La enfermedad es nuevos frascos –amarillentos, azulados, verdosos- en el baño, cajas de medicamentos en la bandeja de los aliños, pastillas sobre el mantel del comedor, sueros y suplementos en la nevera, algodones usados en los cubos de basura, fechas de nuevos tratamientos marcadas en el calendario, el número de urgencias al lado del teléfono.
La enfermedad es resultados de analíticas, vendas, gasas, ampollas, jeringuillas, cápsulas, pomadas, supositorios, ungüentos, andadores, bastones, paños, pijamas, agarraderas en la ducha y al lado de la cama.
La enfermedad es mirar el reloj: cada ocho horas, cada doce, cada cuatro, cada dos.
La enfermedad es come un poco más, otra cucharada, tienes que alimentarte, así no vamos a ningún lado, mira qué bueno está, que me lo como yo, etcétera.
La enfermedad es cabrearse, salir del baño con los ojos inyectados:
Tienes que alimentarte.
La enfermedad son sus heraldos negros: la sangre al escupir, la caída de las escaleras, el colchón manchado, la ropa demasiado grande, la cabeza pelada, la tos, el amarillo de la piel.
La enfermedad es hablar bajito cuando duerme.
La enfermedad es monotemática: un teléfono que no deja de preguntar lo mismo, una voz que no deja de responder lo mismo.
Lo mismo es: ahí va. Y a veces: ahí vamos.
La enfermedad es las tías que traen miel pura de abeja, frutas, batidos, multivitamínicos, revistas y que, sobre todo, traen encima el mundo real. Entonces dan ganas de olerlas a las tías y de abrazarlas y de cambiar de lugar un ratito porque ellas son la calle y si algo no es la enfermedad es la calle.
La enfermedad es prisión, cautiverio, claustro.
La enfermedad es pregunta.
La enfermedad es tiempo que no pasa, minutos de brea que caen sobre nosotros envolviéndonos de una cosa espesa, pesada, mentolada.
La enfermedad es otro olor.
La enfermedad es el miedo a la enfermedad que es el miedo al dolor que es el miedo a la muerte.
La enfermedad enferma toda la casa.
Está enfermo el perro al que ya no sacan a pasear como antes y al que apenas tiran el juguete de plástico –una vez, dos-.
Está enferma la chica que suda en la cocina donde se hacen caldos tras caldos, reses enteras que se consumen hasta ser una tacita –por dios, una cucharada más-.
Está enferma la decoración navideña que se mezcla con aparatitos para tomar la presión o medir el azúcar y están enfermos los paquetes de regalos junto a las omnipresentes bolsas de la farmacia.
Están enfermos los espejos, las baldosas del baño de visitas, los platos grandes, las copas de vino, las luces de fiesta, el equipo de sonido, las sábanas, el carro que no se ha movido en meses, las llaves –sus llaves- que nadie saca ya en el bolsillo derecho, la nevera que nadie visita a la medianoche, la mostaza de Dijon, el perfume todavía nuevo, la ropa de calle, el sillón favorito.
La casa ya no es nuestra, sino de la enfermedad.
La enfermedad es querer que todo vuelva a ser como antes, es pensar –absurdos seres de un día- que lo normal es la salud, la prosperidad, la vida, la mesa llena de gente y de comida y no esto.
No esto.
La enfermedad es no tomar fotografías.
La enfermedad es hablar lo menos posible del futuro.
La enfermedad es presente, presente, presente.
La enfermedad es creer inconcebible que ese –este- mismo ser hubiera sido capaz de levantarse temprano, salir a trabajar, hacer planes con amigos, bailar en las fiestas, vestir de etiqueta, tomar escoceses con dos hielos y un dedo de agua, viajar, salir, andar.
La enfermedad es humillar a quien fuimos.
La enfermedad es esclavista, agotadora.
Y se toma, como un maldito huésped que no fue invitado, la casa donde antes vivían personas –papá, mamá, hija, hijo, esposo, esposa- y donde ahora únicamente vive ella.
Ella y la pregunta que la acompaña desde siempre: ¿hasta cuándo?