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Mientras tantoCasa con pasillo

Casa con pasillo


 

Me gustan los pasillos. Son piezas imprecisas -como todos los lugares intermedios- pero de una intensidad cegadora. En su movimiento implícito, el pasillo contiene la promesa de todos los lugares que a él se asoman, lo que nos atrae hacia ellos y lo que nos hace abandonarlos. El pasillo inventa la intimidad y a la vez la mirada que la profana. En los pasillos habita la imaginación y sus fantasmas, aquello que nos espera allí delante y lo que nos persigue por detrás.

 

Los he disfrutado y temido desde muy niño. El primero que recuerdo es el largo pasillo encerado de mis abuelos paternos, en ángulo recto, acogedor y familiar en su primer tramo, pero temible y desconocido en el segundo, donde, tras una extraña cortina a medio correr, se internaba en zonas oscuras de la casa que yo imaginaba llenas de calderas, humo y pobres animales muertos esperando ser cocinados.

 

Luego llegaron los pasillos del colegio, la algarabía de puertas y pasillo en el hotel de los viajes de estudios, el pasillo delator al volver a casa de madrugada, el pasillo de los hostales de los primeros escarceos amorosos, recorrido con premura y vergüenza en busca de la intimidad del cuarto. Más tarde los pasillos del adulto insomne, cruzados o remontados como ríos de oscuridad en mitad de la noche. Los pasillos de los hospitales, que contienen a todos los demás. Y los pasillos de la literatura, del cine y de los sueños. Las calles son pasillos, y las vidas también.

 

Hoy no resulta fácil encontrar pasillos en las viviendas de nueva construcción. El efecto «loft» lo impregna todo y las malas casas de autor, las que convierten al habitante en mero espectador de sí mismo, los evitan. No salen en las revistas de arquitectura. A mí me gusta recordar a Saenz de Oiza comentando cómo se había pasado la vida diseñando y habitando todo tipo de casas singulares, para al final descubrir que donde realmente se encontraba a gusto era en una vieja y burguesa casa con pasillo.

 

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