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Cazar no mola

 

Ser cazadora es un rollo. De verdad: y no lo digo porque tengas que madrugar, ir en busca de la presa, tensar el arco (o pongamos, acarrear los cuchillos), poner supuestamente, tu integridad física en peligro y demás avatares que cuentan en la extinta revista Jara y Sedal. No. Lo digo porque cuando eres mujer y eres cazadora, a veces te quedas como la Penélope de la canción de Serrat. O sea, esperando. Y así llevo yo, desde aquella noche de parranda con mi amiga la perra Bárbara (pueden leerla en @Barbaraayuso) cuando me percaté, tras varios vodkas con piña (soy muy miope y necesito algunas copas para percatarme de cosas) que yo le gustaba a un mozo de la discoteca. O como dirían en el pueblo: que él estaba por mí. Que no estaba mal el chaval, con su cuerpo pulidito de gimnasio: buenos brazos y pectorales, tableta de chocolate… Ea, que le hubiese echado un polvo (no sé si bueno o malo porque los primeros nunca son los mejores).

 

Pero como justamente habíamos estado hablando b and me de que a los hombres no les gustaba ser cazados, que se sentían incómodos y tal, que se ponían tensos (y no precisamente se tensaba esa parte de su anatomía que a mi más pueda interesar) pues decidí esperar a ver si el chico en cuestión se animaba. Y yo así, de modosita, entrelazando las manos, sonriendo bobamente y haciendo caída de pestañas (esas pestañas que este verano me han rizado, para quien no lo sepa). Esperando.

Y aquí sigo, waiting, porque éste, además de que no le gustan las cazadoras, y no digo las de cuero, es tímido. Para más inri. Y ya me duelen los pies oiga, de estar esperando, que me han salido ampollas entre los dedillos en esta madrileña sala Morocco, que no puedo más de bailar los éxitos de la Carrá y de Alaska bajo la lánguida mirada de los djs, que parecen un cuadro de los ochenta… 

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