de las desgracias de la historia del Mediterráneo; una historia que se extiende más allá de la cuenca para llegar al corazón mismo del continente europeo (el Danubio de Magris): de la batalla de Lepanto a la Primera Guerra Mundial y de los Balcanes a Troya, de las dictaduras norafricanas y del Medio Oriente a los genocidios judíos y armenios, de las fosas comunes del Líbano a las de la Guerra Civil Española —un fiel inventario de esa violencia que Marx apodaba partera de la historia—. Todo ello en una sola frase puntuada tan solo por comas y rozando las cuatrocientas páginas.

 

Zona asume pues deliberadamente la escritura novelesca. Nos encontramos ante un personaje que supone un acercamiento a la historia que rebasa el cotejo de los libros: la suya es una vida mutilada por la ira sangrienta de los pueblos. Sin embargo, por raro que parezca, el destino de Francis tiene poca relevancia en comparación con el peso de la tragedia colectiva que se abate sobre cada página. Su hora en el conflicto yugoslavo funciona en realidad como detonante del morbo —una pasión febril por la historia— que lo empuja a reunir, más allá de sus obligaciones de agente, el cúmulo de testimonios y de informes sobre medio siglo de atrocidades en todo el Mediterráneo.

 

No ha de sorprender entonces que lo que concierne su experiencia se reduzca a lo sumo a un tercio del libro; el resto queda para consignar una orgía de sangre que da vértigo: “siempre los campos, todavía los campos, campos españoles para los rifeños campos italianos para los libios campos turcos para los armenios campos franceses para los argelinos campos británicos para los griegos campos croatas para los serbios campos alemanes para los italianos campos franceses para los españoles como una cantinela infantil o una canción de marcha”.

 

Si la persistencia del campo de concentración a lo largo del siglo XX adquiere una dimensión que supera la simple ingeniería de dominación es, según Agamben, porque en él se concretiza el espacio biopolítico absoluto, donde el hombre es reducido a la nuda vida, a la categoría de simple ser viviente. (Cierto esencialismo se trasluce en el análisis de Agamben: el hombre es ese ser cuya existencia tiende a una pluralidad de formas de vida y por lo tanto es irreductible a la simple perpetuación de la vida. Separar la vida de sus formas, reducirla a su estadio primario, la no-muerte, es en última instancia negar la condición humana).

 

Es esa la negación que lleva a cabo el campo de concentración. Si bien es en su versión extrema, el campo de exterminio, donde tal negación se efectúa plenamente, el campo de concentración no deja de ser por ello su embrión necesario. Las alambradas, lejos de ser un hecho histórico aislado, estarían inscritas, según Agamben, en la matriz de la modernidad —lo cual explica su recurrencia—. Aunque Enard no abunda en esta vía, al menos la intuye —y es uno de los méritos del libro—.

 

Al igual que en El Danubio la trama va tejiéndose en torno a aquellos que acuñan el rostro de su época: Caravaggio, Genet, Chukri, Cervantes, Burroughs, Orwell, Lowry, Pound. Hay en esta conjunción como la sospecha de que arte y destrucción tienen lazos indisolubles. Pero El Danubio despliega una voluntad de discernimiento, mientras que Zona cede a la saturación.

 

 

Los archivos de la destrucción

 

“En agosto de 1992, cuando la canícula se acercaba a su fin, emprendí un viaje a pie a través del condado de Suffolk, al este de Inglaterra, con la esperanza de poder huir del vacío que se estaba propagando en mí”, se lee en Los anillos de Saturno. Luego, con el recuerdo de esa excursión, persiste “el horror paralizante que varias veces me asaltó contemplando las huellas de la destrucción que, incluso en esa apartada comarca, retrocedían a un pasado remoto. He aquí quizás el motivo por el que, justo en el mismo día, un año después del comienzo de mi viaje, fui ingresado, en un estado próximo a la inmovilidad absoluta”.

 

Dos años más tarde, Sebald empieza a relatar ese periplo. En este caso, la indistinción entre el autor y el narrador pretende servir de garantía de veracidad de los hechos acontecidos —y las fotos que ilustran el relato cumplen el propósito de recalcar su tenor documental—. Es así que, gracias a una escritura de inusitada elegancia, de metáforas y analogías que se desbordan copiosamente y de oraciones laberínticas de varias páginas, seguimos al hilo los escritos raros de Thomas Browne, la lección de anatomía inmortalizada por Rembrandt, la vida de Joseph Conrad y su descenso al infierno del imperialismo belga en el Congo, los restaurantes de platos infames en los que nuestro viajero cae una y otra vez, la extinción en vías del arenque, la batalla naval de Southwold en 1672, la visita a un museo de la marina o al escritor Michael Hamburger, las memorias de Chateaubriand, la purificación étnica en los Balcanes durante la Segunda Guerra Mundial, las vidas tortuosas de los poetas Fitzgerald y Swinburne, una maqueta del templo de Jerusalén, la guerra del opio en la China del siglo XIX, el paisaje asolado de la costa inglesa o incluso el desarrollo de la sericicultura.

 

Las ensoñaciones de este paseante solitario podrían resultar inconexas, sometidas al capricho de la digresión. No obstante, los episodios y figuras de la historia que comparecen obedecen a un designio: revelar que la modernidad no es sino un proceso de aceleración de la destrucción. La mención de Descartes, a quien el narrador reprocha haber realizado un aporte esencial a la historia de la sujeción, hace explícita la visión que sustenta el relato.

 

Sebald acata los avances técnicos y la industrialización como catalizadores de la voluntad de poder y exterminio propia del devenir humano. Cada elemento que desfila por sus páginas apunta en ese sentido. De ahí que su cometido se emparente con la arqueología, siendo nuestra especie aquella que, al obrar en su propia aniquilación, no para de sobrevivirse a sí misma —lo que vamos recorriendo son las capas sucesivas, los vestigios de la destrucción (o de la supervivencia) —.

 

La parálisis que marca el comienzo del relato es síntoma de una vida condenada: “Pero cuanto más me acercaba a las ruinas tanto más se desvanecía la idea de una isla misteriosa de los muertos y me figuraba estar entre los restos de nuestra propia civilización perdida en una catástrofe venidera”.

 

 

Apocalypse Now

 

Este breve repaso permite evidenciar algunas características que estas obras poseen en común. La primera es que ninguna es precisamente una novela histórica. No hay una puesta en escena de la transformación del modo de vida de un periodo determinado ni de dinámicas en pugna —ni siquiera aspiran al retrato de época. (La única con cierta fibra épica es Zona, pero no hurga los resortes del conflicto en que se injerta, es decir, la implosión de Yugoslavia). Son textos cuya obsesión es la historia, pero que eluden la exploración de un momento histórico en especial: al descenso en las profundidades anteponen la travesía —el ejemplo contrario sería Las benévolas, de Jonathan Littell—.

 

A este modo de encarar la historia no es ajeno el hecho de que, página tras página, transpire la duda: ¿qué hacer con los campos de concentración? Incluso Zona, que escenifica la guerra de los Balcanes, se detiene en el umbral de las alambradas. A la hora de tocar esta experiencia se la aborda por la tangente, se echa mano de la narración ajena. El campo es el agujero negro de esta literatura, constituye su límite infranqueable.

 

Tal duda es válida: ¿qué representación logra no degenerar en espectáculo? La cuestión del derecho de entrada en este terreno se impone de facto. En este caso, al parecer la única escritura capaz de valerse de ese pase (de ese peso) es la testimonial, la escritura de los supervivientes. No obstante, es esa sombra, la del campo de concentración, la que emana el cuadro de la destrucción en cada línea —es sencillamente su cristalización, su abyección suprema—. Así lo escribe Magris: “nada mejor que este vacío para explicar la imposibilidad de representar lo que sucedió entre estas piedras […] Solo quien ha estado en Mauthausen o en Auschwitz puede intentar explicar aquel horror radical”. Quizás sea esta imposibilidad lo que determina el recorrido que se hace de la historia —en buque y no en batiscafo—.

 

Y por lo mismo, se consuma la primacía del viaje. El desplazamiento le permite a la narración asumir una historia que rebase el ámbito nacional, juntar los sucesos de un conjunto más vasto —ya sea geográfico (el Danubio, el Mediterráneo) o histórico (la modernidad)—. No por gusto el origen del narrador carece de relevancia a la hora de disecar el territorio que atraviesa —aquí lo autóctono se ve desposeído de su plusvalía habitual—. Es la exterioridad, su carácter apátrida lo que en realidad le concede al narrador desvelar aquello que vertebra el mundo en que penetra. Lo cual desemboca en una ficción histórica a mil leguas de la búsqueda de los orígenes o de la armazón nacional(ista) de la novela histórica clásica.

 

Esta dilatación del espacio se acompaña de una contracción del espesor histórico del relato o, en otros términos, de una prioridad de la geografía (Magris, Enard) o de la biología (la pulsión de destrucción en Sebald) sobre la historia. Inversión que tiene como ventaja la asociación de sucesos disímiles, o diacrónicos, bajo un mismo conjunto, induciendo así otro acercamiento al pasado —quizás otro entendimiento—. Pero justamente las luces que promete se revelan tenues, y aquí radica el escollo de tal estrategia.

 

A fin de cuentas, todo el devenir se ve sometido a la variable de elección (exclusión-integración danubiana, exterminio a manos de la modernidad, baño de sangre mediterráneo): cualquier acontecimiento histórico, preso en estas coordenadas, termina por resultar indiferente; como si todo lo sucedido y por suceder no fuera más que un presente perpetuo —en el que nada cambia o en el que todo cambio es una repetición de lo mismo—.

 

La decisión de no incurrir en un tiempo y lugar determinados veda el acceso a los detalles en los que se fragua la historia —la historia, como Dios, está en los detalles—. La travesía por un pasado recompuesto al estilo de un rompecabezas, en el que las épocas se imbrican sin trabas, conduce a diluir la historia en una especie de ahistoricidad. Lo que sustenta esta fijeza de la historia es la certeza de estar de vuelta —certeza que clausura la historia—.

 

Y probablemente sea la ahistoricidad lo que conlleve a la omnipresencia del discurso referido en estas novelas. Que buena parte de ellas sea la retranscripción, la reescritura de las fuentes más diversas —relatos, reseñas, biografías, artículos de periódico, memorias— puede explicarse por una estrategia que busca producir una continuidad histórica según el tema privilegiado: el mosaico mitteleuropeo, el estado de guerra perpetuo, el cataclismo de la modernidad. Pero no lo es todo.

 

Al final de Solaris, la ingeniosa novela de Stanislaw Lem, Kelvin se pregunta cómo resignarse a la idea de que cada hombre reviva tormentos antiguos, que al repetirse se vuelven más profundos y más cómicos a la vez. Si la existencia humana se repite, bien, “¿pero que se repita como una canción trillada, como el disco que un borracho toca una y otra vez echando una moneda en una ranura?”.

 

Es esta aprensión la que se impone en nuestros relatos: la de una experiencia que no es más que repetición, un folletín gastado, sin siquiera visos de autenticidad y, por lo tanto, un descreimiento en la vida contemporánea —una vida mutilada— que apenas se atenúa al convertirse en el eco de voces y vidas pasadas: contrarrestar el ciclo de la repetición, repitiendo las voces que nos precedieron. Paradoja que inclina a más de una lectura. Restituir las experiencias de otra época sería, en efecto, un modo más adecuado de rozar el núcleo de lo real —si convenimos que nuestra existencia tardía, viciada, nos lo impide. O bien, al modo del Pierre Menard de Borges, que se afanaba en reescribir Don Quijote tres siglos después, la sola reconstitución del texto en otro contexto depararía otros sentidos. Y en esa apuesta irrisoria, la de obtener un sentido a fuerza de repetición, se halla tal vez la única escapatoria al limbo de la supervivencia, a esa espera de la catástrofe en que se ha convertido la historia.

 

 

 

Publicado inicialmente en la revista suiza La Cité y en Diario de Cuba.

 

 

 

José García Simón (La Habana, 1976) es escritor y reside en Ginebra. Ha publicado la novela En el aire (Albatros, 2011). En FronteraD ha publicado La rehabilitación de la violencia en la lucha política. ‘Bonjour terreur’. En torno a Slavoj ZizekVladimir Sorokin remueve a Stalin en la Rusia de Putin

 

 

 

Traducción de Vanessa Pujol Pedroso

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