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Mientras tantoCastellana, jungla de asfalto

Castellana, jungla de asfalto


Subir al punto más alto de un ciempiés de andamios, otear desde su ventana y ver un punto volver. Es la una de la tarde, muchos regresan de trabajar o van a comer, y entre esos asteriscos móviles que cruzan las calzadas simétricas, nostalgia del papel cuadriculado, se encontraba mi enmarañada testa. Varios café en mi estómago, un largo trayecto de mi hogar al sitio de la presentación y casi dos horas de cháchara en inglés de un tipo sobre el nuevo simulador de fútbol. Una mañana resuelta, conclusa, en mis ojeras que me convertían en miembro destacado de los Addams.

Mis recuerdos de la veintena tienen mucho que ver con cubrir eventos en el paseo de la castellana, allí donde se solían ubicar la mayoría de las empresas de videojuegos del tiempo. Las soledades de esas aceras, lo nuevo de los barrios, daban a todo este vial de horizontes sin fin un aspecto desangelado, especialmente en su tramo final. He recordado mucho este microcosmos de acero y andamios leyendo dos libros recientes, con excelentes partes donde se refieren a estas calles y su fauna, y aquel perfecto contraste con el Madrid moro, viejo y enrevesado que todavía sobrevive a pesar de ese tajo llamado «Gran Vía».

Chicago en la meseta

Había en castellana y hay algo despiadado, como de nuevo rico petulante, que acompañaba no solo a los escasos sitios de pernoctar, sino que preñaba todo el ambiente. Las miradas son esquivas, los lugares de asueto limitados y la socialización, especialmente de mañana, es propia de una ciudad japonesa poblada de franceses: una pesadilla entre el rigor y la mala educación. Estos lares, gran obra del franquismo político, solamente se pensaron como tránsito sórdido para negocios de jeques con ministros del régimen, incluyendo la “paella con puta” de la zona de Marqués de Riscal (rememoraba Gregorio Morán en su mejor artículo).

Hoy se sale

Entre el Bernabéu y su fan enloquecido por el soma nacional pasando por los ministerios de cafelito y tentempié, la vía de norte a sur de la capital era también el gran circo del macarreo pijo, de los herederos tarambanas, que sobrevivieron a partirse la crisma en la Yamaha, pero no a sus múltiples adicciones. Muchos murieron ahogados en la “Costa Fleming”; cabo de miserias del columnismo patrio e inicio de la canalla cipotuda:

“Yo vivo en la Costa Fleming, que es la golfería dorada de Madrid, el muelle donde atracan los buques fantasmas y las catedrales sumergidas llenos de damas del alba pecadora, de modo que lo mío se llama manifiesto de la Costa Fleming. No es la Costa del Sol, pero contra lo que creen los amigos íntimos de la zarzuela, hay más costas que la del Levante”.

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