La nueva España sonaba a toque de cornetín. Se anunciaba con voz metálica y marcando el paso desde el cuartel del Generalísimo: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”. Era el 1 de abril de 1939, Año de la Victoria, como también remachaba aquel histórico parte. En su laconismo militar, en su contenido escueto y en su tono (sobre todo, en su tono), el anuncio cuartelero auguraba ya un futuro de sangre, sudor y lágrimas para los vencidos. No era, como se aseguraba enfáticamente, el fin de la guerra. Era la victoria aplastante de los nacionales sobre los enemigos de la patria. En España empezaba a amanecer. Y una luz de pesadilla nos mostraba un panorama estremecedor de paredones y patíbulos y sentencias de muerte y sangre y miedo y mordaza y silencio y miseria, mucha miseria.
Bastaba con echar un vistazo a la ley franquista de Responsabilidad Política, alumbrada todavía en plena guerra civil, para caer en la cuenta de lo que se le venía encima al país. Había mucho que matar, mucho que eliminar, mucho que marginar, para que la España sana acabara imponiéndose a aquella otra España desviada que había desnaturalizado nuestro ser nacional. Había llegado el momento de extirpar las malas raíces y las ideas y doctrinas disolventes de la memoria colectiva. Había llegado la hora de olvidar el movimiento obrero, los partidos políticos, los sindicatos, las elecciones libres, las leyes y las instituciones democráticas… todo aquello que, según el dictador, formaba parte de la España caduca.
La España de los vencidos, cuya memoria, todavía hoy, sigue envuelta en el sudario de un silencio gélido, cuando se cumple el 75 aniversario del alzamiento militar que acabó con la democracia en este país. Hay miedo y resistencia a recordar lo que ocurrió y, sobre todo, por qué ocurrió. Nos dicen, desde la derecha, que ha transcurrido mucho tiempo de aquellos hechos y que no es bueno remover el pasado. Pero lo cierto es que ese pasado nuestro fue contemporáneo del holocausto judío perpetrado por el régimen nazi y, que yo sepa, nadie ha puesto en cuestión que este hecho abominable siga recordándose. Todavía hoy campos de exterminio como el de Auschwitz se mantienen abiertos a la exposición pública, como un museo de los horrores que nos recuerda permanentemente lo que en modo alguno debe volver a ocurrir. Aquí en España, por el contrario, aún vivimos bajo la sombra atemorizadora del Valle de los Caídos, que, lejos de transformarse en un Museo de los Horrores del Franquismo, sigue aún conservando cuando menos su legitimación de carácter religioso.
Y, por otra parte, conviene, igualmente, recordar que ese pasado supuestamente tan remoto (no tanto, por cierto, como las leyendas de Santiago y de la Virgen del Pilar, mitos nacionales anualmente celebrados) tuvo consecuencias que aún se dejan sentir en el presente. Baste recordar los niños arrancados de sus madres, al amparo de la impunidad, que hoy están buscando a sus verdaderas familias. O las fosas que cubren los restos de tantos miles de asesinados por la rebelión a todo lo largo y ancho de la geografía española, que siguen siendo cosa del presente. Como forman parte del momento actual los familiares directos de las víctimas del golpe de Estado franquista y sus descendientes, que exigen con toda razón el ejercicio de memoria, dignidad y justicia que se les debe a sus allegados. Una reivindicación llevada a cabo contra viento y marea y sorteando un desinterés oficial sólidamente instalado, cuando no una beligerancia frente a la memoria que resulta claramente desmoralizadora. Sobre todo cuando nos sugieren, por la vía de los hechos, que recordar no solo no es deseable, sino que hacerlo demasiado insistentemente puede tener consecuencias negativas. De ahí que, en plena democracia, pueda ocurrir algo tan bochornoso como que el Tribunal Supremo procese a un juez, Baltasar Garzón, por haberse atrevido a investigar los crímenes del franquismo y, lo que es aún peor, ¡a instancias de un grupo falangista, de los herederos ideológicos de quienes apoyaron activamente la rebelión militar y sus actos represivos!
Por desgracia, la sombra, la mala sombra del inquilino del Valle de los Caídos sigue siendo alargada.Y aquel propósito fundacional de su régimen se cumplió en buena parte y con notable eficacia, resistiendo el paso del tiempo y de las coyunturas históricas. Fue, tal vez, una de esas cosas que Franco logró dejar atadas y bien atadas. Prueba de ello es que aún hoy, con más de treinta años de libertades recuperadas, con una democracia sólida y asentada, después de intentonas involucionistas superadas y de los ríos de tinta que han corrido a lo largo de todo este tiempo, se vuelve complicado que el debate social sobre nuestro ayer inmediato se vea reflejado en la vida oficial. Nos sigue pareciendo un empeño imposible intentar desde la política que una gran parte del país, la de los vencidos, la de las víctimas de la represión franquista, se inserte oficialmente en el relato colectivo. En consecuencia, todavía hoy no tenemos una historia compartida que contarnos y en la que unánimemente podamos reconocernos e implicarnos. Hay un espacio de medio siglo que nos negamos a afrontar como país; y esta realidad opera como un verdadero trombo que tapona la libre circulación de nuestra historia.
Recuperamos las libertades secuestradas por Franco, pero por la puerta de atrás. Recuperamos la democracia, pero no la memoria de nuestra democracia: ese aliento poético, esa narración poderosa que alimentó durante decenios la resistencia a la dictadura. Reintrodujimos al final una democracia un tanto vergonzante, sin tradiciones ni referencias, huyendo como de la peste de nuestro pasado más reciente, cuando, paradójicamente, era lo que había antes lo que volvíamos a hacer nuestro. Porque el mismo hecho de recuperar la democracia llevaba implícita una pregunta lógica: ¿qué democracia recuperamos?; o, para ser más precisos, ¿con qué democracia perdida nos volvemos a encontrar?
Y esa pregunta, querámoslo o no, obliga finalmente a admitir que era el reencuentro con lo más sustancial de la legalidad republicana lo que dotaba de legitimidad a la nueva democracia española surgida del proceso de transición. ¿Por qué, entonces, tanto remilgo desde el ámbito político para reconocer en la República arrumbada una referencia reconocible de la historia de nuestras libertades? No para restaurarla, evidentemente (estamos en otro momento histórico), sino para honrarla adecuadamente como se merece, a riesgo, en caso contrario, de mantener ese relativo adanismo con el que se acometió la transición y que no es en absoluto deseable desde la perspectiva de un país maduro.
Porque el meollo de la cuestión, el verdadero núcleo de la recuperación de una memoria histórica digna de tal nombre, va más allá de esas explicaciones blandas de la guerra civil, interpretada como un trágico enfrentamiento entre españoles y vaciada, así, de cualquier otra significación ideológica y política. Si la abordamos de tal modo, y nos quedamos solo en el plano humano (los muertos de ambos bandos y los asesinatos y desmanes abominables en ellos cometidos), nos situaremos únicamente en el territorio de las consecuencias, eludiendo entrar en el de las causas que hicieron posible tal carnicería. Nos situaremos en ese territorio, cómodo para la derecha, donde se hace posible la equidistancia moral (un muerto es igual a otro muerto) y se obvia una verdad elemental: que la guerra civil y sus consecuencias –cuarenta años de dictadura- fueron el resultado de una sublevación militar, largo tiempo preparada, contra un Gobierno legítimo, para acabar durante décadas, y por medio del terror, con las libertades públicas más elementales.
Lo que se está dirimiendo en esta cuestión es algo tan importante para cualquier sociedad europea normalizada como restablecer una verdad histórica que tiene que ver con nuestro presente y también con nuestro futuro. Reconocer abiertamente que hubo en España una legalidad democrática, encarnada en las instituciones de la Segunda República, y violentada por un movimiento sedicioso que arrebató a los españoles sus derechos de ciudadanía. Reconocer, por tanto, que si la ferocidad no fue privativa de uno solo de los bandos en conflicto, uno de ellos, el republicano, tenía razones más que suficientes para utilizar las armas en su defensa, por ser el agredido. Y reconocer, por último, que Franco y su régimen dictatorial constituyeron una patología política que debe merecer un rechazo público permanente en este país. El mismo que ha merecido la figura de Hitler en Alemania. O la de de Mussolini en Italia, al menos hasta que Berlusconi empezó a soltar, sin demasiado escándalo social, gansadas como esa que afirmaba que “Mussolini no mató a nadie; envió a la gente de vacaciones”. ¡Y así le va a Italia con ese nuevo aprendiz de Duce (¿o de Calígula?) que tiene de primer ministro!
No es, pues, lo que está en juego, una simple curiosidad académica, sino una cuestión política de primer orden. Porque nos jugamos una buena parte de nuestra dignidad como país, que es inseparable de un restablecimiento de la verdad. Nos jugamos esa madurez exigible a una sociedad avanzada que ha experimentado un proceso de transformación importante en los últimos treinta años. Gracias, por supuesto, al trabajo bien hecho que se llevó a cabo en los años de la transición, que son muy reivindicables y dignos, además, de ser recordados, porque forman parte, igualmente de nuestra memoria democrática.
Nunca agradeceremos lo suficiente el sentido de responsabilidad, de liderazgo y de pacto que supieron desplegar en ese período partidos y dirigentes políticos. Y eso hay que reconocerlo. Se hizo entonces lo necesario para volver a insertar a España en la democracia, aunque hubiera en este proceso cautelas, silencios y omisiones bastante explicables teniendo en cuenta la situación de fragilidad propia de aquel momento. Una situación verbalizada en los tópicos propios de aquella encrucijada histórica. ¿O es que ya nadie se acuerda de los famosos ruidos de sables o de los no menos socorridos poderes fácticos, para referirse de modo eufemístico a los inquietantes humores de la casta militar?
Se hizo, entonces, lo necesario. Y se hizo también lo que se pudo. No hay, pues, nada que objetar. Pero lo cierto es que hoy podemos más. Podemos abordar con naturalidad algunas cosas que hace treinta años quedaron pendientes. La España que es miembro de la Unión Europea, que ha consolidado la democracia y que aprueba legislaciones avanzadas (en defensa, por ejemplo, del derecho de los homosexuales –antes vagos y maleantes en el plano legal- a contraer matrimonio), está perfectamente capacitada para poder enfrentarse con su pasado más oscuro. Y eso es algo que no puede confundirse en modo alguno con una reapertura de viejas heridas, como ha venido argumentando el PP en su oposición frontal a la tímida Ley de Memoria Histórica del Gobierno de Rodríguez Zapatero, en la pasada legislatura.
Al hacer de esta ley uno de los motivos de oposición al Gobierno socialista, la derecha española ha perdido una buena oportunidad de avanzar en su propia legitimación democrática. Sus reticencias o su claro rechazo a cualquier tipo de medidas relacionadas con la superación del pasado franquista (reabrir las fosas de fusilados o, antes, la simple retirada de estatuas de Franco), si algo denotan, es que una gran parte de nuestra derecha sociológica y política no ha logrado desembarazarse de una actitud cuando menos equívoca hacia ese período. Da la impresión a veces de que expresar un rechazo abierto a lo que fue la pasada dictadura le supusiera algún desgarro insoportable. Y esta situación, que no es lógica ni deseable, invita a pensar que, en este ámbito, la derecha democrática tiene aún ciertos deberes por hacer.
De hecho, trató de hacerlos en tiempos pasados, aunque aquel intento no tuviera demasiado recorrido. Cabe recordar que, hace no demasiados años, José María Aznar reivindicó la figura de Manuel Azaña, de quien llegó incluso a considerarse heredero político. Conviene retener este dato, que me parece muy significativo: cuando Aznar todavía aspiraba a ser presidente del Gobierno y necesitaba un plus de pedigrí democrático, creyó oportuno echar mano de la memoria de quien fuera presidente de la Segunda República, y no de la de ninguna vieja gloria de la otra España. Sin duda alguna, porque no había en su santoral político representantes especialmente memorables.
No parece que sea ésta la tónica hoy dominante en la derecha española, que vuelve a reivindicar el olvido, con la excusa de que lo importante no es hablar del pasado, sino preocuparse por el futuro. ¡Como si el uno pudiera abordarse prescindiendo del otro! ¡Como si el alzheimer, que degrada la vida personal, fuera la solución idónea para garantizar el porvenir de una sociedad! ¡Como si no tuviéramos oportunidad de ver que un futuro de nueva creación basado en la desmemoria normalmente es el camino más corto para retornar a los viejos fantasmas del pasado! Por ejemplo, a los del nacional-catolicismo, tan reivindicado ahora por la Conferencia Episcopal española.
Ese nacional-catolicismo que, no lo olvidemos, fue el sustrato ideológico sobre el que se sustentó el franquismo. El que legítimo a aquel Caudillo que lo fue por la gracia de Dios. ¡Un Dios que menuda la gracia que nos hizo! Sus representantes en la tierra, desde el palacio del Vaticano, aún siguen subiendo a los altares, en ceremonias solemnes y multitudinarias, a los mártires de la Cruzada. Por contra, abrir las fosas comunes de quienes fueron asesinados por los nacionales se tiende a considerar un gesto agresivo y de muy mal gusto; y se convierte, además, en un empeño imposible que en ocasiones ha derivado hacia el esperpento. ¡En ésas estamos todavía setenta y cinco años después del comienzo del fin de la legalidad republicana! En esa descorazonadora asimetría con la que se acoge el recuerdo de los muertos de ambos bandos: elevados unos a los cielos; y los otros, sepultados a perpetuidad por una doble capa de tierra y olvido.
Javier Arteta es periodista