Aquellos años yo me movía entre la inmundicia, la desazón y la paranoia, así que cuando un compañero del periódico me propuso alojar unos días a dos amigas suyas que llegaban en tren desde Zaragoza cabeceé como esos viejos a los que le da mucho el sol, un poco resignado. Claro que a Galicia no se llega en tren desde Zaragoza siendo inocente: algo muy turbio tiene que pasar; algo, en fin, relacionado con el delito o con la pobreza. Y lo que venía pasando, me dijo mi compañero, es que estas chicas eran putas. En su casa no se podían quedar porque vivía con su madre, que yo ahí callé por prudencia. Él había hecho amistad con ellas en Pontevedra, y aunque el destino, o la trata, las había llevado a Zaragoza, disponían ahora de unos días para regresar de visita. Estarían el fin de semana en mi casa, “y luego ya encontrarían algo por ahí”, y esa frase quería decir que permanecerían en mi casa hasta el fin del mundo. Así que faltaban dos días aún para que llegasen y yo ya estaba, en mi desaliento, pensando en cómo echarlas.
La mañana del desembarco elegí al amigo con mejor coche, como en las bodas, y los dos nos plantamos en la estación de tren de Pontevedra con buen ánimo. Lo que pasó después fue extraordinario. Llegó el tren y de un vagón salió una mujer tan grande que pensé que sería un milagro que detrás de ella pudiese bajar alguien más. Con ella, casi cayéndosele del bolsillo, venía otra chica, que anunció rápidamente como su prima. Debe de haber una ley no escrita entre prostitutas que dice que cuando se juntan más de dos han de presentarse siempre con vínculos familiares, como si el hecho de aparecer ante el público como madre e hija o como hermanas fuese a poner más cachondo al personal. A mí estas cosas, sin embargo, me ponen muy nervioso, y de verme alguna vez en esa tesitura amenazaría con llamar a la policía. El caso es que nos presentó allí el compañero de mi trabajo en una escena muy efusiva, con algo de escandalera y exageración, tan propio entre latinas, y allá nos fuimos. No iban a ser las primeras putas que entrasen en mi casa, pero desde luego sí las primeras plenamente conscientes de que lo eran. La emoción no me embargaba.
Al llegar, mi amigo vació del coche las maletas como si no hubiese un mañana y se fue derrapando. Mi compañero de trabajo se había ido ya en su coche, y yo me vi en el portal con aquellas dos muchachas, una de ellas pasada de kilos hasta extremos inconstitucionales, ajena a la ley, situada en un limbo jurídico que nos podía acabar llevando a todos por delante. Mientras esperaba en el ascensor las estuve mirando con el rabillo del ojo, y pensé que tenían toda la pinta de haber llegado a ser expulsadas, como Leopoldo María Panero, de un piso franco. Al llegar a casa, decoraron el salón a su modo y colocaron encima de una silla un peluche gigante que me llenó la mirada de sombras. Fue entonces cuando me dejé llevar por un estado de pánico agitado por los prejuicios y la paranoia: de repente, sin que apenas hubiesen pasado 48 horas, tenía en mi ático a dos mujeres desconocidas, de Colombia o así, que venían en un tren y con maletas, las muy cantosas. Para colmo, una de ellas quedaba siempre a las dos o tres de la mañana con un novio del que me decía que la llevaba a tomar algo “a Portugal”, algo muy discreto teniendo en cuenta que el bajo de mi edificio era directamente un bar.
Todo lo malo que me pudiera pasar a mí a partir de ahí lo tenía merecido, pensé, y me abandoné al rencor, que llegó al odio cuando la otra chica me preguntó, la primera noche, si no me importaba que durmiese conmigo. Y al decir “durmiese”, la muy golfa, elevó un poco las manos e hizo unas comillas infames. De haber servido para algo, la Guerra Civil española tendría que haber sido entres quienes hacen esas comillas en el aire y quienes no: la convivencia entre los dos bandos a mí se me antoja imposible. Le dije que no de un modo absoluto, armado de cobardía. Aquellos tres días que transcurrieron desde que entraron en mi casa hasta que las eché los pasé al borde de la locura, casi infartado. El lunes le anuncié a este compañero que no podía más y que estaba al borde de la isquemia, y aún viéndome las ojeras –porque entre la defensa numantina de mi cama al acoso que me sometía mi inquilina y la certeza de que mi casa iba a ser asaltada por la DEA apenas pude dormir ese fin de semana- trató de convencerme tan en vano que casi se las coloco con maletas, peluche y todo encima de su mesa de trabajo.
Ahora, echando la mirada atrás, creo que el único momento en el que éramos felices los tres era cuando se arreglaban a media tarde para ir a bailar cumbias. Se desnudaban y se vestían entre danzas y saltos, llamándose a voces desde el baño o desde el salón, que los vecinos debían de estar flipándolo, y cuando pasaban a mi lado taconeando me soltaban “papito” y “mi amor” dándome besitos y cacheándome el culo, y a mí se me escapaba una sonrisa de jefecillo y les pinchaba Carlos Vives mientras pensaba que a lo mejor la cosa funcionaba, y que era cuestión de empezar a tarifar y tirar para adelante. Luego, al despedirlas, me iba corriendo al salón y agitaba el peluche de forma histérica, nunca supe muy bien si por el ‘mono’ o por pánico sincero a la pestañí.