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Casta y caspa

 

A Pablo Iglesias, primero fenómeno mediático y después electoral, le gusta decir que nos gobierna una casta política cegada por sus privilegios, que urge cambiar la forma de hacer política. Esa es la propuesta central de Podemos, la formación política que, con sólo cuatro meses de vida, logró cinco eurodiputados en las elecciones europeas del 25 de mayo. Esa expresión la utilizaron en Italia los autores del libro La casta, publicado en 2007: una crítica frontal a la clase política italiana en que se denunciaban los abusos de poder, las prebendas, amiguismos, la proliferación de (carísimos) órganos de gobierno inútiles para cualquier cosa que no sea tener “más poltronas que repartir, más amigos que colocar”, como las provincias (autonomías) de Roma o Milán.

 

Pablo Iglesias no tiene dudas de que el término le cabe perfectamente a nuestra realidad política: diputaciones provinciales inútilmente onerosas que se sostienen sin empacho en tiempos de crisis, consejeros y asesores nombrados a dedo, partitocracia, puertas giratorias. Presidentes que, pasado su mandato, pasan a consejos de administración de las empresas que sus propias administraciones privatizaron o beneficiaron, cobrando sueldos de 200.000 euros anuales por calentar una silla.

Habrá que ver qué pasa con Podemos. No hay duda de que tienen una base social creciente, que refleja la ciudadanía inconforme con esta política de cortijos; también parece evidente que tienen un largo camino por hacer para concretar sus propuestas con coherencia y desarrollar esos mecanismos de participación que son el núcleo de su discurso; pero creo que la izquierda española podría tener un futuro más amable si los muchos valiosos políticos alistados con Izquierda Unida captasen el mensaje y rehuyeran de esas estructuras partidistas corruptas de las que también IU, aunque menos que PPSOE, ha sido parte. Lo indudable es que, el 26 de mayo, esta España maltrecha tras cinco años de estafa que llaman crisis, de saqueo que llaman austeridad, se despertó divisando una luz de esperanza. Una semana después, el Rey Juan Carlos I de Borbón anunciaba lo impensable: su abdicación. ¿Por qué ahora? El ingenio popular desbordó Twitter con teorías de la conspiración. No resisto reproducir esta:

 

Mariano al rey:


 No puedo más con Pablo Iglesias en todas las teles, ¡hay que hacer algo!


 El rey:

 Lo vas a flipar. Te llamo el lunes.

 
Sabemos que en política nada se deja al azar, y mucho menos los tiempos. Alberto Garzón, uno de los jóvenes más prometedores en las filas de Izquierda Unida, sospecha que la elección del momento, a sólo una semana de las elecciones, responde al temor de las elites de perder la mayoría parlamentaria que hará cómoda la sucesión. El veterano más recordado y admirado de IU, Julio Anguita, opina que Juan Carlos I no accedió a abdicar, como parecía oportuno ante la crisis de legitimidad de la monarquía, hasta que consiguió un trato que garantizase su inimputabilidad.

 

Los republicanos españoles, que son muchos y llevan toda una semana inundando la Puerta del Sol y tantas otras plazas, no se alimentan sólo de la nostalgia de esa II República de los sueños rotos que nos robaron en el 36. Las banderas tricolores ondeando en las plazas indignadas traducen también la irritación con una transición tramposa, con un rey que gasta cazando elefantes una fortuna dudosamente acumulada, y salpicado de lleno por el caso Nóos que involucra a su yerno, y del que sólo se libró su hija por ser infanta. The New York Times reveló hace unos años que la fortuna personal de Juan Carlos I asciende a 2.300 millones de euros. La Casa Real nunca se molestó en dar explicaciones de cómo amasó el monarca una cantidad que excede con mucho sus generosos honorarios. No parece descabellado, ante tanta opacidad, pensar que tenga algo que ocultar el que, durante sus 39 años de reinado, se codeó con algunos de los empresarios más corruptos de nuestra historia reciente –De la Rosa, los Albertos, Prado y Colón de Carbajal- y recibió suntuosos regalos de los jeques árabes de los que consiguió jugosos negocios para las multinacionales españolas. Sí, por eso llevan años bombardeándonos con lo fructífera que es la labor diplomática del monarca para la economía española. Como siempre, olvidan decirnos que nada que ver tiene el interés de los españoles con el de transnacionales que se llevan sus beneficios a Suiza.

 

Si, como parece, se culmina la sucesión en Felipe VI sin escuchar el clamor popular que exige un referéndum, debe saber el nuevo monarca que arranca con tal grado de deslegitimación que remontar será difícil. Debe entender el PSOE, de cuyos líderes escuchamos insultos a la inteligencia constantes para explicar lo inexplicable –que siendo republicanos por principios, votan, como en tantas otras cosas, exactamente lo contrario a lo que prodigan sus siglas-, que lo pagará caro en las urnas; tal vez, mucho más caro que la última vez. Debe saber también el PP que sus votos cautivos no les bastarán para frenar la indignación ascendente de los españoles que, cada día, cuestionan el carácter democrático de un sistema diseñado para que gobiernen las elites. Y debemos comprender los republicanos que, como le gusta decir a Julio Anguita, de poco sirve cargar la bandera republicana ni cambiar la jefatura de Estado a la elección por sufragio: de lo que se trata es de decidir qué III República queremos y qué mecanismos instalar para que sea más democrática y participativa. Es el momento de la encrucijada. 

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