Sentado en el sofá de la sala, me refresco la garganta con un buen trago de cerveza Pilsen. Siento que la efervescencia me sube por el pecho, de modo que llevo el puño a la boca para eructar con decencia. El patrón de la casa acaba de meterse por un pasillo estrecho para llamar a las chicas de los masajes. La sala donde estoy es cerrada como un horno. El aire es denso y la bombilla de cien bujías alumbra con miseria. Los muebles están descocidos. Una nevera con el logo de jugos Tutifrutti está llena de cervezas. Una pared, con la pintura descascarada, tiene un afiche-calendario pegado con chinches. Me doy otro trago de cerveza fría y escucho las risas y el parloteo que se aproxima. La situación es esta: imagínese que va de visita a la casa de un amigo. El amigo lo deja en la sala y va a la pieza. En vez de volver con el último DVD pirata que compró, regresa acompañado con ocho mujeres. Todas en tangas diminutas. Delicioso, ¿no? Ninguna de ellas suma 25 años. A vuelo de pájaro, todas se ven muy buenas.
Me siento como un niño antojado, mirando una carta de postres de Crepes and Waffles. ¿Quién no ha soñado con una fila de mujeres en tangas para escoger? Bendita sea la Arabia Saudí, la arena del desierto y el calor infernal, los camellos, los oasis y los turbantes. Creo que me convertiré al islam.
Las casas de masajes provocan curiosidad. Bien sea por la atracción que ejercen las mujeres fáciles y desconocidas o simplemente por calmar el deseo de saber cómo son estos lugares. La curiosidad comienza a picar al recibir, en el centro de la ciudad, un papelito de publicidad. “Disfruta tus fantasías”, dice la credencial de la casa Ángeles de fuego. “Déjese atender por nuestras hermosas chicas”, anuncia la casa Latinas. En promedio, media hora cuesta 30.000 mil pesos (17 dólares) y una hora 50.000 (28 dólares) mil. Incluso hay promociones desde 20 mil pesos. Es muy fácil dejarse tentar, pues el centro de Medellín está infestado de bellezas que trabajan en casas de masajes.
Es difícil saber con precisión la estadística oficial de mujeres que ejerzan la prostitución en estos sitios. Las causas que impiden tener un censo real son varias: la clandestinidad, la movilidad de las casas y de las mujeres; el miedo para acogerse a los programas y la intimidación de los patrones. En 2010, la fiscalía recogió 1.500 denuncias de abusos sexuales cometidos por proxenetas, pero solo se atendieron 480 casos. Por otro lado, el programa de la alcaldía “Por una vida más digna” ha atendido unas 1.800 personas que ejercen la prostitución. Lo que sucede es que, si bien unas entidades quieren reducir el negocio, otros sujetos en cambio se ven obligados a promoverlo. ¿Qué sería de los solteros, con los dientes torcidos y caspa en el pelo, sin sus putas? Ni que decir de los casados.
Sentado en el sofá de la casa, sostengo la Pilsen, y estiro la derecha para apretar la mano de Marcela. Las mujeres hacen fila para conocerme. Marcela me mira maliciosa, me pica un ojo y desaparece en tangas por el pasillo, pero antes, le veo un precioso lunar en el cachete del culo izquierdo.
—Hola, Adriana —me dice otra—. Mucho gusto —y me da un piquito—.
—Pedro —le contesto, sabiendo que todos aquí nos cambiamos el nombre—. Adriana es blanquita y no tiene brassier. Tiene unas enormes puchecas de mesera. Cuando se agacha para darme el pico, empina la nalga y sus pezones rosados apuntan al piso.
A Cristina le miro los pies. Está descalza, es morenita y delgada; en shorts de índigo con el cierre abajo. Le veo los pantis. Son rojos. Cristina está fresquita, como acabada de duchar. También me dan la mano Tatiana, Carolina y Natalia Y otras dos.
Con la cerveza en la mano, pienso en pedirle al patrón que vuelva a hacerlas pasar. Recuerdo que Alfredo alguna vez me dijo: “Jamás se coma lo primero que vea”. Alfredo es abogado, tiene 34 años y un sólido matrimonio con una diseñadora profesional. Tiene dos hijos y una férrea trayectoria como fornicador de medio día. Él mismo lo dijo: “Solo los putañeros tenemos el privilegio de hacer el amor los martes a las tres de la tarde”. Entonces le pregunté si su mujer lo había pillado alguna vez. “Nunca”, contestó.
En una oportunidad, encamado con una de sus puticas, Alfredo no fue capaz de venirse. La chica poseía un formidable culo de comadre. “Éramos amigos, yo la visitaba y tomábamos cervecita”. El día que Alfredo no se “desarrolló” fue de lo más extraordinario. Finalmente se vistieron y cada cual se fue a lo suyo. En las horas de la noche, cuando Alfredo llegó donde su esposa, se cambió la ropa y colgó el pantalón en el perchero. Entonces su mujer tuvo que esculcarle, buscando una plata, y encontró un condón arrugado, pero vacío. Furiosa, le hizo el reclamo. Alfredo improvisó sin pensar: “¡Mi amor, ese Ricardo es un hijueputa!”. La excusa resultó perfecta: su compañero de trabajo, por pura maldad, le había metido el preservativo al pantalón.
—Menos mal el condón estaba vacío, —me dijo Alfredo—, porque como le digo, ese día no alcancé a venirme.
—Pero ¿cómo diablos fue a dar ese condón al pantalón? —Le pregunté.
—Me parece que fue la putica. Ella sabe que soy casado y, como no me la comí bien comida, creo que estaba celosa.
Alfredo me invitó a la casa de masajes donde es cliente fijo. Eran las 4.30 de la tarde. Tocamos en una casa cerca del Parque del Periodista, en Medellín, y nos abrió una señora de unos 50 años, con cara de tendera, cigarrillo y chanclas. Se llamaba Rosalbita. Alfredo saludó de pico y un abrazo muy sentido. Entramos y pasamos por la primera sala, luego por una segunda y finalmente nos sentamos en una tercera instancia. Los corredores eran oscuros. La casa era como un chorizo. El mobiliario estaba gastado y las paredes no colgaban un cuadro. Pedimos cerveza y cigarrillo. Alfredo le comentó mi proyecto de escribir una crónica. “Pregunte lo que quiera —me dijo Rosalbita—, pero no ponga mi nombre.” Entonces llamó a las muchachas. Eran solo dos. Era un mal día con poca demanda y oferta. Una de ellas era negra con interiores blancos. Se llamaba Vanesa. Alfredo la sentó en sus piernas. La otra era blanquita, se llamaba Tatiana. Estaba en tangas, como si no se hubiera bañado en todo el día.
Según Alfredo, el secreto para disfrutar las puticas es hacerse cliente. Ir “serruchando allí y allá”, no es buena idea. Alfredo me cuenta que alguna vez ensayó en una casa desconocida y le robaron el celular cuando se quedó dormido.
Sentados en la sala, Alfredo preguntó:
—¿Por qué tienes en el hombro ese morado, Rosalbita?
—Esta semana casi me viola un tombo —contestó.
El uniformado la encerró en el baño y por nada se la come ahí. Ella se resistió y el tipo le pegó un puñetazo. “Lo voy a denunciar”, remató Rosalbita.
Por lo que noté, las historias aparecerían sin hacer muchas preguntas. Las tres mujeres tomaron cerveza por cuenta de nosotros. La sala era oscura. Mientras hablamos, íbamos fumando y tirábamos la ceniza al piso.
La segunda razón que tiene Alfredo para hacerse cliente es no correr un riesgo: que no se le pare. “Por más putañero que usted sea, llave —me dijo—, ir de putas causa miedito”. Entiendo lo que me dice. Visitar las putas causa curiosidad, expectativa, nervios y cierto vértigo. Precisamente, lo que las hace tan atractivas. Pero estas emociones pueden desembocar en un suceso terrible. Que a usted no se le pare. “A menos que se tome un viagra —dice Alfredo—, pero tomar viagra con las putitas no tiene sentido, con mi mujer sí”.
Otro trago de cerveza en la sala de Rosalbita.
—Ayer un man me estaba dando por detrás —nos contó Tatiana, la blanquita— y casi rompe el condón.
Una calada de cigarrillo. Tatiana nos cuenta que su primera vez en el negocio fue con un político de la Alpujarra, “un diputado”. Ella tenía 17 años y el tipo le pagó 300.000 por un polvo. Desde ese momento se hizo “adicta a la plata fácil —dice y continúa—, la gente le pone mucho misterio a este trabajo pero la cosa no es tan difícil, uno se empelota se lo deja meter y ya”. Además, nos dijo que trabajar de prepago en la calle es mucho mejor que en las casas de masajes.
—Rosalbita, y ¿cómo son las muchachas nuevas? —le pregunté pensando en los papelitos que dicen “se solicita personal bien presentado”.
—Todas las semanas vienen —contestó—, pero no se amañan. Las condiciones son: mayores de edad y un examen de sangre reciente. Una muchacha nueva, que nunca había putiado, hubo que enseñarle a poner condón. Aprendió con una botella. Se le dijeron las reglas: no se deje tocar mucho, no dé besitos, y si el cliente quiere una chupadita de teta pídale más plata. Y nunca, nunca diga que es la primera vez. Pero esta culicagada, lo primero que se le dijo y lo primero que hizo. Cuando el primer cliente la eligió, ella confesó que estaba muy nerviosa y, claro, el hombre se aprovechó de eso. Se la comió como le dio la gana, como será, que hasta la puso a pupar y después el tipo le bajó a la cuquis.
—!Uy, fuchi! —reniegan a la vez Tatiana y Vanesa.
De los 30 mil que cada cliente paga por media hora, Rosalbita se queda con 13.000 mil y ellas con 17. Vanesa la negrita dijo que prefería putiar en vez de terminar el bachillerato para después ganarse un “miserable mínimo”. En su casa, la mamá no sabe a qué se dedica, pero lo supone y no le dice nada porque Vanesa pagaba los servicios públicos.
—Hay tipos que son muy groseros —dijo Vanesa sentada en las piernas de Alfredo—, pero este man es un caballero, yo lo conozco —y le da un besito en el cachete.
La tercera razón que tiene Alfredo para hacerse cliente tiene un carácter financiero: obtener crédito. Según él, los patrones de algunas casas le han llegado a fiar. Algunos martes se va de putas y sin un peso en el bolsillo. Se toma unas cervezas, picha y paga a los quince días. “Me he demorado hasta un mes pagando un polvo —dice—, pero pago, porque yo soy muy honrado”.
En la casa de Rosalbita tocaron la puerta. Ella se levantó para abrir. Nos quedamos atrás. Es un cliente. Rosalbita lo sentó en la primera sala. Cuando volvió, acosó a las muchachas para que salieran donde el tipo. Vanesa y Tatiana se acomodaron las tanguitas y salieron caminando. Ambas estaban descalzas. Alfredo y yo fumamos mirando al techo. Me pareció que las nenas caminaban en dirección del patíbulo.
Regresó la negrita y se sentó. Un segundo después, Tatiana pasó por el corredor seguida por un sujeto. Ambos iban con el entrecejo fruncido. Bien lo dijo Camargo: “En el sexo hay que descansar de la cortesía y el amor”. Pero no tanto. El tipo con gafas y panza, tenía cara de profesor de escuela. Tatiana, en efecto, iba para el matadero.
Rosalbita volvió a sentarse. Eran las seis de la tarde y a las siete se cierra el chuzo. Otra ronda de cerveza. Me pareció estar haciendo visita en la sala de una tía. El timbre volvió a sonar. Rosalbita fue y volvió con una preciosura de escasos 16 años. Nos presentó. “Mucho gusto, Susana”. La niña se sentó con la columna derechita. Parecía una colegial. A Alfredo le brillaban los ojos:
—¿Y tú trabajas aquí?
—No —contestó—, vengo a saludar.
Nadie le creyó, pero igual le seguimos la corriente. Nos contó que estudiaba en la UdeA bacteriología y comentó varias historias sobre los profes, compañeros y exámenes. Alfredo estaba encantado. Vanesa la miraba de arriba abajo. Yo pensaba en Tatiana, la blanquita, y en lo que sucedía en una alcoba de la casa.
Rosalbita fue por otra ronda de cervezas y Susana, la niña, se levantó al baño.
—Mucha perra —dijo Vanesa— dizque no putea…, una es la trabaja aquí y esa perra viene y se roba los clientes, Rosalbita lo sabe.
Alfredo y yo tomamos cerveza y nos hicimos los pendejos.
No habíamos hablado mayor cosa, cuando volvió a aparecer por el corredor el cliente de Tatiana. Pasó rápido y se largó. Era hora de cerrar el negocio. Vanesa y Tatiana se arreglaron para salir. Rosalbita caminaba con una trapera de aquí para allá. Me gritó: “Tiene que venir con más tiempo para que me entreviste de verdad”, y se metió por un corredor. Nos quedamos con Susanita. Ella sacó el celular y nos preguntó el número de teléfono. Alfredo me miró malicioso.
—Hágale rápido —lo acosó la niña.
Alfredo le dictó y luego yo le di el mío. Susana los guardó y nos hizo una llamada perdida a cada uno.
—Me llaman y nos vemos en la tarde, pero no aquí —dijo—, porque a las siete tengo que estar con mi novio —y remató con esa sonrisa de colegial.
Más tarde, Alfredo y yo nos fuimos a rematar a un billar. Vanesa tenía razón: Susanita nos salió maestra.
Todo esto, hasta que fui a la casa de masajes, sin la compañía de Alfredo. Tenía que hacer el trabajo de campo para la crónica, meterme en una pieza y probar un masaje púbico. Las ocho mujeres se presentaron y se metieron por el corredor. Sentado en el sofá de sala, con el patrón esperando que le dijera el nombre de mi elegida, me acordé de lo que dijo Alfredo: “Jamás se coma lo primero que vea”. Sentí el sofoco de la sala. Miré el calendario pegado con chinches y sentí vértigo. Me hubiera tomado un viagra.
Para entonces, había truncado la relación entre cuerpos y nombres. Creo que había una Claudia y una Yuliana, no recuerdo bien, pero es que en todas las casas de masajes hay Claudias y Yulianas. No retener los nombres fue un problema grave, muy grave. ¿Tatiana era la yegua morena con una cola de caballo en el pelo? O era Carolina, no recordaba. Me parece que Vanesa tenía un culo cartagenero, dominicano, brasilero, un culo tropical, en todo caso, o era de Natalia. El patrón me miró: “Diga pues, a ver cuál le traigo”. Me tome un trago de Pilsen y me rasqué la cabeza.
Al azar dije “Adriana” y el patrón se perdió por el corredor. De vuelta, llegó de la mano de unos senos preciosos. Adriana en tacones, tangas y puchecas, me hizo levantar del sofá. Me agarró de la mano, me subió por unas escalas y yo la seguí como un niño regañado. Efraín Medina dijo: “Es increíble cómo funciona el juego de la seducción, siempre el que se cree cazador resulta ser la presa”.
* Andrés Delgado, de Medellín, Colombia, es ingeniero de producción que antes fue operario, panadero, soldado, guitarrista del grupo de punk Abismo, periodista y vago. Edita el blog de http://moleskin32.blogspot.com